Detrás de cada inmigrante existe una historia de vida interesante, con conflictos, angustias, sinsabores y jubilosas jornadas que bien podrían contribuir al argumento de una novela. Héroes anónimos concretando hazañas cotidianas para dar forma al mosaico de la sociedad actual.Muchos de ellos llegaron con su carga de esperanzas, ascendieron económica y socialmente. Consiguieron trabajo y accedieron a libertades constitucionales. Sin embargo, en el otro plato de la balanza habría que poner todo lo que dejaron atrás para iniciar esta seria aventura. Sus afectos, sus dudas ante lo desconocido y las primeras desilusiones ante una realidad que no era como se la habían pintado.
Los Manciavillano superaron estos estadios desde que el patriarca Ángel abandonó Sicilia, buscando alejarse de un pesado clima de guerra y miseria. Este cambio de continente tuvo sus particularidades, porque tras una serie de viajes, idas y vueltas a través del Atlántico, la familia Manciavillano finalmente se asentó en el valle del Colorado para asumir un papel protagónico en materia de construcción de viviendas e infraestructura.
Posteriormente las actividades se ramificaron y así han incursionado en el comercio, la carpintería y la agricultura. Pero mucha agua pasó bajo el puente antes de que la estabilidad fuera una palabra corriente en esta tradicional familia riocoloradense.
Todo comenzó con el desembarco de Ángel Manciavillano a principios de siglo en la provincia de Mendoza. Venía desde la ciudad de Gela, provincia de Caltanisetta, en la isla de Sicilia, enclavada en medio del mar Mediterráneo.
Don Ángel se instaló en la ciudad mendocina de Las Heras, donde se dedicó a tareas rurales al igual que en su tierra natal, contó su nieto, que orgullosamente lleva el mismo nombre que su abuelo.
"En aquellos años mi bisabuelo, por parte de abuela, viajaba mucho en barco. Era un vagoneta de aquellos y por casualidad fue a trabajar a la chacra de mi abuelo. Entre charla y charla entre paisanos, le mostró una foto de la hija que se llamaba Clara. A mi abuelo le gustó y entonces en el próximo viaje en el que vino a hacer la cosecha, la trajo, se conocieron y se casaron enseguida, como muchas veces ocurría antiguamente", relata Ángel durante un alto en sus trabajos de carpintería.
Mientras vivieron en Mendoza tuvieron cinco hijos (cuatro varones y una mujer). Un buen día, el abuelo Ángel tuvo serios problemas por cuestiones del agua para riego con un vecino.
"Como era costumbre los 'gringos' siempre andaban con la escopeta al hombro. La pelea fue subiendo de tono. Se empezaron a pelear, el vecino sacó un cuchillo y entonces mi abuelo lo mató de un tiro. No fue a la cárcel porque se consideró defensa propia. En esos tiempos los pleitos se arreglaban de esa manera", agrega.
Pasado no mucho tiempo, la culpa no dejó tranquilo a don Ángel y se manifestó con fuertes dolores de cabeza. "Cayó enfermo y los médicos le aconsejaron que volviera a Italia, que allá podría tener alguna cura. Por entonces mi padre, Salvador, tendría dos o tres años apenas. Volvieron todos a Sicilia, donde tuvieron dos hijos más. Sin embargo al poco tiempo mi abuelo murió. Mi abuela era muy joven, con 25 años y una miseria grande que azotaba a una isla sacudida por continuos terremotos", relata.
La familia completa debía trabajar durante muchas horas al día en el campo. La gente vivía al borde de la esclavitud y todo era pena y miseria.
En ese contexto, la abuela Clara se encontró sola y sin saber qué hacer ante tan desalentador panorama. La depresión se apoderó de la joven viuda y, antes de que pudieran medicarla, falleció.
Con pocos días de diferencia, el drama se apoderó nuevamente de la familia Manciavillano dejando a siete chicos huérfanos.
"Afortunadamente contaron con la ayuda de los tíos que los criaron como pudieron. Escuela no conocieron y, ni bien podían trabajar, se iban a cuidar chivas o a cosechar aceitunas y algodón" agrega.
Cuando llegaron a la adolescencia, Italia entró en guerra.
Todos fueron convocados a engrosar los cuerpos de combate. Aunque era de nacionalidad argentina, Salvador también fue enlistado para pelear. Ensayaron una protesta que obviamente no fue considerada. "'Nacimos en la Argentina', decía mi padre. '¿Pero dónde están viviendo ahora?', le contestaban. Así fueron adentro los tres hermanos, Felipe, Ángel y Salvador, con destino al frente ruso donde estuvieron dos años".
La terrible experiencia de la guerra dejó rastros imborrables en los hermanos Manciavillano.
Ángel fue enviado a casa por ocho meses para recuperarse de la hipotermia que sufrió. Una vez curado lo transfirieron al frente de África, donde finalmente lo tomaron prisionero los ingleses. La guerra terminaba para él. Lo enviaron a Inglaterra donde vivió mejor que en su propia casa. El trato que los ingleses le dieron fue muy bueno.
