Como la de tantos españoles que llegaron a nuestro país, la historia de la familia Queipo en la Argentina tiene una génesis común. Buscando alejarse de los estruendos de las guerras y de la amenaza constante del hambre, América amanecía para muchos como una oportunidad para empezar de nuevo en una tierra que se abría, generosa, a los hombres de buena voluntad y ansias de progresar con el trabajo.
Así llegó al puerto de Buenos Aires Baldomero Queipo Valle, quien siendo muy joven dejó atrás el atosigamiento de un viejo cura explotador y abandonó las sierras de Almería para atravesar el Atlántico. Apenas desembarcó en el país, Baldomero enfiló hacia Balcarce, donde se encontró con otros españoles como don Antonio Mao (que después tuvo una decisiva incidencia en su vida), Marta y García, entre otros, que le transmitieron conocimientos esenciales para manejarse en la Argentina. La actividad central en esa zona era el cultivo de papas.
Pero la vida allí no era fácil porque las casas eran una especie de chozas construidas de manera precaria y debían soportar varias falencias y necesidades.
Sin embargo, el sacrificio rendía sus frutos. En una temporada hizo buena diferencia con el precio y el volumen de producción, de tal manera que buscó en Bahía Blanca unos galpones para alquilar a fin de utilizarlos como depósitos para la superproducción de papas. En esos trámites estaba cuando conoció a quien sería su futura esposa, la hija del dueño de los galpones que alquiló, de apellido Peñiñuri, de origen vasco. Se llamaba Juana y era de clase media alta.
Tras casarse con Baldomero, Juana viajó prácticamente engañada hacia Balcarce, donde se encontró con un escenario muy distinto de aquel al que estaba acostumbrada en Bahía Blanca. El lugar donde tenía que vivir era muy duro, sin comodidades y con una humedad que invadía inexorablemente cada habitación. Por si eso fuera poco, todos se iban a trabajar y ella se quedaba casi todo el día sola con sus temores y llantos.
Así estuvieron alrededor de dos años, hasta que en determinado momento decidieron dejar atrás esa vida y compraron un lote en una esquina de Bahía Blanca donde edificaron la casa familiar y habilitaron un almacén de ramos generales. Tenían también un camioncito que les servía para hacer los repartos de mercadería.
Como les sucedió a tantos, la fatídica crisis económica del '30 devastó todo lo construido con mucho esfuerzo por la familia Queipo.
El sistema de comercio que se empleaba, el de otorgar créditos a mediano plazo a los clientes que en determinado momento dejó de cobrar, contribuyó a la debacle. Sus cuñados quisieron comprarle todas sus pertenencias con el fin de salvarlo del remate pero, orgulloso, Baldomero Queipo Valle dijo "no" y, estoico, aceptó lo que indefectiblemente llegó.
La familia se fue a vivir a una pequeña piecita y Baldomero, a trabajar en el puerto, de estibador.
Pero un solo empleo no alcanzaba en tiempos críticos para el país y para el mundo. Entonces consiguió otro: atendía a los caballos que se utilizaban en las pompas fúnebres. Allí no había sábados, domingos ni feriados. Para llegar a los establos caminaba muchísimas cuadras cada día pero, una vez allí, el cansancio quedaba de lado porque debía limpiar las caballerizas y darles de comer a los animales. Su esposa Juana colaboraba con la economía doméstica y cosía para afuera.
El cambio de estilo de vida fue un duro golpe para todos porque, de tener un gran capital, de la noche a la mañana pasaron a quedarse en la calle.
UNA MANO AMIGA
Una mañana apareció en Bahía Blanca don Antonio Mao, aquel coterráneo con quien había vivido los duros tiempos del cultivo de papas en Balcarce. Lo fue a visitar y, cuando vio las condiciones en que estaba viviendo, expresó: "Allá (en Río Colorado) no tenemos mucho, pero te vienes con nosotros. Así no puedes vivir. Allá van a comer bien y podrás hacer quinta y criar animales. Saldrás adelante".
El propio Antonio Mao fue con un "Forcito" a buscar a la familia y sus pertenencias, que no eran tantas. Se instalaron en la chacra de Mao durante un tiempo prolongado, con una contención y una calidad de vida superior que les sirvió a todos para tonificar el espíritu de lucha.
