Isabel Carlota Weinfurtner vive en el centro de la colonia Juliá y Echarren. En una fría mañana de martes, con fotos antiguas en sus manos y lágrimas contenidas en sus profundos ojos celestes desgrana las vivencias de antaño, que reflejan las contingencias de los inmigrantes que llegaron a estas tierras.
"Sé lo que es vivir en carpa, a la intemperie y con poco para comer. No lo digo con tristeza; hoy me siento orgullosa de haber conocido esa vida. Hoy, con tanto estudio y computación, los viejos estamos perdidos", afirma con marcada resignación Isabel, una mujer que supo enfrentar momentos difíciles.
De la misma manera lo hicieron sus padres y abuelos de origen austríaco que llegaron a estas tierras escapando de una guerra inminente, en busca de paz. Pero la historia de Isabel devuelve a su vez la de su esposo Jorge Hartel, tan interesante como la suya.
Sus abuelos Jacobo Bauer y Hedwin Charlotte Gorgias abandonaron la ciudad austríaca de Altmannsdorf y subieron a un enorme barco que tenía como destino final el puerto de Buenos Aires.
Agricultor y con un título que lo acreditaba como conocedor de la actividad agronómica, Jacobo había combatido durante la Primera Guerra Mundial. En tanto, Hedwin era experta en caballos y dedicaba parte del día a la compra y venta de estos animales. Charlotte, la hija del matrimonio, trabajaba en una farmacia.
Las noticias que llegaban de América eran alentadoras e invitaban a dejar sus propiedades, máxime teniendo en cuenta el clima que se respiraba en Europa por ese entonces. Así llegaron en 1927 a Buenos Aires, donde se encontraron con un panorama que no era como se lo habían pintado.
"Pero la guerra que nos espera otra vez será peor", aseguran que dijo Jacobo una vez que sopesó la realidad que tenía enfrente. Con la terrible experiencia de la Primera Guerra Mundial en sus espaldas, aquel guerrero percibía lo que podía ocurrir en los años siguientes. Y no se equivocaba en absoluto.
Apenas desembarcaron, y tras sobreponerse al impacto inicial, la familia se trasladó a colonia Sarmiento (Chubut), más precisamente a la estancia "La Hispanita". En aquel lugar, la colectividad judía les prestó ayuda para comenzar de nuevo. La primera tarea que tuvieron fue la de desmontar y emparejar campos de alpataco con tres caballos y un rastrón de cola.
UN VIAJE INTERMINABLE
Casi al mismo tiempo que la familia Bauer, arribó a la estancia un joven llamado Jorge Weinfurtner, proveniente de Riekofen Babiera (Alemania). Con el idioma como factor común, Jorge y Carlota se conocieron y rápidamente se casaron, el 23 de abril de 1928. Por entonces la plantilla de trabajadores de "La Hispanita" estaba compuesta en su totalidad por inmigrantes.
Una mañana se presentó en la estancia Gustavo Scholts, un hombre de ascendencia alemana que vivía en Río Colorado. Viajaba a bordo de un pequeño camión. Con él entablaron rápida relación porque hablaban el mismo idioma y, tras una prolongada charla, los convenció de partir hacia a Río Colorado.
Cargaron sus pocas pertenencias en la caja del camión y emprendieron un viaje que iba a ser eterno. Debieron sortear puentes averiados, roturas del motor, agotadores días de viaje por caminos difíciles de transitar... exhaustos, después de más un mes de andar llegaron al valle del Colorado.
Scholts los presentó a Manuel Chillón, quien los llevó a la incipiente colonia que surgía unos diez kilómetros al este de la estación ferroviaria, impulsada por Lorenzo Juliá. Les otorgaron 40 hectáreas de monte bruto de chañares para que empezaran a trabajar y con escasas herramientas emprendieron la tarea. Con unas pocas chapas improvisaron un espacio para dormir y descansar luego de las duras jornadas de trabajo.
Habían dejado una hermosa casa, sus profesiones y su trabajo para no sufrir otra guerra. "Después volvemos", reflexionaban juntos para darse ánimo y poder seguir.
