Dino Catini tiene las manos curtidas. Las marcas de su biografía están allí. Nació en el predio en el que su padre, Ernesto, tuvo una carpintería y luego, uno de los secaderos de fruta más importantes del Alto Valle.
Este año Dino desecó fruta por última vez. Distintos motivos lo llevaron a cerrar el establecimiento "Las Delicias de Río Negro".
La suya es una historia de trabajo de una empresa de tipo familiar que sucumbió a la última crisis argentina. El fin puede encontrar razones pero también contiene una paradoja: la de estar atado a la dignidad de un hombre.
Dino Pascual Catini es hijo de inmigrantes que llegaron al Alto Valle en la década del '20. Su madre, Nazarena Gregori, vino en 1921 con parte de su familia desde Italia; los primeros en llegar habían sido su padre, Felipe Gregori, y su hermano mayor. Trabajaron en el establecimiento Palmieri como medieros.
Su papá, Ernesto Catini, llegó a la Argentina en enero de 1923 desde Sant'Elpidio a Mare, provincia de Ascoli Piceno. En el Valle tenía un hermano constructor: Mariano. Ernesto contaba hace unos años a este diario que había salido de Italia por motivos políticos, corrido por los fascistas, quienes le habían dado un mes para abandonar el país. Llegó a América. Estuvo un mes en Cipolletti trabajando en La Mayorina y luego fue contratado por Romagnoli (en Roca). "Mi papá era carpintero y tonelero, arreglaba bordelesas y hacía trabajos en la bodega. Los Palmieri y los Romagnoli eran vecinos, por eso mis padres se conocieron. En esa zona de Roca había muchos inmigrantes, eran como una gran familia".
Nazarena y Alfredo se casaron en la bodega de los Palmieri en 1928. Poco después se mudaron a Villa Regina. Compraron tierras en la tercera zona e hicieron cultivos anuales, pero no les gustó el ambiente porque en la colonia había unos cuantos fascistas y se mudaron a Roca.
"Mi padre compró el predio donde aún vivo -cuenta Dino-, una hectárea y un poquitito más. Aquí nació mi hermana María Esther, en el '30 nací yo (Dino Pascual) y después Elsa Juana, 'Toti'". María Esther se casó con Antonino Bonforte, Elsa con Deseado Ibáñez y Dino, con Teresita Pistagnesi.
"Los Pistagnesi -relata Dino- también eran inmigrantes. Mis suegros vinieron en el barco desde Italia con dos hijos, Alfredo y Mariano, y en el vientre de la madre venía una hija. Viajaban en el 'Princesa Mafalda', el barco que se hundió cerca de las costas de Brasil en 1927. Viajaban 1.600 pasajeros y sobrevivieron 400. La familia de mi mujer se salvó y por eso a esa hija que estaba por nacer la bautizaron 'Mafalda'. Fueron nueve hermanos en total; acá nacieron Luis, Victoria, Lina, Marieta, Ítalo y mi Teresita".
El proyecto de hacer fruta desecada nació en la familia Catini a fines de la década del '30. "Mi papá levantó su casa. Hizo los adobes y construyó una cocina, una pieza y el baño. Al principio su trabajo era ir a las bodegas a hacer tareas varias. Andaba por todo el Valle. Eso le permitió hacer un capital para poner su carpintería. Lo primero que hizo fue un galpón de adobe para trabajar bajo techo.
"Mi padre era un hombre muy habilidoso y visionario. Como buen italiano, tenía su quintita. Cuando compró esta tierra plantó perales, ciruelos, durazneros, manzanos... y un buen día se le dio por poner a secar fruta. Ya venía interesado; leía libros de agricultura, de conservas, de envasado de alimentos. Ese tipo de industria le encantaba. Experimentó y la cosa anduvo. Fue haciendo tinglados, las bandejas (paseras), lo básico para arrancar".
En 1939 nació el secadero. Ese mismo año Ernesto Catini puso los cimientos de la casa de la familia, esa casa que todavía está en pie al lado del viejo secadero. Pero ese año la guerra disparó los precios y el jefe de la familia frenó la construcción "porque el hierro había aumentado a 5 centavos el kilo. La obra la hicieron los hermanos Iuorno. Cuando la guerra terminó finalizaron la obra".
