Jeno Juhasz y Hanna Dierks, él húngaro y ella alemana, se enamoraron de la Patagonia recorriéndola en camión, haciendo cargas de manzanas del Alto Va-lle al Mercado Central. En 1968 se radica-ron en Cinco Saltos. Aquí Jeno cultivó otra pasión: la fotografía. Hizo fotos para la Facultad de Ciencias Agrarias, donde registró la primera carta de colores de manzanas.
Jeno y Hanna se casaron en 1958. Un año más tarde, llegaron a la Argentina. "A mi esposo lo conocí en Londres, donde trabajaba. Yo había terminado el bachillerato en Alemania y me fui de intercambio a la casa de una familia inglesa para perfeccionar el inglés. Quería ser secretaria".
Hanna nació en Prusia del Este, en Instenburg, hoy territorio ruso. "Cuando era pequeña estalló la Segunda Guerra. Queda-mos con mi mamá y mi abuela... cinco mu- jeres solas. En el año 43, cuando invadie-ron los rusos mi país, mi padre fue reclutado. Durante años no lo vimos. Mi madre nos llevó a distintas localidades; su idea era buscar sitios menos expuestos a los ataques. Mi hermana más chica tenía 2 años y yo, 7. Salimos de nuestra ciudad en el último tren... teníamos que irnos de allí para no quedar bajo régimen ruso", recuerda.
Desde entonces, cuenta Hanna, siempre tuvieron las valijas preparadas. "Primero fuimos al campo, luego a Checoslovaquia, a casa de unos amigos. Mi vida transcurrió vagando hasta el año 46".
Trabajaban en cosechas, las ayudaba la Cruz Roja, mendigaban alimentos, pedían refugio... Así sobrevivieron estas mujeres a la guerra. Pese al tiempo transcurrido en esa situación, los recuerdos de entonces permanecen en una tupida niebla. La mente sobrevivió al horror de ese modo. "No me acuerdo detalles y en casa nunca se quiso hablar del tiempo de la guerra. Lo que cuento son recuerdos míos y aportes de una tía. Mi madre sufrió mucho. Imagine que estaba sola, con poco más de 30 años, a cargo de tres nenas y de su madre. Fue demasiado para ella... Mi padre tampoco habló nunca más de la guerra. Si bien mi familia era apolítica, la guerra y el régimen nazi no eran temas que se tocaran".
La familia de Hanna finalmente pudo reencontrarse después de que terminó la guerra. En 1945, en realidad, nada sabían del jefe de la familia. La madre de Hanna se aventuró a buscarlo. Supo que estaba vivo y se pudieron contactar por escrito. "Nosotras terminamos en un campo de refugiados en la frontera, administrado por ingleses", relata Hanna. "Cada uno tenía una habitación y recibíamos una comida diaria. Luego, los refugiados fuimos distribuidos en los lugares que aceptaron recibirnos. En el año 47 mi padre salió clandestinamente a buscarnos. Recuerdo que llegó en Navidad. Ya habíamos sido ubicadas en un pueblo relativamente cerca de Berlín. Después nos fuimos a Hannover. Ésta fue nuestra estación final. Allí empecé y terminé la secundaria", recuerda esta mujer de mirada tan celeste como aguda.
Pero ésa no sería su última estación. En realidad, otro viaje comenzaba.
La familia de quien sería su marido había migrado a la Argentina en 1949. "Jeno empezó a trabajar en una exportadora de harina de pescado que abrió una sucursal en Londres en 1957. Allí nos conocimos un 7 de julio. Yo regresaba a Alemania en agosto, así que nos vimos poco; luego nos escribimos. Él era 7 años mayor que yo y tenía en claro que no quería casarse con una argentina. Cuando me conoció dijo que yo era ´la indicada´".
La filial en donde trabajaba Jeno se mudó a Hamburgo y él fue su gerente. En 1958, en Alemania, se casó con Hanna. "Un año después nació nuestro hijo Ingo y mi marido decidió regresar a la Argentina. Mis padres no estaban de acuerdo, pensaban que mi marido tenía que ir a la universidad en Alemania. Pero él no aceptó y nos vinimos. Acá nació mi hija Cristina, con ayuda de mi suegra, partera. Con la familia de mi marido los primeros tiempos nos comunicábamos en alemán, después aprendí el húngaro. La primera frase que dijo mi hija -quedó para el anecdotario familiar- tenía una palabra en cada idioma: alemán, húngaro y castellano".
