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Sábado 09 de Junio de 2007
 
 
 
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  HISTORIA DE VIDA
  Héctor Antenao, un libro viviente del arriero
Este viedmense mamó el oficio casi desde su nacimiento. Una vida signada por la dureza, pero que aprendió a disfrutar. Tras una década con los recados, siguió otros rumbos.
 
 

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Tenía razón don Atahualpa Yupanqui, quien con su parsimonia y sabiduría gauchesca supo retratar para la inmortalidad del cancionero argentino la vida de sacrificio, el tesón y las penurias del arriero. Habla de la magia de los caminos, pero lo más reconocido es el estribillo: "Las penas son de nosotros, las vaquitas son ajenas...".

De esto supo mucho, y por años, un arriero que se hizo desde pichón. Se trata de Héctor Antenao (68 años), un viedmense nacido virtualmente sobre un caballo arriando ovejas y vacas cuando todavía los alambrados y las tranqueras no se disparaban como centellas en el departamento de Adolfo Alsina y en los campos de Patagones.

En la década del '40, los grandes ganaderos regionales solían efectuar importantes operaciones comerciales directamente con frigoríficos ubicados en la provincia de Buenos Aires. Como el único medio de transporte disponible era por entonces el ferrocarril, confluían hacia las estaciones de Viedma o Patagones miles de vacas y ovejas al año, desde los lugares más distantes fuera del horizonte habitual.

Uno de los más importantes "troperos" era Lorenzo Ralinqueo, casualmente el "padrastro" de Antenao. Y a lo mejor pudo inspirar al notable cantautor argentino. Don "Ata" hablaba del sol y del crepúsculo sobre el pedregal. Algo muy familiar para estos arrieros lugareños. "Yo aprendí a la fuerza ese trabajo porque significó un ingreso más para la familia", recuerda Antenao.

Era costumbre con su padre, tíos y primos dormir al aire libre mientras hacían un alto en la huella entre el campo originario y la estación ferroviaria.

Algo quizá impensado para estas épocas. El pequeño campamento lo conformaban tirando una lona individual de grandes dimensiones sobre el "verdín", las matas o el piso de tierra directamente. Por encima de ella se colocaban mantas que evitaban el traspaso de la humedad y el cojinillo que funcionaba como un mullido colchón. El resto del recado servía de almohada.

"Cuando llovía y llovía, dábamos vuelta la lona, que era tan grande que nos cubría todo el cuerpo", apunta.

Las tropas tardaban hasta 12 días, sobre todo cuando los animales de arreo eran ovejas de paso cansino. En el verano se hacían más largos los trayectos por la lentitud que insumía más tiempo al lanar. El rodeo tenía una velocidad que les permitía cubrir diariamente unos 15 kilómetros.

Con lluvia y todo, Antenao aprendió a hacer "rondas" nocturnas. Cuando la pausa no se hacía en una estancia de paso que tuviera corrales, se buscaba un rincón de alambrados para rodear las ovejas o las vacas evitando que se escaparan.

Como todo joven impetuoso, siempre buscó junto a su primo Miguel Ralinqueo sobresalir en las destrezas del arreo y así enseñorearse ante la peonada más adulta. Ambos habían perfeccionado una técnica de sujeción de los reproductores dentro de la tropa, dándole precisas instrucciones a dos perros que habían amaestrado. Se trataba de "Cuatro" y "Corbata", que al menor chasquido de dedos les respondían para enviar al animal al rebaño. "Eran muy inteligentes resalta, sólo les faltaba hablar y hacían caso en todo".

Los días transcurrían en cada trayecto, para lo cual los "troperos" se veían obligados a trasladar grandes alforjas conteniendo pan, café y los "vicios", como se le llamaba al mate o los cigarrillos para armar.

El almuerzo o la cena era obviamente carne. Leña no faltaba y, cuando Antenao olvidó el asador, pudo conocer con el tiempo que la jarilla verde no se quema cuando se expone al fuego. Suple y muy bien al asador de cruz. En consecuencia, los costillares asados por su padre eran un verdadero manjar.

