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Sábado 16 de Junio de 2007
 
 
 
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  HISTORIA DE VIDA
  Manuel Nápoli, vigor italiano para Cipolletti
Llegó desde su Bitonto natal a esta región todavía inhóspita.
Su primera reacción fue seguir viaje, pero no lo dejaron.
Con mucho tesón consiguió superar todos los obstáculos.
 
 

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CIPOLLETTI (AC).- Nicola Nápoli estaba parado en la estación junto a sus paisanos. Estaba contento, en pocos minutos llegaría su hermano. Hacía ya casi dos años que estaba acá y lo esperaba ansioso. Quería noticias de primera mano sobre su familia que había quedado en Italia.
Manuel Nápoli venía en el tren desde Buenos Aires. El viaje se le había hecho largo y el desierto interminable. El viento soplaba con ganas.
Su ciudad natal estaba a orillas del Adriático y aunque la pobreza se había adueñado de la mayoría de sus habitantes, como en casi toda Europa después de la Primera Guerra Mundial, conservaba su fisonomía de “gran” ciudad. Cipolletti aún no.
Menos todavía la zona de la estación del ferrocarril. “Hay una anécdota”, recuerda hoy uno de sus hijos. “Cuando llegó a la estación, bajó al andén y un cardo ruso voló y le pegó en la cara. Se metió otra vez al tren y dijo que seguía para Zapala y que después volvía. Mi tío y los paisanos que lo estaban esperando lo agarraron del brazo y lo hicieron bajar”, relata Francisco, el menor de los descendientes de uno de los primeros pobladores de esta ciudad.
Era el año 1927. Manuel había terminado el servicio militar y, acicateado por su hermano que había venido a “hacer la América”, tomó la misma decisión. Tenía 20 años, mucha energía y poco futuro en Europa.
Su familia era de la ciudad de Bitonto, provincia de Bari, en la región de Apulia al sur de Italia.
“Cuando llegó era soltero. Se conocieron con mi mamá acá, en Cipolletti”, contó Miguel, el primero de los tres hijos que luego tendría el matrimonio Nápoli-Maggio.
Vicenta Maggio llegó en el ’29 con su padre, Francisco Paolo, la esposa y tres hermanos más. Era 10 años menor que Manuel, pero de la misma ciudad. Quizá este detalle y las costumbres familiares que preservaron los italianos en la zona hicieron que sus vidas se unieran. “Mi mamá tenía 17 años y mi papá 27. En esa época era muy común que las mujeres se casaran jóvenes”, relata Miguel, mientras busca entre las fotos la que corresponde a su madre.
“Cuando mi abuelo materno llegó, estaba casado y con cuatro hijos. Otros dos los tuvo acá. Se casó dos veces. La primer mujer, la madre de mi mamá y de mi tía Rosa, se murió durante la epidemia de fiebre amarilla en Italia. La segunda mujer era su cuñada. Sforza de apellido”, recuerda de los relatos familiares que alguna vez escuchó en la mesa de los domingos.
Como buenos italianos, los inmigrantes de aquella época utilizaban su día de descanso para reunir a la familia que, por supuesto, incluía también a los amigos.
Basta con recorrer algunas de las fotos que muestra Miguel Nápoli. “No tengo muchas porque en esa época no era muy común sacar fotografías. Pero, mirá en ésta, acá están los Salto, que fueron vecinos nuestros. También nos reuníamos con los Aruano, los Sícolo, los Antonino. Todos eran paisanos de nuestro pueblo”, recuerda de sus años de niñez y juventud.

