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  Sábado 21 de Junio de 2008  
 
 
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  HISTORIA DE VIDA
  Un ucraniano con identidad conesina

Nicolás Lesiuk nació en una aldea de Ucrania que por un tiempo estuvo bajo poder polaco. El viaje hacia la Argentina tenía a Misiones por destino, pero el calor jugó en contra. Luego de varias idas y vueltas se radicó en General Conesa, donde forjó su vida.

 
 
 
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La historia de vida de Nicolás Lesiuk tiene puntos en común con otras tantas de extranjeros que llegaron a nuestro país para "hacerse la América". Sin embargo, cada una de estas biografías de inmigrantes tiene su particularidad, como la de don Nicolás, un ucraniano que nació en territorio polaco.

Nicolás Lesiuk nació en 1930 en Weryky, una pequeña aldea ucraniana con unas quinientas casas. Por esas insensibles consecuencias de la impiadosa guerra mundial, esa región estuvo durante un tiempo bajo el poder de Polonia. Tiempo después, y con la activa participación de los rusos, literalmente de la noche a la mañana la aldea polaca volvió a ser ucraniana.

Weryky es uno de los tantos poblados que salpican una amplia región. Tanto es así que en un trayecto muy corto pueden convivir veinte caseríos de este tipo, cada uno con características propias.

Por aquel entonces los Lesiuk contaban con tres hectáreas, escasa tierra para sostener una familia que aumentaba continuamente. Cultivaban papas y batatas y tenían unos pocos animales, porque eran carísimos. Cada vaca o cerdo ocupaba su propio pesebre y en invierno era guarecido en galpones porque a la intemperie el mercurio marcaba -30 ó -40ºC.

Asimismo, la mayoría de las casas tenía grandes sótanos donde se almacenaban conservas, embutidos y dulces que se preparaban en primavera. "El que tenía cinco hectáreas era un potentado y mis parientes no podían creer cuando les contaba (en mi último viaje) que en la Argentina cada productor podía cultivar 500 hectáreas y tener dos mil o tres mil animales", asegura Nicolás.

La Primera Guerra Mundial estaba muy fresca aún en sus memorias y todo hacía prever que otro conflicto bélico de magnitud se avecinaba. Su padre, Juan, siempre les aconsejaba que ante un ataque debían refugiarse en los bosques que estaban a pocos kilómetros de sus hogares. Cuando volvían encontraban las casas de madera reducidas a cenizas y esto obligaba a comenzar de cero. No quería sufrir eso de nuevo.

El entusiasmo ganó a varias familias que se enteraron de que en una provincia argentina (Misiones) regalaban hasta 100 hectáreas por familia para trabajar. Eligieron el país por la publicidad que se hacía y por lo que se escuchaba hablar. Entonces partieron en 1937 junto a un grupo de familias amigas.

Y fue así que llegaron a Buenos Aires. Su padre Juan, su madre Paraskiewia y los tres hermanos -entre quienes estaba él, de siete años- miraban asombrados un nuevo mundo ante sus ojos. Como resultaba habitual, la familia se alojó en el Hotel de los Inmigrantes junto a otros coterráneos. El próximo paso era encontrar el lugar para desplegar las esperanzas contenidas en las desgastadas maletas de cuero.

 

ARGENTINA, PAÍS POROSO

 

La influencia de la inmigración se dejó ver a través de las colectividades, algunas de ellas muy numerosas y prósperas y otras, más reducidas en cantidad pero con similar importancia en un verdadero mosaico de países en uno solo.

Según pensó Ortega y Gasset, la Argentina era un "país poroso", comparable con aquella Grecia clásica que había sido receptiva con todo lo que llegaba desde el exterior pero que se veía transfigurada en una nueva entidad. Así la inmigración provocó el pluralismo, el cosmopolitismo cultural y el mestizaje de nacionalidades, etnias, lenguas y religiones. Fue entonces que el argentino aprendió a convivir con lo distinto.

Luego de varios días que se tomaron para recomponerse, los jefes de familia decidieron finalmente viajar a Misiones tras el incomparable anhelo de las cien hectáreas por familia que, según habían escuchado, el gobierno entregaba para trabajar.