"Vivimos 10 años en Buenos Aires. Compramos máquinas de tejer y tejíamos prendas, hasta que compramos un camión. La idea era hacer cargas con dos socios. Vendimos todo lo que teníamos para comprar el camión. Después, la sociedad se rompió y quedó mi marido con el transporte, así que lo acompañé. Nos conectamos con una empresa para hacer viajes a la Patagonia. Llevábamos bentonita a Comodoro Rivadavia para pozos petroleros y de vuelta traíamos caolín para una fábrica de porcelana de Buenos Aires. En 1964 comencé a acompañar a mi esposo a la Patagonia. Al principio viajábamos con los chicos, hasta que empezaron la escuela".
Los viajes traerían sentimientos nuevos, inesperados. "Recuerdo perfectamente que llegábamos a Pedro Luro, donde empezaba el camino de tierra, cuando empezaba el paisaje patagónico y nos sentíamos felices. Nos olvidábamos de que estábamos trabajando. Yo hacía de ayudante de todo. De hecho aprendí a armar y desarmar el motor. Aprendí mucho de mecánica. En esos viajes nos enamoramos de la Patagonia".
Viajaron unos 15 años a la Patagonia. En 1968 Jeno trajo una mudanza a Neuquén y tomó contacto por primera vez con la zona. En ese viaje, lo contrataron para llevar una carga de manzanas al Mercado Central. Pronto hizo un contacto con Transmarítima en Cinco Saltos para hacer cargas de fruta. Esta situación los decidió a comprar un camión termo con un crédito del Banco Hipotecario. A esta decisión siguió otra más trascendente: adquirieron en Cinco Saltos su primera casa propia.
"Este lugar que desde entonces habito -cuenta Hanna- era una ex chacra cuyo propietario tenía el galpón Auca Mahuida. En ese tiempo era buen negocio el transporte de fruta, era otra la Argentina... Pudimos sacar un crédito, hacer una empresa familiar y comprar nuestra primera casa. Mis chicos empezaron en la escuela 39, excepto una temporada en que mi marido enfermó, contrató un chofer que le fundió el camión y tuvieron que quedarse otra temporada en Buenos Aires. En ese momento, mi marido se había conectado con una empresa Emiliosi (de Cipolletti) que hacía viajes a Brasil. Por el año 70 esa empresa nos dio la posibilidad de comprar un nuevo camión para realizar viajes a Brasil. Durante unos tres años, acompañé otra vez a Jeno; hasta que mi hijo nos reemplazó".
En 1976 vendieron el camión y Hanna volvió a Alemania por primera vez, después de casi 20 años.
Jeno, por su parte, cambió completamente de actividad. Era aficionado a la fotografía; armó en su casa un laboratorio y propuso a la Facultad de Ciencias Agrarias hacer trabajos vinculados a la fruticultura. "Hizo también un catálogo para el vivero de Rosauer, mientras iba buscando el color perfecto para la manzana perfecta y concretar un catálogo instructivo, la primera carta de colores para la fruta del Valle. Fue pionero en esa actividad", revela su esposa.
Durante el tiempo que se vinculó con la universidad, descubrió la computación. "Mi hija trabajaba en la universidad, era secretaria del rector Bressan, quien trajo en 1976 la primera computadora para hacer liquidación de sueldos. Mi marido se entusiasmó tanto que aprendió a usarlas y lo contrataron en la universidad como ayudante técnico en computación, tarea que realizó durante 13 años. Lo acompañé en todo menos en esto ( risas)".
En la región, Jeno continuó con otra vieja pasión que cultivó desde 1950: los vuelos sin motor. Y así, recorriendo caminos terrestres y celestes, este matrimonio fue integrándose a la historia de la producción valletana. Adoptaron este lugar, como tantos inmigrantes que hicieron biografía entre frutales. "Me hice muy valletana, muy provinciana. Estuvimos casados 48 años, 38 de los cuales transcurrieron aquí, donde viven nuestros hijos y nuestras tres nietas. Hicimos del Valle nuestro lugar, después de tanto camino andado".
SUSANA YAPPERT