LA VIDA POR AQUELLAS EPOCAS

Es probable que pocos de los que viven en el barrio El Manzanar VIII sepan que ahí nacieron Miguel (en 1933), Catalina (en el ’35) y Francisco (en el ’39), los tres hijos de Manuel.
Lo que por entonces era una chacra dedicada a la producción de uvas para vino fue adquirida por los Nápoli después de algunos años de trabajar como “medianeros”.
“Cuando llegó, mi papá y mi tío Nicola, que ya estaba acá, trabajaron como peones. Después de dos o tres años empezaron a tomar chacras en medianería”, dice Miguel y explica: “Las trabajaban y la mitad neta de la producción iba al dueño. La otra mitad a cubrir los gastos y las ganancias de ellos. En este desierto había que porfiarla”.
Con este sistema, algunos trabajos “extras” y un crédito del Banco Hipotecario Nacional, Manuel y Nicola pudieron comprar la chacra.
Pero el mayor de los Nápoli tuvo que volver a Italia. “Había dejado una novia allá. Se fue con la intención de volver, pero se casó, la novia se le empacó y le dijo: ‘A la Argentina no voy’. Tenía que haberla traído antes de la boda, pero bueno... Mi tío se quedó en Italia y mi viejo se tuvo que hacer cargo de la chacra y pagarle la parte que le correspondía. Fueron años de una lucha intensa”, recuerdan Miguel y Francisco.
Cuando Manuel viajó a la Argentina, en Bitonto quedaron su mamá y sus tres hermanas mujeres. El trabajo duro y la necesidad de forjar un futuro para sus hijos le impidió volver durante los años de juventud. “Tenía ganas, porque había dejado a su mamá, pero nunca pudo. Cuando ya se preparaba para ir a visitar a su familia se murió”, dicen tristemente Francisco y Miguel. Aclaran que, a pesar de los años, no aceptan lo que pasó.
“Era un hombre fuerte, sano; aunque tenía 61 años, trabajaba como uno de 20. Lo tendríamos que haber disfrutado más”, recuerdan con orgullo. Manuel Nápoli falleció en 1966, por las complicaciones en una operación de una hernia.

El trabajo en la chacra

La producción central por los años ’30 era la uva para vino. Los Nápoli no fueron la excepción y ésta era su actividad. “Mi papá hacía vino para consumo familiar, pero como había que pagar impuestos no hacía mucha cantidad. La cosecha la entregaba a la bodega Santa Clara, de la que era socio”. Esta situación se mantuvo algunos años hasta que el precio de la uva comenzó a bajar y, en 1934, se desalentó el cultivo a través de la ley nacional 12.137, que creó la Junta Reguladora de Vinos con el fin de frenar la superproducción alcanzada en Cuyo.
“Durante dos años la uva no valía nada. La producción teníamos que enterrarla”, relata Miguel. Y recuerda: “Se pasaban dos vueltas de arado en la callecita que queda entre los viñedos. A medida que se iba cosechando se tiraba ahí y después, con el mismo arado, se enterraba”.
Manuel no se amilanó. Estaba acostumbrado a pelearla y a sobreponerse a los malos tiempos. Había pasado la guerra, sentido la pobreza, dejado a su familia en Italia. Se había embarcado hacia América y llegado a estas tierras inhóspitas.
Los recuerdos de su hijo sobre aquellos años se acumulan. Habla despacio tratando de explicar el esfuerzo que había significado la reconversión de la producción. “Mi viejo sacó una parra y ahí puso una planta de manzanas. Y así fue haciendo cada cuatro o cinco metros, durante dos o tres años. Despacito, para no quedarse sin sustento, mientras los frutales iban creciendo”.
En el año ’40 ya estaban cosechando manzanas y su actividad en la bodega Santa Clara cesó. Eran los tiempos en que las cooperativas frutícolas comenzaron a tener relevancia en el desarrollo de la región.
“Se hizo socio de la Cooperativa Agraria de Producción y Consumo Agricultores Unidos Limitada”, informa Miguel, mientras aclara que “fue presidente de la institución durante cuatro o cinco períodos”.
Incluso él, su hijo, representó a la entidad en Buenos Aires hasta que “muchos socios, muchas opiniones y el despegue de los galpones de empaque” complicaron nuevamente el panorama y muchas de estas entidades dejaron de existir.
Para el año ’67, los Nápoli se asociaron a Fruticultores Unidos Cipolletti SA. Creían que el sistema cooperativo era la mejor manera de optimizar el trabajo de la chacra y comercializar la producción. Estuvieron hasta 1992, cuando, empujados por la realidad, ellos también comenzaron a vender su fruta a los galpones.
Algunos años antes habían comprado una chacra en Allen y luego otra en Vista Alegre Sur. El crecimiento de Cipolletti hacia la zona productiva los enfrentó con una nueva decisión: la propiedad familiar, donde habían nacido y crecido estaba casi rodeada de barrios.
“Ya no se podía producir. Así que en 1998 se loteó. En dos años vendimos todo y nos repartimos los bienes: mi hermano Francisco se quedó con la chacra de Allen, yo con la de Vista Alegre y mi hermana Catalina con la casa donde vive actualmente”, comienza a cerrar Miguel.
Los Nápoli todavía están relacionados con la tierra. “Pmor razones de enfermedad, la chacra ahora la atiende mi yerno que es ingeniero agrónomo”, explica.
De tantos años en contacto con la producción, Miguel dice: “Si falla la fruta, falla todo. Pero el destino de los pequeños productores lo veo difícil. Están quedando muy pocos porque los grandes absorben a los chicos”. Pero se resigna. “El negocio en sí no funciona para cosas chicas, hay que hacer todo en grande. No alcanza sólo con producir”.

