Se dice que para entender la sociedad uno debe mirar sus prisiones. Dentro de los muros de las cárceles uno puede ver claramente gente marcada por la desigualdad y la pobreza. De hecho, la mayor parte de los prisioneros es gente con piel más oscura, perteneciente a las comunidades económicamente más empobrecidas. Como resultado, la población carcelaria está formada por un microcosmos que representa uno de los sectores más marginados de la Argentina, encerrado en una institución con características estructurales y culturales propias. Sabiendo que la pobreza y la marginalidad son factores que potencian las posibilidades de diseminación de las enfermedades transmisibles (tuberculosis, HIV, hepatitis B y C ) y se relacionan con una mayor prevalencia de enfermedades mentales, el mal estado de salud de los prisioneros no puede sorprender a nadie. Muros adentro de la prisión, uno puede ver personas que siempre han tenido dificultades para acceder a los servicios de salud, y por lo tanto casi nunca han recibido atención médica adecuada a sus dolencias. Consecuentemente, los prisioneros presentan enfermedades crónicas con complicaciones o en los estados terminales de las mismas –por ejemplo, cirrosis hepática y diabetes, enfermedades contagiosas como HIV, hepatitis B y tuberculosis y enfermedades relacionadas con adicciones: estados extremos de alcoholismo o drogodependencia–. En la Argentina, los defensores de los derechos humanos sostienen que –según lo establece nuestra propia Constitución– aquellos en prisión, y a pesar de que hayan quebrantado la ley, merecen una atención sanitaria en grado semejante a aquellos que son obedientes a la misma. Muchos otros piensan que por el hecho de haber cometido un crimen se han condenado a sí mismos a perder esos derechos mientras dure su condena. Algunos sostienen directamente que la salud de los presos no debería ser una prioridad. Lo peor es que la falta de discusión de este tema en la sociedad permite al público en general mirar para otro lado y olvidarse de la gente que está detrás de las rejas. Este panorama permite la continua marginalización de esta población. BARRERAS PARA EL CUIDADO Los prisioneros deben atravesar varias barreras antes de recibir atención médica. Muchas veces la requisitoria de atención médica es evaluada por personal no médico que decide si se trata de una urgencia o de una consulta por control de una determinada situación preexistente. Otras veces, si bien es un médico, no posee los conocimientos suficientes para juzgar la oportunidad o conveniencia de una consulta especializada. Muchas veces la autorización de esa solicitud se ve influenciada por razones de seguridad, por la conducta del prisionero o por otro factor que se transforma en una barrera más a cruzar para acceder a la atención médica. Lograr un suministro continuo para el tratamiento de dolencias crónicas a veces no es fácil en la población carcelaria. Esta falta de continuidad en el suministro es sumamente grave en casos de enfermedades como la epilepsia o la diabetes. Seguramente existen más barreras a la atención médica. La mejor forma de conocerlas es interrogando sobre ellas a los propios prisioneros. Es indispensable que el cuerpo médico de las cárceles reconozca y entienda estas trabas para trabajar en su solución y entender las posibles causas por las que un recluso no cumple con las indicaciones. MITOS DEL PRISIONERO-ENFERMO En la Argentina hay más de 50.000 personas –hombres y mujeres– en prisión en este momento. Esta población no es estática; por otro lado, muchos presos que salen en libertad retornarán a prisión. Esto en general no se debe a una falla inherente a la personalidad del ex convicto sino más bien en la ineficacia de las prisiones en su misión de rehabilitar, así como a la ineficacia de los servicios sociales en el proceso de reinserción de los ex prisioneros en la sociedad. El público en general y el personal de las prisiones en particular tienden a ver a los prisioneros como personas fuera de la ley, personas impredecibles, peligrosas, manipuladoras e irrecuperables para la sociedad. En muchos casos la idea de “que se pudran ahí”, en especial tratándose de criminales o violadores, es un pensamiento generalizado en la sociedad, viéndolos en estos casos como menos que humanos o directamente sin tenerlos en cuenta. Desafortunadamente, la facilidad del público en general para no tener en cuenta en su vida cotidiana a los prisioneros da como resultado que las cárceles y sus problemas están fuera del alcance de la vista del público en general, con la pérdida de las posibles visiones de particulares. Más aún: como la cultura de la prisión gira en torno del castigo, el “cuidar” y “atender” a los internos se convierte