Parado frente a un inmenso cañadón, rodeado por sus empleados más fieles, el hombre que está a punto de dar la orden de empezar a convertir ese desierto en un vergel parece un general que arenga a su tropa antes de la batalla. Le han dicho que es imposible, han apostado a que no podrá, pero eso no lo intimida. Ahí va el ingeniero Gasparri al frente de ese puñado de pioneros, protegido del sol por el sombrero de ala ancha. En la mano derecha lleva el portafolios negro lleno de papeles con los que improvisa reuniones en medio del campo y el mapa donde trazó el destino de esas 20.000 hectáreas de monte virgen a orillas del río Neuquén. Pronto avanzarán las máquinas, huirán las víboras y las liebres y caerán los alpatacos y las jarillas, mientras seis baquianos a caballo, los únicos habitantes del lugar, controlan que no ingresen intrusos en ese territorio sin alambrar que nunca volverá a ser el mismo.
-Acá vamos a emparejar y plantar. Estas tierras van a ser de lo mejor -dice Gasparri, mientras sus acompañantes lo miran incrédulos: ese páramo y esos cañadones de cuatro metros de profundidad y un kilómetro de extensión no son una presa fácil en medio del polvo y el ripio, sin una gota de agua ni caminos.
De esa madera están hechos los visionarios: ven lo que otros no ven. Aquel sueño que se puso en marcha en diciembre de 1969 hoy es la marca más taquillera de la producción neuquina: San Patricio del Chañar, con nada menos que el 40% de la superficie frutícola provincial y bodegas de alta gama que producen más de 13 millones de litros al año, exportan y ofrecen su gastronomía gourmet. Pero el hombre que lo soñó, el que lo hizo posible, pasó sus últimos días en un negocio de todo por 2 pesos en Río Cuarto junto a su hijo Fernando, mientras se remataban sus chacras, vehículos y herramientas en el polideportivo municipal levantado en las tierras que él había donado, en un ambiente de fiesta que cerraba el círculo de una paradoja cruel.
Ésta es la historia de Roberto José Gasparri, el ingeniero que pudo con el desierto pero no con la Argentina.
GRINGOS
Juan Gasparri y cuatro de sus ocho hijos (José, Marieta, Víctor y Antonio) desembarcan en Buenos Aires en 1904. Provienen de Ascoli Piceno, 100 kilómetros al este de Roma. Como tantos otros, escapan del hambre y quieren hacer la América. Otros, más afortunados, eligen la del Norte. Se afincan en la provincia de Santa
Fe, en las afueras de Rosario. En 1905 los siguen su mujer, Juana Ricci, y los demás hijos: Emilio, Atilio, Quinto y Enrique, que cruzan el Atlántico en el "Alfonso XIII". Primero producen papas como peones y luego alquilan una quinta. Les va bien: a base de trabajo y ahorro logran instalar un almacén de ramos generales en Cuatro Esquinas. Allí Emilio se pone de novio con Rosa Pagano. Un día la pasa a buscar en el auto de Gasparri Hermanos y revoluciona el pueblo: es la primera vez que circula uno por sus calles. Se casan en 1921 y tienen cinco hijos: Roberto, Pedro, Catalina, Nelly y Elga. Pedro muere a los 4 años, víctima de una enfermedad pulmonar fulminante.
En 1927, con la empresa en crecimiento, los hermanos se dispersan en distintas ciudades. A Emilio le toca Buenos Aires. Van a vivir a la planta alta de una casa en Barracas, al sur de la ciudad. La terraza es amplia y los chicos la patinan de lado a lado. También les divierte saltar de cama en cama. aunque a sus padres no. Estudian en colegios de la zona.
En 1937 la firma le asigna una nueva misión a Emilio: hacerse cargo de la empresa en Río Negro. Se radican en Cipolletti, donde la vida parece ser más tranquila. Las chicas están felices porque ahora sí su padre las deja ir a bailar a El Prado Español o al club. De a poco Roberto deja su rol de hermano mayor protector que les espanta los pretendientes. Le dicen que está flaco y se dedica a la gimnasia como un poseído: desarrolla tanta musculatura que el médico le advierte que pare porque si sigue así va a oprimir el corazón.
Cursa las primeras materias para ser ingeniero agrónomo cuando le toca el servicio militar en Covunco, en el Regimiento de Infantería del Ejército enclavado en la bella precordillera neuquina. Sale a los tres meses como subteniente de reserva. Mientras el mundo se desangra en la Segunda Guerra, la Argentina vive tiempos agitados con los militares en el poder y un joven coronel que comienza a construir su leyenda en la Secretaría de Trabajo: Juan Domingo Perón. Lejos de la convulsionada Buenos Aires, Gasparri es
convocado otra vez a Covunco, donde permanece otros 19 meses.
