Alberto Saito nació en Bariloche. Su padre era Saito Yota, pionero de Bariloche y primer japonés que llegó a esa región.
Saito Yota era de la isla de Okinawa, "tierra de los samurai antiguos", cuenta su hijo. Entró en Argentina en 1909, previas escalas en Inglaterra y Brasil. Había salido de su país luego de la guerra ruso-japonesa, en la que participó como soldado. Quería ir a Estados Unidos pero terminó acá. Saito se estableció en Brasil pero no estuvo a gusto allí y decidió bajar a la Argentina. En Córdoba conoció a su esposa. Ella era Elisa Gauna, de ascendencia vasco-francesa, nacida en la provincia mediterránea y pariente del caudillo Gauna.
De esta provincia se mudaron a Tristán Suárez (Buenos Aires), donde Saito se dedicó al cultivo de flores con otros japoneses.
"En este tiempo conoció al presidente de la Nación, recordaba mi padre, y ese presidente lo puso en contacto con el ministro de Hacienda, padrino de nosotros. Así le dieron la carta blanca a mi padre para venir al sur".
Saito llegó a Bariloche entre 1914 y 1916. Este inmigrante vivió muchos años en el sur. Con su mujer tuvieron 11 hijos en total: Miguel, José, Susana, Isabel, Enrique, Luis, Alberto, Carlos, Agustín, Inés y Julio. Seis de ellos nacieron en Bariloche.
Luego de Saito Yota llegaron algunos japoneses a la cordillera, quienes lo recuerdan como un pionero generoso. Actualmente hay una calle y una placita que lleva su nombre en la ciudad lacustre.
Este inmigrante japonés era agrónomo y florista y por sus conocimientos fue consultado por toda la pequeña comunidad de entonces. El primer proyecto de reforestar Parques Nacionales lo llevó a cabo él con el teniente coronel Irusta y Ezequiel Bustillo. Ellos reconstruyeron Parques Nacionales con el lema "corta un árbol, planta tres". Parques Nacionales les daba los pinos. Muchos años después, durante el primer gobierno de Perón, los Saito se sumaron al proyecto de reforestación del país.
Durante los primeros años del siglo, cuando aún el ferrocarril no había llegado hasta el Nahuel Huapi, Yota trabajó en la estancia El Cóndor. Allí tenía viveros donde mejoró el primer tomate liso. "Consiguió semillas de México y las cruzó con tomate de la zona -cuenta su hijo-. Abajo de la estancia tenía los invernáculos y cultivó
las primeras manzanas Granny Smith del lugar, una manzana grande con unas líneas blancas. Injertaba en pie de manzana silvestre la variedad Granny. Así la planta toleraba 14 grados bajo cero. Uno de mis hermanos plantó de esos manzanos que hizo mi padre en el Rincón de Creide (Valle Encantado). Así que fue un japonés el que logró las primeras Granny de Bariloche", remarca Alberto.
Otro de los aportes que hizo este japonés a la localidad consistió en permitir que se hiciera el primer pan blanco del lugar. "Mi padre mejoró el trigo de Bariloche. Hizo una cruza. Se conocía el trigo blanco, pero se comía pan moreno cuando él llegó. Los Benroth tenían la trituradora. El molino de ellos estaba en la curva de Playa Bonita. Entre mi padre y Benroth cruzaron un trigo de Rusia, de Siberia (el trigo colorado), con un trigo blanco chileno. Estuvieron años para sacar el trigo pesado, como le decía él. Cuando lo lograron los barilochenses conocieron la harina blanca y el pan blanco".
Cuando la familia Saito estaba en la Estancia el Cóndor -recuerda Alberto- vino otro japonés, de apellido Mihashi, "el que luego hizo el gran cultivo de algodón en Chaco -relata-. Papá le aconsejó que fuera al norte, porque aquí era muy riguroso el clima". Luego apareció otro japonés, Kubota, especialista en cultivo de flores, que se radicó en Bariloche y se asoció con Saito. Luego, en 1948 vino Koyishimo, ingeniero agrónomo.
Para reírse del japonés le dieron tierra en la costa del arroyo Azul, pura piedra. Pero él, la constancia personificada, sacó piedra por piedra y bolsa por bolsa, llevó tierra fértil y fue el primer japonés que cultivó manzanas verdes allí, manzanas con las que hizo una sidra riquísima. También -cuenta Alberto- este ingeniero hacía un jugo de manzanas que conservaba dentro de un pino ahuecado. "Le puso una palanca al árbol, como una canilla, y de allí salía jugo. Además este japonés comía víboras fritas".
Afirma Alberto Saito que los japoneses también estuvieron entre los primeros guías de pesca del lugar. "Junto con los húngaros que usaban mosca,
nos convertimos en guías de pesca con cola de ratón. Pero no sólo eso, además estuvimos entre los primeros guías de alta montaña que acompañábamos a la Gendarmería . Conocíamos todas las montañas con mis hermanos. Esquiábamos con esquíes de madera de lenga. El viejo Frey también andaba con nosotros.
"Cuando salíamos a la montaña llevábamos charqui de caballo y cebolla cruda para no agitarnos en las alturas, para no apunarnos... Mire qué cosa, teníamos nuestra receta casera y muy efectiva para el mal de montaña", dice este hombre que conoce la zona cordillerana como pocos.
