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Sábado 07 de Julio de 2007
 
 
 
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  HISTORIA DE VIDA
  Memorias de un forestador patagónico
Eberardo Hoepke dejó atrás el horror de la guerra por un futuro como “aprendiz de gaucho”.
Años después desafió la degradación en campos patagónicos mediante el implante de pinos.
Hoy, con 74 años, maneja un vivero que provee
de plantas a la estancia Los Peucos.
 
 

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Con una motocicleta, un atado al hombro con un par de botas y 100 marcos en el bolsillo. Así llegó Eberardo Hoepke a Buenos Aires. Era todo cuanto tenía al bajar del barco. No hablaba el idioma y no exhibía más estudios que una primaria hecha bajo las sirenas que anunciaban las bombas en la maltratada Dresde, a orillas del río Elba. Había que conocer cada hueco para correr a esconderse.
En cambio, en la ciudad que se recuesta sobre el río de la Plata, cada rincón y cada caminante eran perfectos desconocidos para este alemán que escapaba del horror del hambre y la miseria. Era 1955, seis semanas antes de que en el país tronara la llamada Revolución Libertadora, otro triste y trágico eslabón en la larga cadena argentina de arrebatos del poder.
Más de medio siglo después, el nombre de Hoepke es una referencia obligada en las experiencias forestales de la Patagonia. Y a los 74 años sigue haciendo ensayos y es asesor en varios emprendimientos de envergadura.
Lo curioso es que al llegar a la Argentina, con apenas 22 años, el único antecedente forestal de Hoepke era haber trabajado como hachero en las afueras de Estocolmo. Con la paga por esa dura tarea se compró la motocicleta que trajo a estas tierras, con la que recorrería casi todo el país antes de recalar por fin en San Martín de los Andes.
“Era un gringo reverde”, dice Hoepke, mientras rememora su juventud, en la que no había tiempo siquiera de pensar en otra cosa que no fuera la aventura de escapar de la hambruna europea de la posguerra (ver recuadro).
Ahora, carga con altivez sus 74 años. A diario hace sus caminatas por el pueblo, maneja su camioneta Toyota doble cabina y no falta nunca como juez al concurso de hacheros, cada sanmartinense Fiesta Nacional del Montañés. Usa pantalones y chaleco de cuero y un pañuelo anudado, con un pasador confeccionado con la punta de una flecha. No tiene puesto el infaltable sombrero, sólo porque está en la intimidad del hogar, sentado en una mecedora y cebando mate a la visita.
La casa de don Eberardo Hoepke no podía ser de otra cosa que no fuese madera. Y con mucho pino, para más datos. El mismo pino que –se empeñó en demostrar– era capaz de crecer en los desertificados campos patagónicos sometidos a decenios de sobrepastoreo, incluso cuando ya promediaba el siglo pasado.
Pero la historia del “romance” que Hoepke tiene con la propia Argentina no comenzó en las tierras patagónicas sino en los calurosos campos de Santa Fe.
–En Buenos Aires conocí a gente que conocía a otra gente y así me enteré de que había posibilidades de trabajar en una estancia de Santa Fe, en Las Rosas. Así es que para allí fui, como aprendiz de gaucho. Por supuesto, yo no sabía siquiera andar a caballo. El caso es que estuve tres años y medio y ya era segundo mayordomo de la estancia. Me iba muy bien –remata Eberardo.
Pero no todo eran rosas, a pesar del nombre de la estancia...
–Santa Fe era muy caluroso para mí. Me costaba dormir en las noches... pero fíjese cómo son las cosas: resulta que el dueño tenía campos en Bariloche. Estamos hablando de finales de los años ’50, así que Bariloche era algo exótico para la mayoría de los propios argentinos. Bueno, una vez, charlando con el dueño sobre las cosas que tenía en la estancia y que provenían del sur, me encontré con una chapa patente que tenía grabadas una montaña (el volcán Lanín), un lago y una araucaria. “¿Y eso dónde es?”, le pregunté al dueño. “En el sur del país”, me contestó. “¿Cómo –dije yo–, en Argentina hay lagos, hay nieve, hay montañas?”. Piense que yo sólo conocía Buenos Aires y Santa Fe. “Entonces quiero ir allí”, dije, y me fui.

