Los alemanes del Volga fueron un pueblo de inmigrantes, así lo acredita su historia. Según lo que cuenta Lucía Gálvez en su libro "Historias de inmigración" y los testimonios recogidos, en tiempos de Catalina la Grande un grupo de alemanes viajó a Rusia con la promesa de que se iban a respetar su cultura, su lengua, sus tradiciones y su religión y de que no tendrían que cumplir el servicio militar ni participar en la guerra. Les prometían continuar siendo étnica y jurídicamente alemanes, aunque se trasladaran a vivir a la helada estepa rusa.
Por entonces en Rusia regía la servidumbre y nadie se interesaba en la alfabetización de los mujiks (campesinos). Entre otras costumbres, tenían la de convivir con los animales (cerdos, vacas, gallinas) alrededor del fuego, y sin ninguna ventilación, cuando venían los tiempos más fríos. Pero cuentan también que eran buenas personas y los acogieron con hospitalidad. Los alemanes, a su vez, les enseñaron a los mujiks a fabricar queso y manteca, industria que ignoraban.
Con la llegada de la primavera continuaron la marcha y llegaron al caudaloso Volga. Sin embargo todavía faltaba para llegar a su destino. Con esperanza atisbaban el horizonte pelado y amarillento de la estepa tratando de descubrir los bosques descriptos por los agentes rusos.
Cuando llegaron a destino, a muchos se le saltaron las lágrimas al enterarse de que, en ausencia casi total de madera, tendrían que cavar en la misma tierra pozos rectangulares de unos dos metros de profundidad y techarlos con ramas y algo de barro. La oscuridad sólo se podía mitigar con ventanas hechas de vejigas de cerdo bien estiradas. Llegado el invierno, las reemplazaban con trozos de hielo cortados del río.
Todavía ignoraban los ocultos motivos por los cuales habían sido instalados allí. Catalina la Grande, su coterránea, quería hacer de esas colonias una barrera humana para impedir el paso del peligro asiático, ya que tártaros y mongoles todavía se consideraban dueños de la región.
Separados del mundo, sin asistencia técnica ni económica, se mantuvieron unidos a toda costa: su único recurso para sostener su moral fue su confianza en Dios.
A fines del siglo XIX las colonias rusas estaban florecientes pero surgieron tres grandes motivos que impulsaron su abandono: el zar Alejandro II dejó sin efecto la promesa de eximir a los colonos alemanes y sus descendientes del servicio militar obligatorio, la redistribución de las tierras cada diez años (cada vez le tocaba menos a cada uno) y una nueva política de rusificación que los obligaba a hablar ruso.
Tras la tarea de delegados exploradores que salieron a recorrer el mundo, se encontraron con que en Argentina el trigo crecía muy bien y además, bajo la presidencia de Nicolás Avellaneda, se alentaba fuertemente la inmigración, en pleno proceso de formación del Estado. La primera colonia se estableció en Hinojo, cerca de Olavarría (Buenos Aires) el 5 de enero de 1878, mientras que otro grupo se instaló en el departamento entrerriano de Diamantes. Más tarde lo fueron haciendo en el resto de las provincias.