Marcelino, Eduardo y Guillermo son los tres hermanos González que llevan cuatro décadas de trabajo continuo en un aserradero en El Hoyo y que persisten en bregar por el desarrollo regional con el mismo espíritu pionero que en 1898 trajo a la región a sus abuelos.
Otro dato singular de la familia está vinculado con la política lugareña: don Victoriano González, abanderado de la segunda generación en el noroeste chubutense, fue concejal en el ´63, "cuando en este valle había apenas siete radicales". Luego su hijo Eduardo fue intendente en el último tramo del proceso militar y se le atribuye la gestión "de haber conseguido la mayoría de los edificios públicos que conforman el actual casco urbano". El 10 de diciembre de 1983, con el retorno de la democracia, le entregó el mandato a su hermano Marcelino, electo por el voto de sus vecinos.
Asimismo, cada uno de ellos -y bajo la supervisión de sus respectivas esposas- cultiva fruta fina en su chacra y hace envasados que venden a los turistas.
Todo se remonta a finales del siglo XIX, cuando los valles de la comarca andina comenzaron a recibir clanes familiares que se animaron a emigrar desde el sur de Chile.
Entre aquellos colonos trasandinos se cuenta a los González, Díaz, Bahamonde, Azocar, Cárdenas y Lobos, quienes anduvieron sin saber con certeza en qué país estaban ya que la presencia del Estado argentino "brillaba por su ausencia".
Nacido en 1873 en San Pablo, un pueblito cercano a Valdivia, Eduardo González creció con la certeza de que esa zona no le ofrecería oportunidades ciertas para desarrollarse y aceptó entonces la aventura de cruzar la cordillera a caballo. Por las dudas, antes de radicarse en el paraje El Coihue, en plena montaña, se casó con Doralisa Díaz, ya que por aquellos años "conseguir una mujer en estas soledades era como bajar una estrella del cielo".
Junto a la tropa de vacas traían las semillas para la quinta y hasta los retoños de los primeros álamos, que pusieron prolijamente para delimitar las chacras y hacer los cortavientos.
La primera morada consistió en un rancho de palos a pique labrados a hacha y un techo de carrizos. El piso era de tierra apisonada y a la hora del descanso había que acostumbrarse a dormir en la "payasa", una especie de colchón de arpillera relleno con paja.
Aquellos pioneros evolucionaron en su economía con la venta anual del excedente de su hacienda en la feria de Osorno.
Durante varios años los González fueron vecinos de Martín Sheffield, el sheriff norteamericano que dijo haber visto un plesiosaurio en una laguna cercana a su casa, en El Pedregoso. El tema, alrededor de 1911, causó un revuelo internacional, a tal punto que se mandó una misión científica especial "para agarrarlo, vivo o muerto".
Don Victoriano contaba que una vez descubierto el fraude los bolicheros de entonces pintaron la imagen del "bicho" en el fondo de los vasos vineros. Los parroquianos, al brindar, se desafiaban "¡hasta ver el plesiosaurio!".
Otra anécdota da cuenta de que también fueron testigos de la huida de los bandoleros liderados por Butch Cassidy, quienes tuvieron su estancia en Cholila y perseguidos por la policía montada salieron hacia Chile cruzando el río Turbio en una balsa de troncos.
En poco tiempo la pequeña estancia se llenó de bullicio con el nacimiento de Filomena, Tiburcio, Fabriciano, Victoriano y Sabina. Cuando los niños alcanzaron la edad escolar sus padres decidieron que ya era tiempo de volver a Chile.
Sin embargo, optaron por dejar a Victoriano al cuidado de su abuelo Eduardo Díaz, ya radicado en Las Golondrinas. En aquella casa, y en medio de una población cien por ciento de chilenos, el maestro argentino Pedro Pascual Ponce fundó la primera escuela de la región a poco del acontecimiento histórico celebrado en Trevelin cuando los mismos habitantes galeses optaron por ser argentinos.
