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Sábado 18 de Agosto de 2007
 
 
 
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  HISTORIA DE VIDA
  Carlos Levín celebra sus 37 años de exitoso apicultor

Cuando cumplió 13 años, su padre le regaló treinta y dos colmenas y juntos se hicieron apicultores.
Los primeros pasos los dio en Marcos Paz, se recibió de agrónomo y, en 1985, se radicó en General Roca.
Hoy su miel se comercializa en dieciséis provincias y, desde hace un año, es presidente de la CAIC.

 
 

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Carlos Levín es un hombre verborrágico y de hablar pausado. Cualquiera podría adivinar su inclinación docente. Explica con paciencia y acompaña las explicaciones con cuadros. Parte de sus mañanas están en su empresa y gran parte del día en la Cámara de Agricultura Industria y Comercio (CAIC) de Roca, institución que preside hace casi un año. No se le escapa detalle alguno y, según él, eso se debe a que la personalidad de uno se va moldeando con la actividad que desempeña. “Soy perfeccionistas como las abejas”, afirma este apicultor que hizo del Alto Valle su casa hace 22 años.
Carlos nació en Haedo y, cuando cumplió 13 años, su padre le obsequió treinta y dos colmenas con las que hizo su primer emprendimiento apícola. Desde entonces convive con las abejas y actualmente vende su miel en dieciséis provincias argentinas.
Casi sin que medien preguntas, comienza a hilvanar la historia de su vida: “Vamos a arrancar por los orígenes, porque todo tiene que ver con las raíces. Mi mamá, Sofía, nació en 1921 en Rumania. Su apellido era Milstein, que significa molino de piedra. Mi padre, en cambio, nació en Buenos Aires, pero era hijo de un inmigrante que venía de la región el Cáucaso, Rusia. El apellido Levín proviene de los levitas, una de las tribus que anduvieron por el desierto”.
Los padres de Carlos se conocieron en Buenos Aires en 1939. Sofía había migrado desde Rumania en 1927 con su madre y cinco hermanos más. “Mi abuelo Boris Milstein, contaba mi abuela Adela, había sido contrabandista de querosén para el puerto, un elemento esencial en tiempos de la guerra. Lo perseguían. En una oportunidad estuvo oculto en un placard durante un día y medio sin salir. Mi abuela quedó viuda y, como pasaba en ese tiempo, siempre se tenía un pariente en América a quien se pedía consejo y, eventualmente, la llamada para migrar. Mi madre tenía una prima en Uruguay y le escribió. La prima le dijo que viniera. Mi abuela se vino en un vapor desde Rumania a Montevideo con sus hijos”.
 La prima de Adela fue al puerto a recibirlos y le preguntó adónde iba a alojarse. Ella imaginó que en su casa. Pero la prima no tenía lugar para tantos chicos. De modo que Adela se limitó a preguntar cuándo salía el próximo barco para la Argentina. Guiada por su intuición, tomó la determinación de establecerse aquí con sus hijos. En Buenos Aires no conocía a nadie. Pero, portadora de una fortaleza singular, ni la soledad ni el desconocimiento del idioma la acobardaron. Se ubicaron en una pensión en Avellaneda. “Una pensión en la que ella estaba con los seis hijos en una pieza y había una cocina para compartir con los pensionistas. Durante un tiempo comían las sobras de los otros pensionistas. Esto hasta que mi abuela empezó una actividad: comenzó a vender alhajas. Hay un término en idish antiguo que es cuentenic, que es aquel que vende en cuotas, así trabajaba la bobe (abuela). Cobraba por semana, por quincena, según cuándo cobraba el cliente... La bobe salió adelante así. A los pocos años, ya tenía su casa y salía con una valijita a vender... Lo bueno es contarlo, saber que de ese enorme sacrificio venimos”, afirma Carlos.