Ernesto Catini hizo sus primeras experiencias desecando peras. Eso fue lo más fuerte durante los primeros tiempos. "Esa pera se exportaba -explica Dino-. En el año '42 se hizo la primera venta de peras para exportación. Ese año produjimos 10.000 kilos. Se empacó y se vendió a los acopiadores que mandaban a Alemania. Entre los libros que leía mi padre y sus amigos de la Dirección de Frutas y Hortalizas fuimos aprendiendo lo necesario para montar nuestra empresa familiar".
En la década del '40 el proyecto se consolidó y creció. El segundo paso que dio la familia fue diversificar la producción. "Empezamos con nuestra frutita, comprábamos la pera del suelo que traían los chacareros. Después de un tiempo compramos fruta seleccionada.
"En el secadero trabajamos mi hermana mayor y yo, que siempre estuve al lado de mi padre. Mi mamá se dedicaba a atendernos a todos, cocinaba para nosotros y para los empleados de la carpintería, que comían en nuestra mesa. La carpintería la tuvimos hasta 1948. Trabajábamos con Ballada. Nosotros le preparábamos toda la madera para las máquinas de clasificar. Trabajábamos muchísimo en la carpintería mientras hacíamos el secadero. Se traía la madera en rollizos, cortada, en tren desde Bahía y Buenos Aires.
"Ese trabajo nos permitió desarrollar muchas cosas. Con Ballada siempre hacíamos alguna maquinita que inventaba mi papá. Durante la Segunda Guerra Mundial no entraban maquinarias y nosotros tuvimos que fabricar varias cosas; todavía tengo una sierra sinfín de madera que hicimos".
El tercer paso que dieron fue comprar una caldera para hacer vapor; con el vapor se calentaba el agua y se hacía funcionar el horno. "Paso seguido hicimos los azufraderos. El procedimiento de desecado es más o menos así -cuenta Dino-: se hace el corte de la fruta (por ejemplo, una pera se parte al medio), se procede al azufrado para ablandarla durante 24 horas y luego se lleva a las bandejas, donde queda dos o tres días al sol, para terminar de desecarla a la sombra. Con los años los pasos se fueron agilizando con máquinas, pero el método de deshidratación es el mismo. El proceso acelerado cambia un poco el sabor y nosotros tratamos de mantener la uniformidad del producto. En mi propaganda decíamos 'desecado en forma natural'", afirma.
Del año '39 al '48 fue una época floreciente. En 1948 Ernesto decidió vender la maquinaria de la carpintería y abocarse completamente al secadero. Vendió y regresó por primera vez a Italia a ver a sus padres. Hacía 27 años que no los veía. "Viajaron con mi mamá, en 1950 y en 1978. Cuando vino de su primer viaje a Italia encaramos firme el proyecto del secadero. Yo siempre trabajé con mi papá. No trabajé ni un minuto fuera de mi casa. Todo lo que sé lo aprendí de él y por estar en la actividad, una actividad que me gustaba verdaderamente. Si me dieran a elegir, hoy volvería a hacer lo mismo", afirma Dino, quien también fue maestro de otras generaciones en este oficio.
En 1945 Catini compró 18 hectáreas frente al polígono de tiro. Padre e hijo las emparejaron y plantaron. "Las preparamos para trabajar la fruta en el secadero. La chacra nos vinculó con la Primera Cooperativa, que para mí fue mi segunda casa. Mi padre fue uno de sus socios fundadores, estuvo muchos años en la comisión directiva. Luego entré yo como director, hasta 1986, cuando vendimos la chacra. Aun así seguimos ligados a la cooperativa porque mi hijo Dino Eduardo trabaja allí".
En ese tiempo, cuando los Catini ya cosechaban sus propias frutas, ocurrieron varias cosas que llevaron a la firma a producir al máximo de su capacidad.
"Mirá lo que es el destino. Estábamos a punto de concretar un proyecto para trabajar juntos con Genari y con don Marcelo Melchiori, de la Valley Evaporating Company. Queríamos unirnos para exportar. Estaba todo encaminado para empezar y mueren el hijo de Genari en un accidente y don Marcelo. En poco tiempo mueren ambos.