Una tarde de mucho calor, Juan Arleo se acercó a don Baldomero y le manifestó: "Lo veo trabajar muy fuerte. ¿No quiere comprar una chacra?". La respuesta no se hizo esperar: "¡Por supuesto! Pero ¿con qué?".
En ese tiempo en el Banco Nación había un gerente agradable en el trato y proclive a apoyar a la producción. Tras acordar las condiciones, le dio un crédito con el cual Baldomero pudo comprar la chacra de 10 hectáreas que hoy administran Rosa y su hijo Omar. "No había nada; tuvo que hacer todo: las acequias, nivelar el suelo, sembrar. Se hizo quinta y luego se pasó a la fruticultura. Héctor tenía ya 18 años y trabajaba junto a su padre. Hicieron adobes y hasta levantaron la casa", rememora Rosa.
Tras las duras jornadas de extenuante trabajo, las sobremesa invitaba a que don Baldomero contara las aventuras que le había tocado vivir en su España natal. Eran recurrentes los relatos sobre el convento donde había pasado su adolescencia.
"Los curas lo hacían trabajar sin descanso, pisando las uvas para hacer el vino. Contaba que ese viejo cura explotaba a todos los chicos y entonces en un momento se dijo 'De acá me tengo que escapar'. Y finalmente se escapó: tenía 17 años. Le avisó a su familia y semarchó para la Argentina", dice Rosa.
Una vez que hizo pie en estas tierras, mandó a llamar al padre y también a sus tres hermanas, quienes se fueron casando con españoles que cultivaban papas con él.
Lentamente los recuerdos afloran en la mente de Rosa, quien los va desgranando uno a uno. "Hace un tiempo mi primo fue a visitar la casa donde vivían los Queipo en España, en un lugar de difícil acceso. Trajo una foto donde se veía, en el fondo, un cerezo. Ése era el famoso cerezo. Mientras yo hacía la comida, el abuelo les contaba a mis hijos Oscar y Carlos, sentados en cada una de sus rodillas, las aventuras que había vivido en ese cerezo cuando era chico", agrega.
EFÍMERAS CHAPAS
En épocas de economías angostas, el dinero no alcanzó para colocar un techo con chapas de cinc y se optó obligatoriamente por las de cartón, salida rápida y menos costosa para culminar lo básico de la vivienda. Sin embargo la furia del clima echó por tierra los planes trazados, que proponían postergar lo más posible algunos gastos.
En plena tarde de verano se abatió sobre una franja de Colonia Juliá y Echarren una violenta pedrea que literalmente destruyó todas y cada una de las endebles chapas de cartón. Manteniendo bien alto el espíritu de enfrentar las adversidades, los Queipo padre e hijo se subieron entonces a un tren de carga y se dirigieron hacia Bahía Blanca para adquirir chapas de cinc usadas.
Mientras levantaban su casa, le iban dando forma a la chacra de diez hectáreas, primero con la horticultura y más tarde, con los primeros cuadros de frutos de pepita.
LA HORA DE SU HIJO
La obra que estaban levantando padre e hijo, por cuestiones de lógica temporal pasó a ser exclusivamente de Héctor, quien siguió los lineamientos de conducta y tesón delineados por Baldomero.
En ese sentido, siempre tuvo presente la solidaridad como herramienta fundamental en el desarrollo comunitario. Por eso no extraña su fuerte inclinación hacia el cooperativismo, que abrazó con pasión y ahínco.
Participó desde la primera hora en la Cooperativa de Productores. "No faltaba a ninguna reunión de los sábados. Y, si bien no era de salir a fiestas o eventos especiales, nunca faltaba a las fiestas de las cooperativa", recuerda Rosa. Más allá de la cuestión institucional, la entidad cobró una singular importancia en sus vidas, dado que fue el lugar donde Héctor y Rosa se conocieron. Héctor era embalador y Rosa ingresó a trabajar allí; era el inicio de una vida compartida y fructífera.
"Mis padres llegaron de Zaragoza, España, al Alto Valle en 1912. Mi papá se llamaba Ponciano Gajón y mi mamá, Lucía Velilla. Años después llegaron a Río Colorado. Yo era la más chica de mi familia. La casa donde yo nací tenía el piso de tierra y las paredes de madera. Se usaban faroles de querosén y se vivía de otra manera", recuerda Rosa.