Con pico y pala desmontaron una hectárea y consiguieron un caballo, una vaca, algunos cerdos y gallinas. El almacén les daba una bolsa de harina por mes que debían hacer durar. Levantaron un horno de barro que se sumó a la precaria estructura de chapa que hacía las veces de vivienda.
Sembraron alfalfa y papas y poco a poco fueron ampliando la superficie de explotación. Por las noches salían con dos o tres vecinos a cazar liebres. Sólo mataban lo que necesitaban para tener carne fresca al otro día.
CON AYUDA DEL HERMANO
A la familia se sumó Luis, hermano de Jacobo, y estando juntos las duras jornadas de trabajo rural se hicieron ligeramente más llevaderas. Consiguieron levantar una pieza grande de ladrillos de adobe cortados por ellos mismos.
A esa altura de la historia, ya habían desmontado aproximadamente 20 hectáreas, en las cuales producían alfalfa y papas. El propio Euranio Rusconi iba a trillar los cuadros de alfalfa para recoger las semillas.
"Paralelamente empezamos a plantar manzanas, duraznos y cerezas corazón, que ahora ya no existen porque no sirven para el mercado. Hace tres años se me ocurrió visitar el lugar... todavía está de pie la casita con los tamariscos. Me puse a llorar porque los recuerdos me llegaban en cantidades", evoca Isabel. A pesar del esfuerzo puesto por toda la familia en armar su lugar en el mundo, serias desavenencias con Enrique Juliá motivaron el alejamiento de los Weinfurtner de aquella chacra que ya estaba tomando forma.
"Debimos trasladarnos a otra chacra que compraron los abuelos y que está ubicada frente a la actual Escuela Nº 90, en Juventud Unida. Yo recién fui a la escuela a los ocho años, porque me atacó la fiebre de tifus", explica.
Cuando tenía 15 años sufrió un golpe durísimo. Imprevistamente falleció su papá, que recién había cumplido 42 años. Junto a sus abuelos, la familia se fue a vivir al pueblo. Poco tiempo después consiguió trabajo como empleada en la tienda Gutiérrez.
Mientras cuenta este pasaje de la historia, no puede evitar soltar una espontánea sonrisa al recordar una anécdota. Sucede que, además del sueldo, las vendedoras recibían un porcentaje por las ventas que realizaban. Cuando llegaba gente de campo -que "sacaba" mercadería a cuenta- sus compañeras de trabajo le pedían a Isabel que atendiera, quien entusiasmada se esmeraba en ser cordial y vender mucho. Sin embargo, cuando llegaba el final del mes observaba que sus comisiones eran casi inexistentes. Al pedir entonces una explicación, el patrón le indicó que ese porcentaje se calculaba por las ventas de contado y las suyas eran en su gran mayoría para cuentas corrientes. Sus com
pañeras, más experimentadas, se habían aprovechado de su juventud e inocencia para obtener ventaja, aunque hoy es apenas una risueña anécdota que le arranca una sonrisa mientras la recuerda.
Una tarde ingresó un cliente al que no conocía; se trataba de un joven que le llamó la atención y que solicitó una prenda que no había en existencia. Así conoció a Jorge Hartel, su futuro marido.
HISTORIAS SIMILARES
Wenceslao Hartel y Mariana Lang partieron de Alemania en 1921 y después de tres meses de viaje pisaron territorio argentino. Se dirigieron directamente a Stroeder, donde había muchos judíos que hablaban muy bien el alemán.
"En dos años volvemos", repetían. También huían de una guerra que todos veían venir y que querían evitar. Íntimamente pensaban retornar cuando el peligro pasara, algo que después nunca pudieron cumplir.
Para que hiciera las veces de vivienda tuvieron que limpiar un gallinero, un ranchito de chorizo que debieron adaptar. Los patrones eran varios jóvenes, todos judíos, dueños de un horno de ladrillos.
Hartel cortaba ladrillos a cambio de la comida y Mariana se desempeñaba como única cocinera para 25 personas. La única ayuda que recibía era cuando debía cortar la carne y había que aserrar los huesos, para lo cual solicitaba la fuerza de un hombre.