"En Cerro León -recuerda Alberto otra anécdota- había una cueva de una machi; salían luces de allí. En 1929, mi padre sacó de ese lugar el gualicho. Estaba hecho con una piedra blanca, una verde y una roja, trenzas de tripa de persona con tripa de caballo, cabello de una mujer rubia y de una mujer morocha. Esa trenza era la de la machi. Sacó además un arco y una flecha.
"El indio José Luis, amigo que nos escondía bajo su poncho, le dijo a papá que no se podía profanar la tumba de una machi. Le pidió que lo devolviera porque de otro modo iba a caer sobre él una desgracia. Mi padre, que creía que ésas eran cosas de ignorante, envió esas cosas al museo de La Plata y poco después empezaron sus desgracias. Mi madre murió poco después... Yo tenía un año y medio y nos fuimos a vivir al tambo".
A partir de entonces y a lo largo de 22 años, la india Tomasa ayudó a Saito a criar a sus hijos.
"En 1938 hicimos la casa que está al lado del INTA. Toda hecha a mano con ciprés. Esas maderas son históricas, vinieron del aserradero de Capraro. Esa casa habría que declararla monumento histórico, está todavía allí.
"En el arroyo seco de esa casa empecé a visualizar cosas. Fenómenos paranormales. Tenía 6 años. Mis hermanos me creían loco, pero con el tiempo se acostumbraron".
Con el tiempo y la experiencia Alberto Saito se convirtió en sanador. Pero antes de que eso ocurriera, pasó algunos años más en la cordillera para comenzar un derrotero que lo traería a Plottier.
En 1944 Saito y su familia se mudaron a lago Hess, a la zona de Los Alerces. Un poco más arriba fue otro hombre. Allí estuvieron hasta 1949. Hicieron el camino del Manso hasta el lago Hess a pala. El primer puente de ese lago lo hicieron ellos con troncos. En 1945 llegó Gendarmería, cuando estaba todo hecho.
"Otra cosa que hacíamos cuando estábamos en Bariloche era nadar. Nadaba en el lago Roca y en el lago Felipe. Mi padre me decía que tenía el fenómeno térmico de los samurai. Podemos soportar muy bajas temperaturas sin problemas; mi hija también lo heredó. Echábamos a un perro grande al agua para que rompiera la escarcha y atrás íbamos nosotros (risas)".
Tiempo después, Saito Yota escribió a Perón para solicitar comprar tierras con facilidades en San Pedro. "Nos fuimos para allá. La idea era forestar. Plantamos el álamo 214 que se usaba para fabricar pulpa de papel brillante y eucaliptos de Australia para pulpa de papel común. En San Pedro había una fábrica de papel. También tuvimos abejas en ese lugar".
Alberto estuvo con su padre muchos años: él lo ayudaba a hacer los árboles en los almácigos, sabía a qué altura tenía que sembrar la semilla y le daba mucho placer esa actividad.
Saito murió a los 75 años. Dijo toda su vida que mientras viviera no iba a regresar a Japón porque Argentina le había dado de comer. Este inmigrante había conocido el hambre de un modo cruel. Contaba que en la guerra ruso-japonesa habían tenido que comer rusos. "Decían entre los soldados japoneses que los rusos que en vida habían fumado sabían mal, pero los que tomaban vodka tenían buen sabor".
Durante el último tiempo que vivió su padre, Alberto notó que aquél caminaba sin hacer ruido, como suspendido sobre la tierra. "Me di cuenta de que estaba por irse y le dije: 'Vaya, don Saito -así le decíamos-, despídase de sus hijos'. Sabía que el fin se acercaba y así lo hizo".
EN PLOTTIER
Tez morena, sin arrugas, rasgos orientales y ojos azules. Alberto lleva esa mezcla de orígenes que suele verse en Brasil. Pese a ello, no ha perdido su esencia oriental. Es amable, su casa es muy ordenada y transmite paz. Bautizó su quinta de Plottier "El Paraíso". Un pavo real pasea por la entrada de su casa, imponente. Sus nietos juegan por allí.
Cuenta Alberto cómo llegó al Valle. Después de su período en San Pedro, volvió a Bariloche y se conectó con una empresa de turismo. Luego estuvo en Neuquén, donde hizo trabajos viales, entre ellos la construcción del Puente Pilolil, en Junín de los Andes, sobre el río Aluminé. Allí, como su padre, se dedicó a cultivar frutales. "Planté manzanas, ciruelas, pelones y peras entre los michai para que la gente no me los saque ni me coman la fruta las vacas".
Trabajó de chofer, de mecánico y en YPF con el petróleo. A su mujer la conoció en Cutral Co en 1961. En 1963 nació su hijo Néstor y unos años más tarde, en San Martín, nació su hija Marisa (ver "Historia de Acá").
"Esta zona en la que hoy vivo fue un campamento de la construcción del ferrocarril; se llamaba Colonia 2 de abril pero se conoció como Colonia Inglesa. La casa donde vive mi hija, acá al lado, era la oficina de uno de los jefes de obras del ferrocarril".
Alberto cree que vive en este lugar por destino. Todo se dio para que él terminara sus días en este apacible lugar de Plottier, cumpliendo su misión junto a sus hijos y nietos.
Es hijo del primer japonés que llegó a la región, quien hizo importantes aportes para la comunidad que lo cobijó.
Susana Yappert
sy@fruticulturasur.com