Todo en ellos parece confundirse con los tiempos del mito de los orígenes de esta tierra. Llegados como pioneros, traían sin embargo desde su propio mundo una carga diferente del resto de los que llegaron. Hasta las historias de los comienzos, en las que se mezclan anécdotas de jinetes, arreos interminables y cortas amistades con bandidos, están entrelazadas con nombres cercanos a la leyenda como Texas o Crockett.
No vivían en Bariloche sino del otro lado del río, sobre las praderas del norte del lago, y siempre mantuvieron con Bariloche, mi pueblo, una cierta distancia. Si, como dijo una vez el director de cine John Ford, un norteamericano como Jarred Jones, "son las imágenes y no las palabras las que deberían contar la historia", podemos decir que en ellos la sentencia se aplica.
Hace algunos días visité con mi hija Ailin, bisnieta de Jarred Jones, los cementerios en los que descansan las primeras generaciones enterradas aquí. Sobre el lago, el río y la pradera, con sus lápidas en inglés y rodeados del paisaje americano, contaban su propia historia. Desde las montañas nevadas hasta esta fértil estepa en donde pastaba el ganado había una distancia apreciable, que no se mide en kilómetros sino en el entramado de las tradiciones heredadas.
Cuando recorrimos el estado de Texas buscando los fragmentos que de la vida ida van quedando repartidos, descubrimos que también allí, en esa geografía ahora distante, su derrotero familiar se funde con la historia mítica del tiempo de los pioneros. Desde el este los hijos iban naciendo a medida que se avanzaba sobre las tierras indias y las fechas de sus nacimientos evocan las largas hileras de carretas que luego formarían parte de la historia épica de ese país. Aquí, unas décadas después, Jarred Jones, su mujer Bárbara Draschler y sus hijos, con su estancia, la balsa y su rico anecdotario, también formaron parte de los inicios de la historia de la colonización.
Para nosotros, los que nos criamos en el pueblo, sus campos, esa parte del extenso mundo rural que nos rodea, fueron siempre fragmentos de otro universo que no dejaban nunca de señalar los rasgos esenciales de su exótica procedencia. Cowboys al fin, y como todos, no pudieron sustraerse de los dictados del mito. Hasta los paisajes por los cuales transcurrió su historia no eran más que un reflejo del mismo. Los arreos en la primavera hacia las veranadas no dejaban nunca de ser recuerdos remotos de la otra vida. Jinetes todos y rodeados en su vida cotidiana de la parafernalia de los vaqueros entreverada con la de los gauchos, siempre me parecieron personajes salidos de películas del oeste.
En la mirada de mis hijos, herederos de la tradición pero habitantes ya de otro mundo, no puedo dejar de ver la persistencia del mito. Ellos no podrán sustraerse del hechizo de ese mundo que a estas tierras trajeron sus abuelos. Lo voy descubriendo de a poco, en algún gesto, en algunas palabras. Cuando visitamos los cementerios de su familia materna, distinguí en los ojos de mi hija esa íntima conexión, como si delataran que en algún lugar de su alma guarda un último secreto legendario al que yo nunca tendré acceso.
HANS SCHULZ