Sin embargo, cuando llegaron a la provincia de Santa Fe se anoticiaron de que su eventual destino era de clima cálido, con altas temperaturas y elevada humedad. "Allá no hay invierno. ¿Ustedes de dónde vienen?", les preguntaron unos lugareños. Tímidamente y cortos de palabras, replicaron que de una región fría, con cuarenta grados bajo cero en invierno. "Entonces no vayan", les aconsejaron los interlocutores. El grupo obedeció al instante y regresó a Buenos Aires.

Es verdad que en su aldea se registraban crudísimos inviernos, aunque también hay que decir que los veranos resultaban de un sol generoso. El clima permitía el cultivo de diferentes frutas como uvas, peras y manzanas. "Pero el invierno es invierno. La vaca, el caballo, todo animal debía estar bajo techo durante seis meses", afirma Nicolás.

Su relato cronológico se altera cuando se refiere a la visita que hizo pocos años atrás, ocasión en que les contó a sus parientes la forma de producción primaria en Argentina. "No podían creer que acá hubiera ganaderos con dos mil o tres mil vacas. Creían que estaba bromeando. Preguntaban qué hacían con toda la leche y la manteca que se producía. Y no se imaginan la cara que ponían cuando les decía que en la Argentina el que tiene dos mil vacas compra la manteca en el supermercado. Ocurre que allá tienen una sola vaca, hacen su propia manteca y venden el excedente".

EL INGENIO AZUCARERO SAN LORENZO

Con siete años, Nicolás solamente sabía decir "sí", "no" y "buen día" en castellano. Sin embargo, recuerda claramente aquella mañana en que llegó un señor de rasgos particulares en busca de familias para sembrar remolacha. Se llamaba César y lo tiene grabado porque fue el inicio del asentamiento familiar en tierra argentina.

El hombre administraba la Colonia La Luisa, a pocos kilómetros de Conesa, donde se levantaba el ingenio azucarero San Lorenzo. Les ofrecía una casa y un sueldo, además de un porcentaje de la remolacha. "Mi padre estaba muy contento y hasta decía '¿Qué me importa el porcentaje, si tengo una casa para mis hijos y un sueldo para alimentarnos?'", recuerda.

Nicolás acompañaba a su padre en las tareas cotidianas. Manejaba el caballo durante la siembra en noviembre o colaboraba cuando araban, en invierno. "En nuestro sector había otros treinta chacareros y entre todos generábamos mucha producción. Parece increíble animarse a semejante industria en medio del desierto. Lástima que todo terminó tan mal", evoca.

La fábrica cerró en 1940 por razones que hasta hoy siguen siendo sospechosas, por los intereses que había en juego en aquella época. "Igual nos quedamos hasta el año '45 sembrando porotos, garbanzos, lentejas y zapallo. Pero interiormente yo sabía que tenía que buscar otro destino", recuerda Nicolás.

Fue de esa manera que, con apenas 15 años, partió hacia Buenos Aires. Lo primero que hizo fue vender diarios; voceaba en la esquina de San Juan y Rioja. Por las tardes trabajaba en un taller de chapa y pintura. "Vendía diarios desde las tres hasta las ocho de la mañana y de ahí me iba al taller. Así estuve tres años hasta que me enfermé de la pleura. Estuve cuatro meses internado y después volví a Río Negro", cuenta.

A su regreso se encontró con un amigo que estaba trabajando en una empresa que hacía el asfalto cerca de San Antonio Oeste. La compañía se llamaba "Fantón" e ingresó como conductor de camiones. "Me pagaban 8,50 pesos por mes, que para la época era muy bueno. Terminé siendo el encargado de un equipo de enripiado, con tractor y máquinas a cargo. Era muy curioso y aprendía rápido. Manejaba la topadora y después seguí aprendiendo con otras máquinas. Podría haber quedado como capataz si no me hubiera ido a acarrear pulpos desde La Lobería. Me lo plantearon como un buen negocio, pero la realidad me demostró que no era tan así", recuerda.

Al mismo tiempo, su padre había comprado con mucho sacrificio una chacrita y Nicolás lo ayudaba económicamente con parte de su sueldo.