POLVO Y MONTAÑAS

Y claro que se fue. Cargó sus petates en la motocicleta y partió con rumbo sur.
–Viajé no sé cuántos días, hasta que llegué a Zapala. Era un desierto. Puro polvo, unas casuchas aquí y allá. Me dije: ¿éste es el sur? ¿Esta es la famosa Patagonia? Bueno, ya que llegué hasta aquí, sigo un poco más. Y llegué a San Martín de los Andes y encontré montañas, lagos, bosques... “Aquí me quedo”, dije.
Albores de los años ’60. La verde San Martín de los Andes era un pueblito cordillerano pintoresco asentado en un valle creado por el retiro de una lengua glaciaria. Apenas despuntaba el turismo como promesa en ciernes. La madera era la base de la economía local.
–Tuve gran suerte. En ese tiempo buscaban desesperadamente alguien para administrar la estancia Quechuquina (da a las costas del Lácar) y no conseguían a nadie. Qué iban a conseguir, si para la gente era una especie de castigo. No había cómo llegar en invierno; sólo se podía hacer el camino a caballo o navegando dos horas en la lancha de Parques. No había luz eléctrica ni caminos. Piense que años después, para ir a ver una película, nos teníamos que quedar el fin de semana en el pueblo, porque la lancha iba cada dos días.
El caso es que Quechuquina, que pertenecía por entonces a compañía “La Constancia”, pretendía consolidarse como establecimiento modelo. Y Eberardo Hoepke asumió la responsabilidad. Había 170 familias y un aserradero, pero “todo era muy pobre”, cuenta.
–Estuve 17 años trabajando allí e incluso armamos una escuelita primaria para los hijos de nuestros obreros. Empezamos de cero con un vivero, que era algo que yo nunca había hecho, pero descubrí que me gustaba y trabajaba fuerte con la gente, con los obreros. Cuando me fui, el vivero ya producía 1.500.000 plantas. Vendíamos mucha madera. Y fue entonces cuando empecé a hacer ensayos de plantar en estepa.

NADA VA A CRECER

Eberardo conoció al sueco Bertil Grahn, padre de quien ha sido varias veces presidente de la Rural del Neuquén, Andino Grahn. Uno de los hijos del forestador alemán lleva el mismo nombre de Bertil, en reconocimiento a la amistad y rectitud de aquel hombre.
El caso es que Bertil era propietario de una de las estancias más importantes de la zona en aquellos años –el establecimiento familiar sigue siendo modelo.
–Solíamos charlar con don Bertil, y una vez yo le dije que estaba trabajando con la plantación de pinos en estepa, en condiciones muy desfavorables, con terrenos desertificados. El me dijo que esas plantas no se iban a dar, que no podían crecer en esta zona. Pero yo le insistí tanto, que me propuso hacer un ensayo. Resulta que me dio el peor lugar posible, y me lo dijo explícitamente, porque si las plantas podían crecer allí, podrían hacerlo el cualquier lado. El caso es que alambramos un cuadro de 50 por 50 metros, nada menos que en el escorial volcánico del Lanín. Al año me llama... de los 139 pinitos que habíamos puesto, sólo se habían secado siete, todos los demás habían prendido. Estábamos asombrados los dos. Y me dijo: “don Eberardo, este año plantamos 2.000 más”. Y después cada vez más y cada vez más. El era un hombre muy capaz, muy recto, y en seguida supo que estábamos haciendo algo importante.

UNA POLEMICA “ABSURDA”