Su padre, Juan Simón Levín, también guarda una vida de esfuerzo contada desde ese universo inmigratorio de principios. “Mi viejo tenía un dicho: ‘Acá nadie es hijo de Mitre, todo el mundo labura’. Ellos también fueron inmigrantes que se hicieron de abajo. Mi bisabuelo era rabino en Rusia; mi abuelo David era sastre. Mi padre nació aquí en 1915 y conoció a mamá cuando ella tenía 18 años. Un año más tarde se casaron.
”Mi abuelo tenía un negocio familiar en Morón y Cuenca, pleno barrio de Floresta, barrio de judíos y árabes. Era un bazar, librería y mercería. Los sábados se entregaba la ropa; todo lo hacían a medida. Y mi abuela paterna, Fany Migelson, era cocinera de casamientos. Mi madre trabajaba en una tienda y mi padre fue allí a comprar calzoncillos y medias.
”Tiempo después la invitó a salir. Fue en 1939, entonces no había estaciones de servicio. Los surtidores estaban en los garajes. Resulta que mi papá invitó al cine a mamá y encaró para un garaje con su furgón Chevrolet ’39 para cargar combustible. ¡Para qué! Mi mamá lo paró en seco y le dijo: ‘¡Señor, yo no voy a entrar en el garaje!’ (risas). Imagínate, ni se tuteaban... Un año después se casaron, la sociedad familiar de mi padre se disolvió y conformó con mi madre una gran familia. La abuela Adela, que fue una típica idishe mamele, estuvo muy conforme de haber venido a la Argentina y estuvo siempre cerca nuestro. Vivió muchos años y vendió alhajas hasta que murió”.
Sofía y Juan Simón tuvieron cinco hijos: Beatriz, Perla, David, Diana y Carlos. “Mis padres hicieron un emprendimiento en Haedo. El año en que se establecieron allí, 1950, nació Perla Graciela, por eso bautizaron al bazar con ese nombre”. Carlos nació el 20 de marzo de 1957 en este lugar, pero pronto la familia atravesaría varios cambios. De Haedo y tras distintas mudanzas, recalaron en una zona lechera por excelencia, Marcos Paz, que además era el primer productor argentino de lechuga, fundamentalmente producida por japoneses y portugueses. Eran los primeros proveedores de muzzarella y ricota del país; entonces había cinco fábricas a pleno. “Vos llegabas y te encontrabas con un cartel que decía: ‘Marcos Paz, pueblo del árbol’. Eran impresionante las arboledas que había... Un lugar privilegiado para algunas actividades como la que emprendimos nosotros. Llegamos a Marcos Paz en 1970. Allí empezamos la actividad apícola”.
“Me voy a acordar toda la vida... Yo iba a cumplir 13 años, un cumpleaños importante dentro de la colectividad. Y mirando el ‘Clarín Rural’, el rubro 4 C, encontré mi regalo: el aviso decía ‘Vendo 32 colmenas con todos sus implementos’. Para entonces mi viejo vendía miel de terceros y tenía un reparto de diferentes productos de granja (miel, huevos, quesos, etc.) y me regaló las colmenas. Así, juntos, nos metimos en la actividad apícola.
”Aprendimos lo básico con un apicultor italiano, don Luis. Mi primer careta o velo fue una bolsa de cebolla. Unos meses más tarde, mi viejo y yo hicimos un curso de perito apícola en la Sociedad Argentina de Apicultores en Capital. Nos dieron el título en diciembre de 1971. Yo era el alumno más chico y papá, el más grande”.