Al terminar sus estudios, su padre lo premia con un viaje por Estados Unidos. Recorre, mira y aprende, como hará cada vez que visite otro país. Al regresar se incorpora a pleno a la empresa familiar. Por entonces los Gasparri, que han comprado una chacra de 60 hectáreas a la que han bautizado "La Juana" en homenaje a la madre, se asocian con los Toschi en la producción de manzanas. Montan una pequeña planta de empaque en Cipolletti, aunque luego la sociedad se disuelve.
Con el auge del mercado interno, los años '50 son tiempos de expansión para ellos. Adquieren más chacras: "San José" (25 hectáreas), "San Emilio" (120), "San Antonio" (40), "San Quinto" (80) y, por último, otra ubicada en Vista Alegre (60 hectáreas). Arman una nueva sociedad con los Rosauer y los Boschi, entre otros. Mientras tanto, Roberto Gasparri ya da muestras de su capacidad de liderazgo y su visión de futuro. Vive entre Buenos Aires y Río Negro y está al tanto de las últimas exigencias del Mercado de Abasto.
En el verano del '52 conoce a Ana María Orozco, una maestra de Allen que pasa unos días de vacaciones en la chacra de los Menichelli, casi enfrente de "La Juana". Una tarde Roberto lleva hasta allí al ingeniero Asunción, que va a hacer estudios de suelo. No sabe que lo presentaron como un buen candidato ni que Ana María se decepciona al verlo por culpa de esos enormes anteojos que le dan el aspecto de ser mucho mayor. "Es grande para mí", les dice a sus amigas. Pronto tendrá revancha en una fiesta a la que ambos están invitados. Nace un romance que culminará con el casamiento en 1954.
Tienen dos hijos: Claudio y Fernando, que pasan sus primeros años de vida en Buenos Aires, en un departamento de Congreso. El padre está poco en casa: trabaja de domingo a domingo, en Río Negro o en la capital. Arranca a las 7 de la mañana y termina a las 9 de la noche. Y cuando abre la puerta, Eddie, el Cocker blanco con manchas negras, le gruñe porque no lo reconoce. Busca momentos para compartir con sus hijos: juega al fútbol, al bowling o al ping-pong con Fernando, conversa con Claudio... Cena y se acuesta a las diez de la noche; tarda segundos en quedarse dormido.
Lo suyo es la producción, las ventas, las tendencias, el futuro. Se acercan los años '60 y los fundadores de la empresa empiezan a dar un paso al costado; es el turno de las nuevas generaciones. Roberto emerge como el indicado para tomar el timón.
ESTILOS
Es inquieto, innovador, generoso, terco y muy exigente: no ad
mite dos errores. A veces llega a las seis de la mañana al galpón en Cipolletti y revisa la planta de empaque palmo a palmo. Y cuando llegan los responsables de área los invita a caminar y les muestra las fallas que encontró.
Toma una decisión clave: no escatimar un solo billete si se trata de incorporar tecnología. No le importan los costos; quiere siempre lo mejor y envía a los gerentes a Europa y a Estados Unidos a detectar nuevas máquinas, nuevos sistemas, nuevas ideas. Contra la costumbre de la época, incorpora ingenieros agrónomos.
Desarrolla los bines de 450 kilos, que reemplazan a los viejos y pequeños cajones cosecheros. Es un cambio de fondo en el Alto
Valle: así el proceso es más rápido y económico. Trae tractoelevadores de Estados Unidos, les pide a firmas locales que los fabriquen y con ellos la cadena productiva es aún más rápida. Tecnifica las plantas de empaque y cambia los platillos de lona por otros de plástico, más higiénicos. Y hace otro aporte fundamental, con la construcción de la sala frigorífica más grande de Sudamérica. Sabe que el mejor negocio es guardar parte de las manzanas y las peras en frío para venderlas en contraestación en el mercado interno o en Brasil.
-Tenemos que estar cuando nadie está -explica. Y esa estrategia le da excelentes resultados.
Hincha de Boca, juega de centrodelantero en los picados de la empresa y muestra su olfato para el gol. No se pierde los asados de los viernes con los colaboradores ni los célebres de fin de año con todo el personal, con regalos y sorteos. Otorga préstamos para construir viviendas para los empleados y le dice al médico de la empresa y personal, Raúl Olavegogeascoechea, que la empresa se hace cargo de los accidentes laborales y que no hay que reparar en gastos si algún operario o sus familiares deben ser trasladados a otras provincias para ser atendidos.
A fines de los años '60 va por más. Quiere sumar tierras, expandirse. Sobrevuela Río Colorado en una avioneta pero algo no lo convence. Recuerda aquel consejo de su padre y opta por El Chañar. El 31 de diciembre de 1969 alza su copa y brinda con una frase que lleva su sello:"Este año va a ser nuestro". Con la conquista del desierto neuquino se acerca la etapa más vertiginosa de su vida. Días de ilusiones y de hazañas, de aciertos y de errores, de brillo en los ojos con cada metro ganado. No intuye que luego vendrán tiempos de injusticias, deslealtades y traiciones.
(Continúa el próximo sábado)