Mientras estuvo en San Antonio Oeste, él y sus compañeros de trabajo solían ir a los bailes del pueblo durante los fines de semana. En uno de esos tantos conoció a su mujer Lila, con quien se casó poco tiempo después.

EL REY DE LA ZANAHORIA

Nicolás dejó atrás la triste experiencia con los pulpos y volvió a su casa. Su padre ya tenía una chacrita. Entonces se dedicó a comprar y vender

frutas y verduras. Al mismo tiempo logró adquirir cien hectáreas de tierra virgen. Transportaba y vendía fruta y verdura con un camión. "Primero comencé con un Chevrolet 28, después pasé a un canadiense y terminé con un Ford 600 cero kilómetro", rememora.

Desmontar toda la chacra le estaba resultando más complicado que lo previsto. Vendió una parte de la superficie al vecino, le dio otro sector a su hermano y se quedó con 25 hectáreas para explotar.

En aquellos momentos prácticamente no se consumía zanahoria y los resultados de una eventual producción podían ser inciertos. Sin embargo, Nicolás se animó a sembrar cuatro hectáreas. "Realmente acerté, porque ese año el precio de la zanahoria se fue a las nubes y había una gran demanda. Con esa cosecha pagué el tractor y el camión y me quedó plata. Por un buen tiempo me apodaron 'el rey de la zanahoria' por aquel acierto", dice mientras sonríe.

La familia de Nicolás y Lila crecía con la llegada de sus hijos. Cuando ya eran tres los que debían asistir a la escuela, debió comprar una "famita" para trasladarlos porque la escuela estaba a ocho kilómetros de su casa. "Salía con mis tres hijos de la chacra y llegaba a la escuela con treinta y cinco chicos. En el camino subían todos los hijos de los vecinos. Era un verdadero transporte escolar", recuerda.

Con el correr de los años, los niños eran cada vez más y resultaba difícil llevarlos a todos. En un rápido censo por los alrededores Nicolás sumó más de noventa chicos en edad escolar, algunos de los cuales no asistían a ningún centro educativo. "Les dije a los vecinos: 'Vamos a hacer una escuela', y enseguida nos pusimos en campaña para concretarlo. Empecé a tramitar los primeros papeles con un inspector de Educación y afortunadamente tuvimos éxito", afirma. Sus gestiones terminaron con la construcción de la primaria Nº 24, hoy 224, "Alférez Sobral", ubicada sobre la mano derecha de la ruta que lleva a Viedma.

El mismo Nicolás con su camión canadiense y el acopladito se encargó de realizar una incontable cantidad de viajes con materiales y herramientas para cumplir con el sueño de la escuela. Tal fue su compromiso que, además de socio fundador, fue presidente de la cooperadora durante 25 años consecutivos, aun luego de que sus hijos egresaran del establecimiento.

VISITAR SU TIERRA

En un par de oportunidades Nicolás pudo retornar a su tierra natal para encontrarse con sus familiares, a muchos de los cuales no conocía. Sin embargo, cuando le preguntaron si volvería a vivir en Ucrania, sin dudar contestó que no. El sistema de gobierno y el estilo de vida había virado considerablemente, pero no cambiaba por nada lo que había construido en el valle de Conesa. "Mi padre nunca quiso volver. No le gustaba para nada el sistema comunista que imperaba en aquellos años y por eso nunca regresó", asegura.

A punto de cumplir 78 años, Nicolás está jubilado y en compañía de su esposa Lila pasa los días en su casa de la calle San Juan. Tiene cinco hijos: Nicolás Antonio -que vive en San Antonio Oeste-, Juan Alberto, María Elena, Lila Raquel y Norma Vilma -estos últimos residen en Conesa-.

En el comedor, ornamentado con muchas fotos familiares, don Nicolás recibe asiduamente a alguno de sus 16 nietos o cuatro bisnietos, a quienes entretiene con alguna de las innumerables anécdotas que fue recogiendo a lo largo de una vida jalonada de sucesos propios de una aventura.

ALBERTO TANOS

DARÍO GOENAGA

   
   
 
 
 
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