Emprendimiento familiar

Fue entonces que Carlos se metió de lleno en este mundo tan especial. Descubrió, además, que la apicultura no es una actividad que puede hacer cualquier persona.
Cuenta Carlos que se hicieron apicultores en gran medida para cerrar un circuito comercial, pues sabían que en la intermediación se perdía mucho. La idea original fue armar un proyecto sustentable, al que sumaron esfuerzo y el idealismo natural de Carlos. “La apicultura es normalmente sinónimo de miel, pero se pueden hacer muchas cosas. En la zona donde empezamos trabajábamos muy bien miel y jalea real. Empezamos a fraccionar miel para venderla en forma directa. Tuvimos 400 colmenas. Nuestro producto se llamaba “Levinacho”.
 Carlos empezó a estudiar Agronomía en la Universidad de Luján, sin dejar su trabajo en las colmenas. “El golpe cerró la universidad y seguí estudiando en la UBA. En 1981 yo había tenido un año de trabajo y de facultad muy duro y, cuando terminé el año, decidimos con un amigo ir de vacaciones a Córdoba. Allí conocí a Silvia, que un año más tarde se convertiría en mi esposa. Nos casamos el 24 de diciembre de 1984 y nos quedamos en Marcos Paz hasta que terminé mis estudios. Pero ambos teníamos como proyecto salir de Buenos Aires”.
Para su padre fue duro el cambio, ya que Carlos había sido su mano derecha y comenzaba a fundar su propia familia. “En ese tiempo inicié una nueva etapa que cierra el 16 de setiembre de 1985, día en que bajé por primera vez en la estación de tren Fuerte General Roca. Yo había estado en la zona un año antes.
”En 1984 había sido contratado para trabajar en una colonia de menores en Marcos Paz. La colonia dependía del Servicio Penitenciario Federal y la idea era que yo enseñara apicultura allí. En agosto me pidieron que llevara las 60 colmenas del curso a la Colonia Penal de Roca para la polinización. Me fascinó la zona. Inmediatamente empecé a hacer gestiones para conseguir un pase a Roca como docente de la institución.
”Me recibí el 5 de julio de 1985 y ese mismo día llamé al jefe de Roca para hacer mi pase. Pero el 15 falleció mi vieja. Hice mi duelo junto a mi padre hasta setiembre. Luego me mudé. Papá siguió haciendo miel pero ya en menor escala. Mi viejo vivió hasta el 2001. Siempre decía que iba a llegar hasta el 2000. En el brindis del 2000 anunció que se iba a descansar tranquilo. Y así fue. Murió el 19 de marzo del 2001”.

Nueva vida con más miel

 “Llegamos con mi mujer en tren con dos bolsos y dos bicicletas. Por la fecha en que llegamos, la Colonia Penal tenía una actividad agrícola importante. A mí me encantaba la docencia, enseñaba en la Colonia, donde también me ocupaba de las colmenas, en tres colegios secundarios y me embarqué a hacer un emprendimiento independiente.
”El emprendimiento empezó en casa, Gadano 896, donde tuve mis primeras abejas. Había armado en el garaje la infraestructura para extraer la miel. Pero en el barrio casi me matan: a la gente vecina le asustaban las abejas. Luego ubiqué el colmenar en la chacra de Adami, en Puente Cero. Entraba a la Colonia a las 7, almorzaba en casa y me iba en bicicleta hasta Puente Cero, donde estaba la chacra en la que trabajaba con mis colmenas.
”Por esta fecha nacieron mis dos hijas. No pasó mucho tiempo hasta que hice una base sólida. Después de arrancar creamos la primera asociación de apicultores, la Cámara de Apicultores del Alto Valle. El primer curso de apicultura lo organicé yo. Luego vino una etapa expansiva, de enorme crecimiento. No sólo empezó a marchar mi empresa, además estuve en un organismo en el que aprendí muchísimo. Trabajé en el Ente Provincial de Fruticultura con un hombre excepcional, Norberto Blanes (ver aparte), y paralelamente seguí con mi proyecto”.
Levín hace un buen balance de sus años de apicultor. Y lo puede hacer porque es un ser optimista. “Tuve altibajos, pero tuve convicciones que me hicieron superar los malos momentos... Creo que uno hace su personalidad paralelamente a la actividad que desarrolla y la abeja es muy perfeccionista. Además, fijate la forma del panal, la figura hexagonal que permite un encadenado fuerte. Solos no podemos y esto lo aprendí como empresario y hoy lo quiero transmitir como presidente de la CAIC, donde quiero poner la semilla para comenzar a escribir una nueva historia de la asociatividad”.
Hoy la miel “Río Negro” circula en dieciséis provincias. Hace poco, Levín decidió tercerizar la producción para tener tiempo para su gestión en la CAIC y para estudiar. “Yo me dedico al acopio, fraccionamiento y comercialización. Fue una alternativa productiva exitosa. Actualmente curso una Diplomatura Ejecutiva en Comercio Exterior en Neuquén. Me hice este regalo después de 37 intensos años de apicultor”.

 

   
SUSANA YAPPERT
sy@patagonia.com.ar
   
 
 
 
Diario Río Negro.
Provincias de Río Negro y Neuquén, Patagonia, Argentina. Es una publicación de Editorial Rio Negro SA.
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