Felipe cayó prisionero de los rusos y, según relatan, lo trataron bastante bien. Cuando Italia se rindió, el campo de prisioneros pasó a manos de los alemanes y, bajo la custodia de éstos, Felipe no la pasó tan bien.
En tanto Salvador quedó en territorio ruso, libre pero a la buena de Dios con un puñado de compañeros. Escondidos durante siete meses en el campo de una familia rusa, ayudaban con toda clase de tareas. Como pudieron lograron llegar a Italia. En esta parte de la historia entra en escena María Bonini, quien actualmente tiene 83 años, una jovialidad contagiosa y una memoria prodigiosa.
En contraposición con los Manciavillano, los Bonini nunca pasaron hambre a pesar de la guerra y mantenían una buena posición económica.
Un hermano de María se casó con una hermana de Salvador y fue así que se conocieron. Aunque en realidad ya se habían visto fugazmente durante una licencia de quince días que tuvo Salvador durante la guerra.
Una vez que regresó del territorio ruso, al finalizar la guerra, Salvador se presentó a pedir la mano de María tal como se estilaba por aquellos tiempos. Tras cuatro años de noviazgo, se casaron el 25 de octubre de 1947. "Un año después nació Ángel y enseguida mi marido decidió volver a la Argentina. Vino solo y yo me quedé esperando que me avisara cuándo tenía que viajar", explica María.
En la isla, la producción giraba en torno al cultivo de trigo, aceituna y algodón, como también la pesca. La casa de los Manciavillano estaba frente al mar, en un barrio de casas altas de dos o tres pisos y veredas angostas. La planta baja estaba sólo destinada al establo, donde tenían animales.
Existía un horno público que funcionaba dos veces por semana, momento en que cada familia llevaba su masa y horneaba el pan para dos o tres días. En verano se hacían el aceite, la harina y el vino que luego se guardaban en el sótano para que duraran todo el invierno.
Lo cierto es que los tres hermanos llegaron a la Argentina y se pusieron a trabajar como peones de albañil en Ezeiza, haciendo hangares para los aviones. Allí aprendieron el oficio y, entre las tantas anécdotas, contaban que cuando se anotaron en una empresa les preguntaron si eran oficiales (por oficiales albañiles) y ellos temerosos contestaron: "Somos soldados rasos, señor". Obviamente aún estaban traumatizados por las guerras vividas en Europa.
Para ellos, la Argentina era un verdadero paraíso. Se ganaba dinero y se asombraban al extremo cuando veían la gran cantidad de comida que se tiraba porque sobraba.
En Ezeiza trabajaron aproximadamente un año, hasta que se conectaron con un empresario italiano que tenía una firma constructora. Se trasladaron a la localidad de Pedro Luro (Buenos Aires) para construir viviendas. Después vinieron a Río Colorado para levantar los edificios de la Escuela Primaria 46 y la Cooperativa de Productores.
El lugar les gustó mucho y decidieron comprar un terreno para construir una casa grande. Querían albergar a las tres familias.
Cinco años tardaron en reunir el dinero suficiente para que el resto de la familia, que esperaba en Sicilia, pudiera viajar e instalarse en una casa ubicada en Colonia Juliá y Echarren.
"Viajamos nosotros con mamá en el buque Contegrand. Conocí a mi padre cuando tenía 5 años. Cada familia tenía una habitación y todos nos reuníamos en el comedor. Para el tano la familia es sagrada", sostiene Ángel.
Apenas llegó, María reconoció que quería volverse al instante. "'Si me pagás el viaje, me vuelvo a Italia', le decía a mi marido. Lo que era mi casa en Italia y lo que encontré acá era para morirse. Todo monte, no había luz, no teníamos agua, me costaba no conocer el idioma y debía hacer las compras señalando con el dedo", cuenta doña María. Con el correr de los días y los meses, se fue adaptando a la nueva realidad que le tocaba vivir. En medio de un clima de paz y tranquilidad terminó de convencerse y se quedó.
Con mucho sacrificio, los hombres de la familia siguieron trabajando en la construcción. Hicieron puentes y alcantarillas en la zona productiva de la ciudad. Luego se sumó la construcción de la panadería y, por si fuera poco, compraron una chacra, afianzando así sus raíces en tierra argentina.
"Nosotros hablábamos un dialecto siciliano en la isla y cuando fui a la escuela estaba medio perdido. Tuve una buena infancia y adolescencia, no la pasé mal pero siempre con la cultura del trabajo que nos inculcaban en casa", agrega Ángel.
Lo qué más recuerda Ángel son las tardecitas en que su padre se sentaba en la cocina después del trabajo y contaba historias de la guerra. "Se acordaba de todos los ríos que atravesaron en la campaña, cómo los atacaron, qué pasó cuando se le reventó el fusil y las esquirlas le lastimaron la cara y lo dejaron ciego durante tres días".
Don Salvador falleció hace seis años, pero sin dudas su espíritu de lucha quedó diseminado en el valle del Colorado. Y como ha ocurrido con los inmigrantes que engrandecieron a esta Nación, tiene su correlato en la descendencia que ama a estas tierras y se esfuerza en aportes para su crecimiento.