en un conflicto institucional. Esta “cultura” tan incorporada puede amenazar los derechos humanos de los prisioneros, incluido su derecho a recibir cuidados médicos. Estos prejuicios sobre los prisioneros tienen un gran impacto en los cuidados que reciben mientras están en prisión –y también una vez que la dejan–. Los mitos sobre los presos son muchos. Uno de ellos, a pesar de que la mayoría de los privados de su libertad no ha cometido crímenes violentos, es que “todos los prisioneros” son peligrosos y necesitan vigilancia y restricciones “si fuera necesario” –como lo determine el personal de seguridad–. Esta percepción frecuentemente resulta en el desarrollo de miedo hacia los prisioneros desde el propio personal carcelario y, en respuesta a ese miedo, en el exceso de uso de fuerza cuando se tiene contacto físico con ellos –por ejemplo, amenazas verbales, empleo excesivo de la fuerza y uso de grilletes en el parto o en las camas de hospitalización–. Desafortunadamente estas prácticas llevan a una degradante pérdida de la autoestima de los presos, los hacen trabajar en contra de cualquier objetivo de rehabilitación y contribuyen a reforzar la creencia de que todos los prisioneros son peligrosos. Este prejuicio puede pasar inadvertido incluso por los médicos de las cárceles, y de esta manera terminar siendo contraproducente para brindar cuidados médicos. Hay además otros mitos que afectan su atención mientras están en prisión. En lo referido al cuidado médico, se cree que los prisioneros son buscadores de droga, nunca están conformes con la atención o la medicación, no se interesan en el cuidado de su salud y en general son simuladores y manipuladores. Si bien algunos internos pueden poseer estas características, es vital recordar que estos rasgos en general son mitos, no verdades. ENFERMEDADES INFECTOCONTAGIOSAS La alta prevalencia de enfermedades infectocontagiosas como el HIV –quince veces más frecuente que en la población general–, la hepatitis C y B –veinte veces más frecuente que en la población general–, la tuberculosis y otras entre los prisioneros es un serio problema de la Salud Pública. La diseminación de éstas es facilitada por prisiones superpobladas, la mala o directamente nula educación en las cárceles y la falta de programas de salud para personas con estas enfermedades. A esto se suma que los profilácticos y la lavandina son materiales que no pueden usarse dentro de la prisión, por lo que los presos que tienen relaciones sexuales –permitidas o no– o los que comparten agujas –sea para inyectarse drogas o para tatuarse– están en mayor riesgo de contraer enfermedades infectocontagiosas. Si bien en la Argentina se ha ido tomando conciencia de la importancia de diagnosticar y tratar a los prisioneros con infección por HIV, muchas veces estas acciones se han visto frustradas por la falta de fondos para medicamentos y/o estudios diagnósticos. Mientras que la infección por HIV es el mayor problema de salud de las prisiones, la hepatitis C es una epidemia nacional en ellas. Aunque no hay estadísticas oficiales confiables, no es disparatado pensar que nuestra realidad es similar a la de los prisioneros de Estados Unidos, el 40% de ellos infectado por la hepatitis C. Si bien existe medicación para el tratamiento de esta patología, no todos los enfermos son pasibles del mismo, ya que muchos presentan otras afecciones que contraindican la medicación. Mujeres presas, en riesgo El impacto que provoca la encarcelación de la mujer es marcado. En el sistema carcelario, que está primariamente pensado y diseñado para hombres, las necesidades de salud de las mujeres en general son menos tenidas en cuenta, tanto en los programas como en los procedimientos. Es por ello que las cuestiones médicas que se relacionan con la salud reproductiva y con aspectos psicosociales relacionados con el encarcelamiento de mujeres sostén único de familia son a menudo pasadas por alto. Muchas de las mujeres en prisión son verdaderas sobrevivientes de abusos físicos y/o sexuales previos, sin que la mayoría de ellas haya recibido un abordaje terapéutico por ello. Por esta razón estas mujeres presentan un elevado riesgo de padecer enfermedades de transmisión sexual, HIV/sida, hepatitis C e infecciones por HPV. En prisión, las mujeres en estado de gravidez tienen menos oportunidades de recibir un adecuado control del embarazo, siendo que es más frecuente que los mismos sean de alto riesgo por la mayor prevalencia de patologías como el abuso de drogas o alcohol y las infecciones como sida o hepatitis B y C. Estos factores, en asociación con la condición socioeconómica y la historia previa de abusos, aumentan el riesgo perinatal.
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