TERCERA Y CUARTA GENERACION

De los tres hermanos –Miguel, Francisco y Catalina Nápoli– sólo el mayor tuvo descendencia. “Catalina no se casó y mi hermano Francisco lo hizo de grande con Azucena Esteban. Así que yo soy el único que me metí en el lío de tener hijos”, dice Miguel con una sonrisa y un gesto que desmienten sus palabras. Su esposa, Victorina Constanzi, lo mira y sonríe.
Ana María, Mónica y María Victoria son las tres hijas del matrimonio. Las tres estudiaron en la universidad. Dos son contadoras y una es ingeniera química. Este detalle no es menor para los descendientes de inmigrantes. Es un orgullo que ratifica que el esfuerzo valió la pena.
Victorina revaloriza los cambios que han beneficiado a las mujeres. “Antes no tenían vida. Se tenían que casar muy jóvenes. Es mejor ahora”, acota.
También aporta anécdotas a la historia que forjó junto a Miguel y que marcan el crecimiento de la ciudad. “Me acuerdo que en setiembre del ’57, cuando me casé, estaban asfaltando las calles. Y de esa fecha estoy segura, porque el auto que me llevaba a la iglesia tuvo que parar sobre la calle Sarmiento porque no lo podía hacer en la puerta que da a la calle Roca”. Además, recuerda que este año su matrimonio cumple 50 años.
Miguel y Victorina tienen siete nietos: María Fernanda, Manuel, Gabriel, Giselle, Mariano, Juan Agustín y Chiara.

Santa Clara, bodega y barrio

CIPOLLETTI (AC).- El edificio de la antigua bodega Santa Clara está ubicado en el corazón del barrio que lleva el mismo nombre. Fue uno de los primeros emprendimientos de este tipo que se crearon en Cipolletti cuando los viñedos dominaban la producción regional.
Fue creada a mediados de 1920, por el enólogo mendocino Cipriano Arteaga. Según cuentan antiguos pobladores del barrio, en la bodega trabajaban unos siete empleados, aunque durante la temporada de elaboración el movimiento se incrementaba.
Uno de los vinos que hacía, “Solito”, era seco y muy natural y, junto con el de “La Mayorina”, eran los preferidos en los bailes de aquellas épocas.
En el ’40, después de la crisis que sufrió la producción vitivinícola, las tierras que pertenecían a la Santa Clara se comenzaron a lotear.
El edificio de la bodega, ubicado en Sargento Cabral y Alvarez Condarco, estuvo muchos años abandonado al olvido, incluso cuando en la región la producción de uva empezó nuevamente a ubicarse en la escena productiva y sus vinos, en el mercado internacional.
Por la acción de muchos que no se resignaron a ver cómo una parte de la historia de la ciudad desaparecía, la municipalidad decidió recuperar ese espacio. Actualmente, sus instalaciones son la sede del centro comunitario de uno de los primeros barrios de la ciudad.
Las reformas, que incluyen un espacio verde de 600 metros cuadrados que revalorizan la antigua construcción, se inauguraron en setiembre del año pasado. Fue un reconocimiento a los antiguos pobladores de la ciudad que hicieron, de su trabajo silencioso y tenaz, la fuente del crecimiento cipoleño.
El cultivo de uva en la región surgió a fines del siglo XIX, poco después de terminada la llamada Conquista del Desierto y a partir de los primeros asentamientos del hombre blanco.
Se consideraba que estas tierras eran aptas para la plantación de vides: se adaptaban rápidamente al clima riguroso, el calor del verano permitía una buena maduración y necesitaban poca agua.
Los primeros establecimientos eran, en su mayoría, de personas adineradas que vivían en Buenos Aires y tenían bodegas para elaborar sus propios vinos. Sin embargo el despegue se inició a mediados de 1880 cuando se comenzó a canalizar un brazo del río Neuquén, hoy conocido como el Canal de los Milicos, para poder regar estas tierras.
Hacia 1925, Cipolletti contaba con casi 40 bodegas que abastecían de vino no sólo a la Patagonia sino a otras ciudades del país. En calidad y cantidad competían con Mendoza.

Fuente: periódico “Tiempo Cipoleño”

 

   
MARIA LUJAN VENIER
   
 
 
 
Diario Río Negro.
Provincias de Río Negro y Neuquén, Patagonia, Argentina. Es una publicación de Editorial Rio Negro SA.
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