|
||
Arena, viento y pájaro | ||
El hombre de varias hambres viste poncho, prenda que se adivina indivisible y leal con quien lo porta, más baqueteado calzado y pantalón de vieja data. Se apoya hacia un lateral del colectivo (una de las tantas líneas que trajinan la Ruta 22, desde Neuquén a Río Negro) como pidiendo disculpas, descontando que el ser tan pobre requiera cierta condescendencia del prójimo. El pasaje es de trabajadores y, por la hora, también de estudiantes universitarios. Se advierte por sus edades, las mochilas, los textos leídos al vaivén, las carpetas con alguna "calco" o emblema identificatorios. Con delicado gesto el hombre desliza una mano en el interior del bolso que lo acompaña y extrae de allí el charango con el que pintará de magia el recorrido. Acomoda un soporte metálico en su cuello y ajusta en él un siku que surge invitando a los vientos a sumarse. El interior del vehículo, casi atestado, incorpora progresivamente una suave voz que se perfila entre el murmullo general con distintivo acento chileno. Por la esencia sutilísima del tono es posible distinguir que el artista es auténtico y que comienza a emprender su vuelo lírico desde muy adentro de sí mismo. Ensimismado sobre sus instrumentos, anuncia con palabras que comienzan a flotar y a discurrir como brisas:
"Cuando la música me lleva, soy con ella arena... viento... pájaro". A continuación los dedos inician una caricia sobre diapasón y cuerdas y un rumor de gracia cristalina fluye en cada resquicio del entorno. Los diálogos, poco a poco, reducen disonancias como en inconsciente respeto por lo que está sucediendo. El espíritu de la montaña se convoca a la cita y es el siku el que se hermana a las cuerdas en la fiesta ritual para traer un instante que tiene sabor a milagro. Una sinfonía del cielo ahora se derrama y ya no hay voces sino devoción en alza por la fortuna de estar allí presentes. El hombre es uno con su arte y con los elementos que concurrieron desde tan lejos para acompañarlo, para brotar con él, para encender por un instante la existencia de los viajeros. Las caras de los trabajadores aflojan sus músculos. El ceño preocupado por la aspereza del día y sus roces da lugar ahora a cierta laxitud en las facciones, a los tal vez, a los quizá, a un reconciliarse con la vida. Los estudiantes relumbran en rostros extasiados de belleza, más allá de la inminente prueba, del examen que les endurece el vientre. El artista acaba de reinstalar en ellos la frescura original en sus semblantes. Se anuncia una última ejecución que es, en realidad, un enlace natural con las melodías anteriores. Cuando se van disipando los últimos acordes empieza a palpitar la sensación de querer más, de que se extienda el remanso creado, que la tregua se transforme en esencia duradera, en recreo permanente. Luego, con el mismo gesto ceremonioso con que inició la celebración, el hombre agradece con un ademán mientras guarda las herramientas del ritual finalizado. Un pasajero de mediana edad y aspecto cansado advierte que el músico se dispone a irse, sin más recompensa que la del último aplauso que los presentes emitieron con timidez (tal vez abrumados por haber sido descubiertos en sus almas). Busca en su bolsillo comprobando que efectivamente aquél se apresta a diluirse entre las calles. Le toca el hombro y le alcanza un billete. El muchacho lo mira profundamente a los ojos y le agradece con pudor. Es la instancia que parecía necesitar el resto del pasaje para hacer lo propio. Los estudiantes, las señoras con sus bolsas de compras, los que van o vienen del trabajo, cada uno con lo que puede, moneda o billete aporta su humilde retribución al que les dio felicidad por un rato. El artista mira hondo, agradecido, en los ojos de cada uno y deposita en un gorro las ofrendas. Con su misma expresión retraída del principio toca el timbre de la puerta, saluda al conductor con un gesto y, como un pájaro solitario entre la arena y el viento, se pierde en la distancia. ALEJANDRO FLYNN |
||
Use la opción de su browser para imprimir o haga clic aquí | ||