Con la carne de cerdo era toda una cuestión. La madre de los muchachos judíos no quería que se consumiera por cuestiones religiosas y había que esconderla cuando ella llegaba. Después todo volvía a la normalidad porque los hombres, si bien respetaban los principios religiosos, coincidían en que resultaba necesario comer bien para poder realizar los trabajos rudos.
Pero Wenceslao ya había hecho la Primera Guerra y no quería otra. Por ese motivo nunca se escuchaban quejas. Estuvieron unos años en Stroeder; después pasaron por Chasicó y más tarde por Médanos, siempre trabajando para los mismos patrones que tenían campos en la zona. Principalmente se trabajaba en la siembra de trigo, con caballos en doble fila. Se levantaban a las 4 de la mañana y la jornada se extendía hasta la puesta del sol.
"Wence", como le decían en la familia, llegaba al final del día cansado de trabajar, pero igual ayudaba a su esposa a limpiar la casa: primero a juntar los huesos tirados debajo de la mesa y después, a barrer y lavar los platos para que todo estuviera listo para el otro día.
Por entonces Mariana comenzó a sufrir anemia, estado que se fue agravando hasta que uno de los patrones le dio un jarabe casero que paulatinamente la fue fortificando.
EXPLORANDO EN SULKY
Se empezó a hablar mucho de la zona llamada "El Viñedo", que era muy bueno, que se ganaba plata y que se vivía bien. Tanto se escuchaba por todos lados, que "Wence" y su hijo Jorge se subieron a un sulky y partieron hacia allá para explorar. Se presentaron ante su dueño, Nazar Anchorena, y tras ponerse de acuerdo en algunas cosas regresaron, terminaron la cosecha de trigo y se marcharon hacia su nuevo destino: "El Viñedo".
Silenciosamente fueron ahorrando peso sobre peso, con el anhelo de tener algún día su propia tierra. Una mañana, bien temprano, padre e hijo subieron nuevamente al sulky y fueron hasta la colonia Juliá y Echarren a ver si había alguna chacra para comprar. Afortunadamente la consiguieron. Había que trabajar duro, pero ya no tendrían patrón.
Plantaron papa, zapallo, maíz y alfalfa, a lo que sumaron manzanas, duraznos, ciruelas y membrillos. La chacra iba tomando forma. Jorge habitualmente utilizaba un sulky que él mismo había construido para hacer los viajes al pueblo. En uno de esos viajes Jorge entró en la tienda Gutiérrez a comprar una prenda que no había en existencia... y allí conoció a Isabel Carlota Weinfurtner, su futura esposa.
FORMANDO UNA FAMILIA
En 1948 Jorge e Isabel se casaron y se establecieron en la chacra de los Hartel. El matrimonio se levantaba muy temprano; a las 5 de la mañana ya había una intensa actividad en la casa. Jorge y su padre Wenceslao se turnaban para arar y usar la guadaña alternativamente y así darles descanso a sus brazos. En tanto, las mujeres se encargaban de la limpieza de las acequias. También tenían un peón que prácticamente vivía con ellos.
Un detalle que vale la pena mencionar es la forma en que se las ingeniaban para dar respuesta a las necesidades. Un claro ejemplo era la manera en que confeccionaban las sábanas. En aquellos tiempos las bolsas de harina eran de paño; hacían falta cuatro de ellas para confeccionar una sábana de dos plazas y, para borrar el sello que traían impreso, las ponían con jabón durante varias horas al sol.
En 1950 pasaron a la casita nueva, más amplia y confortable. Los domingos a la noche los vecinos se reunían en alguna casa para tocar el acordeón y la flauta, al tiempo que se cantaba y bailaba. Esos encuentros se concretaban inexorablemente cada domingo y se extendían hasta altas horas de la noche.
A la familia de Jorge e Isabel fueron llegando hijos: Elsa, Mary, Susana (todas viven en Río Colorado) y Ricardo (ya fallecido), que les dieron trece nietos y cuatro bisnietos. Años atrás, en un lamentable accidente falleció Jorge, dejando un gran vacío en el ámbito familiar y en la comunidad.
Hoy, a los 77 años, Isabel -ya jubilada- goza de su bien ganado descanso, aunque sigue realizando las distintas tareas hogareñas con la asidua visita de sus hijas y nietos.
ALBERTO TANOS
DARÍO GOENZAGA