Ya con los límites precisos, el gobierno de Buenos Aires designó al agrimensor Domingo Parola para establecer las mensuras de los campos ocupados cerca de la frontera, mientras que al norte el ingeniero Emilio Frey y el geólogo norteamericano Bailey Willis proyectaban la colonización del enorme espacio geográfico ganado a las tribus mapuches y manzaneras.
El joven Victoriano González, que creció con la idea de hacer el servicio militar e irse al campito de sus padres, en Río Negro (cerca de Osorno), finalmente se salvó y emprendió un viaje a caballo de dos meses para juntarse con los suyos. Poco le costó convencerse de que "acá se vivía sin trabajar, mientras que en Chile los hermanos se tenían que deslomar de sol a sol apenas para subsistir".
Entonces fue tentado por Parola para que lo ayudara en su misión, que tardó años en terminar, en épocas en que "un caballo tenía más valor que la tierra".
Después de casarse con Ercilia Azocar gastó sus ahorros en armar su propia chacra cerca del arroyo El Pedregoso, desde donde sacó agua para riego que trajo por canales nivelados a pico y pala. Empezó por sembrar alfalfa y poner frutales, mientras seguía criando vacas a medias en el valle de El Turbio, al otro lado del lago Puelo. El destino quiso que se vinculara pronto con Juan Rosauer, recién radicado en el Alto Valle en momentos en que la fruticultura se expandía en el territorio rionegrino.
Aun contra los criterios sustentados por años en la cordillera, don Victoriano se animó a plantar manzanos y peras con sentido de producción a escala, en un emprendimiento que era toda una novedad para la zona. Con métodos caseros y hasta artesanales luchó contra heladas, nevadas y plagas y pronto obtuvo sus frutos. "Llegó a ser uno de los principales proveedores de Comodoro Rivadavia y Esquel, montando incluso una línea de embalaje con máquinas que se trajeron de Roca", recuerdan los hijos.
Semejante iniciativa "se mantuvo hasta principios de los ´60, cuando las rutas nuevas y las comunicaciones facilitaron que la fruta llegara de zonas más productivas como el Valle y Mendoza".
Vecinos de El Bolsón recuerdan a Victoriano González como "un hombre para el que la palabra valía todo. Con un apretón de manos cerraba sus negocios y era un compromiso que se respetaba a muerte". De su matrimonio con doña Ercilia nacieron Marcelino (66), Eduardo (61), Guillermo (57), Inés y Lidia. Parece que en el seno del hogar campesino "las únicas discusiones eran por la llave de la casa, que -como nunca se cerraba- cuando tenían que salir de viaje no aparecía por ningún lado".
Desde hace 40 años los tres varones están vinculados con la producción maderera, primero con una carpintería que surgió "cuando un estanciero nos contrató para hacer instalaciones en Pastos Blancos", en plena meseta chubutense.
"Estuvimos como seis meses y ganamos tanta plata que encargamos las máquinas a Buenos Aires. El problema fue que en El Hoyo no había energía eléctrica. Cuando estábamos gestionando el permiso para montar una usina hidroeléctrica propia en el arroyo Larenas, nos enteramos de que la provincia del Chubut ya había planificado una central termoeléctrica en Lago Puelo".
Por las dudas, "hicimos una nota solicitando que el cable llegara hasta nuestra casa, distante a más de 30 kilómetros. Les pedimos a los vecinos que nos acompañaran en la gestión, pero muy pocos se animaron a firmar: nos decían que eso era peligroso, que después había que pagar la luz... claro, ¡sí estaban acostumbrados a alumbrarse con un farol! Pensábamos que nunca iba a llegar" pero llegó. De la bonanza de los años ´70, "cuando se aserraba un equipo completo por día", se pasó a la realidad actual, "donde nos hemos tecnificado para fabricar vigas laminadas para la construcción en general".
Fernando Bonansea
Agencia El Bolsón