La pava ocupaba demasiado bulto en las mochilas del joven "tropero", por lo tanto era mejor colgar de la crin del caballo una lata de duraznos, a la que llamaban "crota". Así, luego la emplearían como una verdadera cebadora cuando llegaba la hora de compartir unos "verdes".

Admite que "cuando llovía, la precipitación era en serio y no como ahora. Los veranos se presentaban más calientes que nunca, con lo cual la vida del tropero era dura, ardua y lenta".

Por poco se salvó de la muerte cuando tenía 16 años. Un fulminante calor le provocó una insolación. La familia no dudó un instante, buscó al destacado médico Antonio Sussini y la única manera de que el muchacho saliera adelante fue una transfusión sanguínea.

Su padre le enseñó a tusar el caballo, a bolear avestruces y unas pequeñas mañas. Una verdadera tabla de cálculos para certificar que la cantidad de animales en una misma jaula de un convoy era la correcta.

Observó a las espaldas de su padre que cuando los corderos, capones o vacas circulaban por la manga de embarque había absoluto silencio. A medida que subía determinada cantidad, Ralinqueo y el estanciero Elvio Castello solían lanzar cada uno, una piedra al suelo. Cuando preguntó el motivo, era que cada piedra representaban 20 ejemplares. "Ahora cuando no les coincidían, entraban a la jaula y contaban a las corridas y desesperadamente cada 50, pero siempre les salían bien", se ríe.

Antenao sólo concurrió hasta quinto grado a la Escuela Nº 2 de Viedma. La maestra, desacostumbrada a verlo por las aulas luego de semanas en los polvorientos caminos de la zona atlántica, solía darle un solo mandato: "Usted, Antenao, dedíquese a alimentar la estufa, nomás...".

 

SUSTO ENTRE LOS TAMARISCOS

Cuando tenía 16 años le tocó bailar con las más fea. La vuelta al atardecer a solas de un campo era un verdadero suplicio. Viedma estaba rodeado por el río y, al sur, por la laguna de El Juncal. Las únicas vías de acceso eran el puente Molina y una fangosa ruta de largos tamariscales llamada "La tramposa". Escuchó a muchos conocidos contar que, cuando trotaban por allí, se les aparecía en el anca del caballo un hombre sin cabeza, que los paralizaba de miedo y no les dejaba llegar a tomar el "facón" guardado en la cintura para defenderse. Antenao tenía órdenes de que, cada vez que cabalgaba por allí al anochecer, tenía que evitar ser protagonista involuntario de esa habladuría. "Vos seguís a paso firme, dale al rebenque y nunca mirés para atrás", le recomendó quien lo crió y lo guió en la vida.

Como las penas seguían y las vaquitas eran ajenas, Antenao prefirió buscar rumbos más seguros tras una década de gastar recados. Con la provincialización de Río Negro y merced a una amistad familiar, el primer gobernador constitucional, Edgardo Castello, lo nombró como ordenanza en la Casa de Gobierno. Esa estabilidad le permitió asegurar el sustento para su familia (tiene cuatro hijos y varios nietos), aprovechar los ratos libres para darse el gusto de jugar al fútbol destacándose por sus dotes de gran defensor en los clubes San Martín y Villa Congreso.

Como provenía del campo y era áspero para disputar el balón, su sobrenombre en las canchas aún sigue siendo recordado como el "torito pampa". Su pasión por la patria y los colores de la bandera lo hicieron hincha de Racing. Le suele espetar a los hinchas de Boca Juniors o de River Plate que la "Academia" abrió el camino hacia el campeonato mundial de selecciones en 1978. Para él lejos de toda performance actual Racing se consagró en forma consecutiva campeón argentino, sudamericano y mundial con aquel golazo que aún tiene lozano en sus retinas, el del "Chango" Cárdenas en el estadio Centenario de Montevideo contra Fallon, el arquero del Celtic de Escocia.

Entre tantos años de escuchar y seguir al campesinado sureño, heredó un brazalete autóctono. Agradece haber aprendido a tocar de oído la guitarra, que aún le permite rescatar para la memoria popular milongas camperas inéditas. Todas pintan de cuerpo entero al gauchaje de antaño y sus vivencias.

 

ENRIQUE CAMINO-rnredaccionviedma@yahoo.com.ar

   
   
 
 
 
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