"Don Marcelo era un italiano extraordinario. Mirá cómo lo conocí: nos había agarrado la creciente acá, la más grande, una lluvia trajo la creciente por la calle Maipú justo cuando teníamos la fruta secando al sol... como un metro de agua. Corría a poner las rejillas arriba de los techos cuando vi a un señor que nos miraba desde la tranquera. Me acerqué. El señor me preguntó qué estábamos haciendo. Le conté. Era don Marcelo Melchiori. Me dijo: 'No se haga problema. Usted búsquese un camión y, si no tiene, yo le mando uno; cargue todas las bandejas y me las lleva a la Valley, yo soy el gerente'. ¡Fijate el ofrecimiento de ese hombre! Se lo voy a agradecer toda la vida, fue un milagro. Me secó la fruta y cuando fui a pagarle me dijo que no le debía nada".
A partir de entonces Catini y Melchiori iniciaron una relación comercial y de amistad que duró unos 10 años. "Tengo recuerdos muy lindos. Una vez hicimos a Valley, en 36 días, 34.000 kilos de fruta desecada. Con eso compramos la azufradora. Durante los años que le trabajamos a Valley alcanzamos nuestra máxima producción. Ellos nos proveían de fruta e insumos. Nosotros desecábamos, clasificábamos, lavábamos y empacábamos en cajas de 10 kilos. Ellos mandaban todos los días sus técnicos a controlar".
Por ese tiempo Catini sumó al predio un pequeño galpón de empaque. Lo trabajaba con su cuñado Bonforte. Vendían en el mercado interno. Entonces la empresa tenía 75 empleados y manejaba 7.000 paseras para desecar.
"En un momento -relata Dino- acopiábamos fruta que los chacareros secaban y nosotros embalábamos y vendíamos. En los mejores tiempos llegamos a vender cerca de 70.000 kilos de fruta desecada".
La firma abastecía a todo el sur argentino con sus productos. "Venía gente a comprarnos a Stefenelli porque habíamos tomado cierto renombre con 'Las Delicias de Río Negro', como mi padre bautizó a nuestra empresa".
La firma atravesó todas y cada una de las crisis de la Argentina, sobre todo aquellas que afectaron a la pequeña y mediana industria. "Durante casi setenta años desecamos fruta, hasta el año pasado. Este año ya no. La década del '90 me liquidó. El apogeo fue hasta el '87, después empezó a declinar. Como la cosa estaba floja, aposté a modernizar el secadero y pedí un crédito. Me fundí. Firmé y eso me llevó a la ruina. ¿Sabés cuánto tiempo me sentí culpable por eso? Le preguntaba a Dios por qué no me había dado una parálisis en la mano para que yo no firmara. He llorado muchísimo. Me preguntaron si quería entrar en convocatoria de acreedores y yo dije que no. Mi padre me enseñó que hay que honrar las deudas; él hubiese hecho lo mismo y es lo que estoy haciendo. Con mi papá siempre nos manejamos con créditos. Fijate que él tenía la cuenta número 11 del Banco Nación de Roca: fuimos la típica empresita que pudo crecer por los créditos.
"Pero la década del '90 fue tremenda. Alcancé a pagarle al personal y no pude pagarles a los bancos. Todavía estoy pagando y le pido a Jesús que me dé vida para terminar con mis deudas para irme en paz. Gracias a Dios y con la ayuda de los hijos y de un amigo que está colaborando estamos saliendo. Fue terrible, además fue el tiempo en que mi mujer se enfermó... de modo que tuve que procesar esas pérdidas terribles para mí.
"Ahora tengo 78 años. Después de que me faltó mi mujer, me faltó todo. Mi esposa falleció hace 6 años, 6 meses y 14 días. En el 2002. Me casé en 1958; en setiembre habríamos cumplido 50 años de casados. Mi señora se ocupaba de los cuatro hijos: María Beatriz, Dino Eduardo, Alejandra y Pablo, pero nunca me descuidó: venía por las tardes con su delantal a verme. Siempre estuvo, fue mi gran compañera. Cuando los chicos crecieron, abrió su negocio (El Rocío)... ¡lo hizo con tanto amor! Ella fue un regalo de la vida. Tuve la fortuna de conocerla. Fuimos felices y, sobre todo, amábamos lo que hacíamos. Por eso, pese a todo, tengo que ser un hombre agradecido".
SUSANA YAPPERT
sy@fruticulturasur.com