Sin dudas fue un puntal para los proyectos de Héctor. Luego, con la llegada de los hijos, se conformó un núcleo sólido para concretar un establecimiento frutícola ordenado y productivo. En el tiempo que le quedaba libre, Héctor le dedicaba mucha energía a la Cooperativa de Productores. También le gustaba jugar a las bochas, hobby que junto a su amigo Rubén Olondriz le servía de distracción y actividad de camaradería.
Precisamente con Rubén Olondriz y su esposa Miriam los unió una relación tan fuerte e inseparable que se prolongó durante 53 años. Se casaron el mismo día, coincidieron en los destinos de la luna de miel y, desde entonces, amigos para toda la vida.
"Nos casamos el mismo día que Rubén y Miriam. Fue en el año 1955, justo durante la llamada Revolución Libertadora. No se pudo hacer fiesta, sólo nos permitieron almorzar sin música. Estaba invitada la colonia en pleno pero se comió y nada más. A la tarde tomamos el tren con destino a Miramar. Luego fuimos a Mar del Plata, Buenos Aires, Luján...", cuenta Rosa.
Es verdad que ahora Rosa y Miriam son muy amigas, casi hermanas. Sin embargo vale decir que apenas se vieron existió un marcado recelo que con el correr de los tiempos se convirtió en una risueña anécdota recordada ocasionalmente en alguna fría noche de invierno.
Se vieron por primera vez en el tren que los llevaba hacia la luna de miel. Rosa iba con un elegante sombrero y no se lo sacó durante buena parte del viaje. Por su lado, Miriam llevaba puesto un refinado tapado que, sumado a su altivo porte, le daba una imagen muy distinguida. Miriam miró el sombrero de la otra y pensó para sus adentros "Qué pinta lleva", sin saber que aquello era lo único que tenía y que la portadora de ese accesorio era una mujer simple y sencilla. En tanto, Rosa también la miraba y pensaba "Qué estirada", dado su impactante porte, sin conocer aún la calidez humana de esa mujer.
Cuando llegaron a Buenos Aires los hombres se fueron inmediatamente a la cancha a ver a Boca, que jugaba en su estadio. Ambas se quedaron en el hotel, momento en que fueron cayendo uno a uno los prejuicios; pocas horas después empezaron a edificar una amistad perpetua. En la Capital asistieron a varios teatros para ver a los artistas del momento, como Marrone, Beba Bidart y Mirtha Legrand.
A partir de esa amistad los matrimonios cenaron juntos cada quince días durante los últimos cincuenta y tres años, una vez en la casa de Queipo y la siguiente, en lo de Olondriz. Y cada aniversario de casados se festejaba con mucha alegría y con la presencia del resto de la familia, que cada vez era más numerosa.
Después de compartir tantas alegrías, tristezas, desazón, festejos, amarguras y proyectos conjuntos, extraños designios de estas vidas paralelas determinaron que Rubén Olondriz falleciera a principios del 2008 y Héctor Queipo, apenas cinco meses después.
EL LEGADO DE QUEIPO
De este matrimonio nacieron tres hijos varones: Oscar, Carlos y Omar, que a su vez le dieron seis nietos. Hace poco más de tres meses Héctor falleció. Corría el mes de setiembre y estaba a punto de cumplir 83 años. Desde entonces, su esposa Rosa y su hijo Omar manejan la chacra, con la permanente colaboración del encargado, que se ocupa de las tareas a campo. La mayor parte de su producción es de pepita, y algo de durazno. El grueso de la cosecha se vende en el mercado interno, principalmente al sur del país, siguiendo una de las máximas de don Héctor, que siempre apuntó a lo local dejando de lado las eventuales ventajas de vender al exterior. Sentada debajo de la espesa sombra de las alamedas, Rosa confiesa que ante cada decisión que debe tomar junto a su hijo en relación con la chacra, rememora lo que su marido decía o pensaba. Entonces luego, con ese respaldo, resuelven en consecuencia. El legado de Héctor Baldomero Queipo sigue presente.
ALBERTO TANOS
DARÍO GOENAGA