Poco más o menos, ésa fue la primera experiencia crítica de Hoepke en plantar bosque exótico en condiciones extremas. Luego realizaría ensayos desde Santa Cruz hasta el Neuquén, con notorios resultados, actividad que continúa desarrollando hoy.
–El pino tiene una raíz pivotante, profunda, que le permite crecer aun en suelos de escasa humedad. Toma el agua y recicla los nutrientes. Fija el suelo, detiene el viento conforme a la densidad de plantación, permite retener humedad y logra que los suelos degradados se recuperen con el tiempo. De allí que el pino es la planta pionera, la que permite que el suelo sea apto para otras especies. Desde hace algunos años se vienen haciendo otras experiencias con gente muy capaz en la región, que demuestran que junto al pino pueden crecer incluso otras plantas nativas.
Ante semejante afirmación, “Río Negro Rural” consultó a Hoepke sobre las recurrentes polémicas en torno de la presencia de pinos en desmedro del bosque nativo, que suele ser una queja de organizaciones ambientalistas. Pues bien, para el forestador se trata de una discusión absurda.
–Es justamente lo contrario. Hacer bosques implantados con un manejo adecuado y donde corresponde y se pueden hacer, permite mantener con vida los bosques nativos. Piense en el raulí, que es una madera excepcional. Antes, en San Martín de los Andes hasta los retretes se hacían de madera. Bueno, si plantamos pinos en zonas desertificadas por años de sobrepastoreo, donde las plantas nativas ya no crecen o no lo han hecho nunca, según el lugar, lo que hacemos es recuperar el suelo, crear fuentes de trabajo, crear riqueza que es autosustentable, perdurable en el tiempo si se hace un manejo correcto y, a la vez, protegemos el bosque nativo que ya no es sometido a la presión de intereses económicos. Lamentablemente, hay gente que todavía no entiende esta relación.
Crecido en ánimo con los resultados del Lanín, Hoepke replicó la labor en otros campos sometidos a la degradación. Fue el caso de estancia Santa Lucía, en Meliquina –complejo que hoy tiene un altísimo valor forestal, junto a la labor de las estancias San Jorge y Lemu Cuyen–.
–Después de trabajar 17 años en Quechuquina, finalmente me convencieron de ir a Meliquina –a unos 25 kilómetros de San Martín de los Andes, sobre el lago Meliquina–. Yo no quería dejar el vivero que habíamos creado en Quechuquina, pero me ofrecieron 50 hectáreas como compensación, y era la única forma de que por fin tuviera un pedazo de tierra propio, por lo que terminé aceptando.
Un grupo de inversores alemanes había adquirido aquellos campos a finales de los años ’70 y pretendía revertir el proceso de desertificación al que habían sido sometidos.
–Era una polvareda, más de 22.000 hectáreas de tierra degradada por decenios de sobrepastoreo con lanares. Las ovejas, los chivos, comen el verde y con ello los renovales. Si no se hace un manejo adecuado de la carga del campo, el terreno se degrada y se ablanda, pierde firmeza, la tierra vuela con el viento y se multiplica el desastre. Bien; me habían contratado para revertir ese cuadro con la forestación. Estuve 20 años, hasta que me jubilaron.
“Cuando comencé en Meliquina había dos gauchos ancianos y 20 caballos en 22.000 hectáreas. La tarea por delante era inmensa. Había que buscar una forma de organización que nos permitiera avanzar con el proyecto y mantuviera bien a la gente. La gente, estaba claro, tenía que vivir allí –rememora Eberardo–. Tuvimos que salir a buscar trabajadores. En San Martín de los Andes ofrecimos el empleo y nadie quiso. No querían agarrar la pala, que era el trabajo básico. Nos fuimos a Chile, a Panguipulli, y allí conseguimos 20 trabajadores. Hoy, algunas de esas familias todavía están en la zona, donde han crecido sus hijos y sus nietos. Hicimos viviendas, hicimos una escuelita... –actualmente es una escuela provincial en tierras de la estancia Santa Lucía–”.
En el presente, las estancias que conforman Meliquina constituyen a la vez uno de los complejos forestales más importantes de la Patagonia. Tiene bosques implantados con unos ocho millones de pinos con fines maderables, según estimaciones del propio Hoepke, que a la vez continúa administrando el vivero de la estancia Santa Lucía.
Los inversores, asimismo, han dado vida a un aserradero modelo ubicado en el acceso a San Martín de los Andes por Ruta 234, que dicho sea de paso fue la primera empresa regional en emitir obligaciones negociables para el financiamiento del proyecto en la Bolsa porteña, con marcado éxito.

RETIRO... ¿QUE RETIRO?

