Néstor Kirchner dejará la Casa Rosada con un balance que a simple vista plantea números en positivo pero, a poco que se analicen, algunos de ellos cambian rápidamente de signo y presentan perspectivas poco favorables para la gestión de su esposa, a partir de mañana. El modelo impulsado por el mandatario patagónico aprovechó los beneficios de la megadevaluación del 2002 y sumó a ello una estructura de ingresos basada en una fuerte presión fiscal, casi de cuño ortodoxo. A pesar de su constante diatriba hacia los organismos del Consenso de Washington y hacia las políticas de apertura económica, la paradoja fue que esos pilares constituyeron los postulados más difundidos por el Fondo Monetario Internacional (FMI) en sus programas de apoyo financiero. Dicho de otro modo: Kirchner resultó ser uno de los mejores alumnos de la “Academia de Washington”, ya que un tipo de cambio competitivo y un saldo fiscal primario superavitario son los ingredientes de las recetas más usadas por el FMI. El resto estuvo condicionado por un excepcional ambiente internacional que jugó a su favor. ¿Fue efectivamente la gestión de Kirchner la que devolvió previsibilidad a la Argentina? Y, en todo caso, ¿pudo esta administración superar lo hecho por otras y dejar a la presidenta electa un soporte sustentable? Veamos. Con el beneficio devaluatorio debajo del brazo Kirchner lideró, entonces, un lógico proceso de sustitución de importaciones derivado del salto cambiario, con la superventaja adicional de no tener que encarar inversiones. Aquellas que se realizaron en la tan denostada y criticada década del ’90 le sirvieron a Kirchner de trampolín para poder cosechar los beneficios de la reactivación económica de los años posteriores al 2003, que generaron luego cinco años de crecimiento ininterrumpido. Al mismo tiempo, el presidente arrancó con un ajuste impositivo de envergadura: subió las retenciones a las exportaciones y mantuvo un fenomenal impuesto a las transacciones bancarias. La primera movida la sostuvo bajo el pretexto de moderar los precios de los bienes transables y aprovechó el segundo manotón para sumar fácilmente mayores ingresos que se destinaron a financiar una dispendiosa política de subsidios y transferencias de fondos a sectores discrecionalmente privilegiados. Con el primero, no sólo no se logró el objetivo de bajar los precios de los alimentos sino que éstos subieron y tuvieron que ser controlados de manera policíaca. Además, hubo que apelar nuevamente a más subas en las retenciones porque la inflación –ese temible fantasma que se reavivó– se encargó de licuar los recursos del Estado. Con el otro, se logró mantener los subsidios para atender gastos de operaciones, pero que no alcanzaron para generar inversiones que el mismo Estado se había comprometido a hacer. Al mismo tiempo, se generó una fuerte distorsión y un castigo para los sectores que trabajan en el circuito institucionalizado y hubo un premio excesivo para quienes defraudan en el renglón marginal, algo contrario a cualquier espíritu justiciero. Sobre estos parámetros, Kirchner logró dar el envión inicial. Sin embargo, al promediar su mandato y con el reacomodamiento del sistema de precios relativos –léase precios y salarios– la economía necesitó de un nuevo impulso para mantener en alza la producción. Ya no alcanzaba con la suba de los commodities exportables. En el medio, la mala resolución del canje de la deuda en default por otros bonos ajustados por inflación o por las mejoras del PBI, más el controvertido pago al Fondo Monetario Internacional, dejaron a Kirchner condicionado. Para colmo, el exceso de gasto transformó el superávit primario en déficit financiero y ya no alcanzó con la brecha devaluatoria. Hasta se utilizó el dinero de los futuros jubilados para tapar el rojo fiscal... como antes, como entonces, como siempre. Pero Kirchner, en lugar de dejar que las variables se reacomodaran y se sinceraran, volvió a las fuentes, apeló al abecé y anudó acuerdos con los actores corporativos –empresas y sindicatos– para mantener el nivel de actividad, basado ahora en emisión monetaria, con un excesivo costo financiero y fiscal. Por lo tanto, a las empresas se les mantuvo el tipo de cambio alto y a los sindicatos, beneficios y subsidios. El resultado: una inflación por encima de la lógica, con cotizaciones superiores a las del mercado internacional, control de precios y un grosero maquillaje de los índices. El resto ya se visualiza por estos días: aumento de tarifas y de impuestos y un camino escarpado para los próximos meses. El tiempo es inapelable y dará su veredicto, pero la impresión es que una vez más podría haberse desperdiciado otra gran oportunidad histórica.
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