Como se apuntó, en 1998 Hoepke accedió a la jubilación, con un reconocimiento por los servicios en “Santa Lucía”. Pero, “al mismo tiempo, se me vino el mundo abajo, porque yo sentía que aún tenía mucho por hacer”, cuenta.
Por entonces, un inversor se mostró interesado en replicar la experiencia forestal comprando tierras en la zona. Contactó a Hoepke para que lo asesorara. Al cabo de un tiempo, la familia Goetz adquirió unas 5.000 hectáreas en cercanías de Malleo, camino a Aluminé, en lo que hoy se conoce como “Los Peucos”.
–La idea era plantar mil hectáreas por año, que es algo enorme. Y lo logramos en dos años, con 50 trabajadores mapuches de Atreuco, Aucapan y Malleo, que hicieron una labor excepcional. Yo sigo con el vivero de Meliquina, que produce las plantas para “Los Peucos”.
Pero acaso su principal orgullo es que Bertil, su hijo y licenciado en Economía Agropecuaria, fuera llamado en su momento para encargarse de la administración de aquel campo de “Los Peucos”, que hoy tiene unos cinco millones de pinos.

Vacas... y si hay vacas...

Dramáticos, trágicos vaivenes políticos de la guerra, cuando los mapas cambian con el mismo vértigo de la ferocidad armada. Eberardo Hoepke puede dar fe de ello, porque nació en 1933 en la alemana ciudad de Surau que, después del ’45, la caída del eje y los albores de la Guerra Fría, se convertiría en la polaca localidad de Sczari.
Pero al poco tiempo del nacimiento de Eberardo, los Hoepke –padre, madre y tres hijos– emigraron a Dresde, que en la Segunda Guerra fue acaso uno de los puntos más castigados por el bombardeo aliado, hasta su virtual completa destrucción.
–Se dice que en Dresde murió tanta gente como en Japón con la bomba de Hiroshima –refiere el propio Eberardo desde el recuerdo, aunque remata: “Creo que nunca lo vamos a saber”.
El caso es que el padre de Eberardo era oficial de carrera en la Infantería del Ejército alemán y luchó en las dos grandes conflagraciones del siglo XX, hasta que cayó en la aterida locura del frente ruso, donde Hitler comenzó a perder definitivamente la guerra.
Los Hoepke se quedaron así sin padre, sin casa, sin tíos ni abuelos a los que recurrir. “La miseria era espantosa, no había qué comer, vestíamos harapos, durante y después de la guerra”, enfatiza Eberardo, mientras pierde la vista en un punto de las paredes de lustrosa madera de su hogar sanmartinense, donde todo está primorosamente cuidado a las órdenes de Teresa, su esposa.
–Era tanta el hambre, la pasábamos tan mal, que yo me dije “quiero irme de aquí... quiero irme a un lugar en el que mis hijos y mis nietos nunca tengan que pasar lo que estamos pasando aquí”.
Y ese lugar fue la Argentina. “Hay vacas... era lo único que más o menos yo sabía de la Argentina... vacas y campos. Me dije, ‘si hay vacas, comida no ha de faltar’” –recuerda hoy Eberardo.

La libertad

Pasaron 52 años desde que Eberardo Hoepke llegó a la Argentina sin saber el idioma. Hoy habla un correcto castellano pero con inconfundible acento alemán. Este forestador, que ha plantado millones de pinos en la Patagonia, no lo dice, pero se adivina que lleva con orgullo su origen teutón, tanto como hace explícita su admiración por el país que lo cobijó.
–Los argentinos han logrado algo fabuloso, que no sé si han sabido valorar. Es la pacífica convivencia de razas y religiones. Aquí el judío hace negocio con el palestino, se casa y no hay problemas. En Europa hay más desarrollo, pero no existe la libertad que existe aquí, la convivencia, a pesar de los problemas que todavía tiene el país. En el ’62 volví brevemente a Alemania, pero la verdad es que ya no me hallaba y regresé a la Argentina. Allá se notaba ya el llamado “milagro alemán”; todo era organizado, todo era limpio, todo era laborioso... pero todo era chiquito, todo era apretado. La libertad que existe en Argentina es inestimable. El país lo tiene todo: extensiones increíbles de tierra aprovechable y los recursos humanos; tiene gente muy capaz. Pero lo que no ha tenido es estabilidad, continuidad y organización. Cuando la Argentina logre eso, será un país impresionante –se esperanza Eberardo.

   
FERNANDO BRAVO
rionegro@smandes.com.ar
   
 
 
 
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