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Sábado 05 de Mayo de 2007
 
 
 
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  “Nuestros padres aprendieron aquí a ser fruticultores”
Mariano y Juan Carlos Gherzetic Höcker y Agata Pamich Höcker viven en Allen.
Cuentan la historia de sus padres, migrantes de las comunidades croata y eslovena.
Llegaron al Valle en la década del ’20 y se convirtieron en celosos productores.
 
 

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 Mariano, Juan Carlos Gherzetic Höcker y Agata Pamich Höcker son hermanos y relatan la historia de sus familias, las cuales se radicaron en el Alto Valle en la década del ’20.
Ellos son hijos de Zorka Höcker, una inmigrante que llegó a Plottier con sus padres, hermanos y abuela desde Europa.
 El padre de Zorka, el “Tata” –como lo recuerdan sus nietos– fue el primero de la familia en llegar a este país. “Era un alemán de la Selva Negra –relata Mariano– que en Europa era constructor, de los primeros en especializarse en construcción utilizando cemento”.
El “Tata” había estado en la Primera Guerra, de modo que cuando intuyó que se avecinaba una segunda contienda decidió su destino de inmigrante. El ascenso de Hitler fue decisivo. En 1927 se embarcó hacia América. Llegó solo a Argentina. Estuvo en el Hotel de los Inmigrantes e inmediatamente se relacionó con la colectividad alemana. Justamente se enteró, en el Club Alemán, que se estaba colonizando esta zona. Compró tierras en Plottier, en la colonia de los ingleses, ligada a la empresa del Ferrocarril del Sud. Höcker, huyendo de la guerra, se había convertido en pionero.
En Europa quedó su esposa (Ana), su suegra (María) y sus tres hijos: Zorka María, Miquela (nombre castellanizado) y Franz. Vivían en Goritzia, Tolmino (antes Yugoslavia). Ana era dactilógrafa y taquígrafa y su suegra, obstetra diplomada en Austria. Ellas eran de Eslovenia, con rostros duros pero corazón tierno. Cuando Höcker envió la llamada a su familia, su mujer vendió la casa familiar, pero antes de dejarla guardó un montón de sus pertenencias en un hueco que quedaba bajo la escalera de la casa. “Lo hizo con la esperanza de volver algún día a su tierra, pero nunca pudieron hacerlo...”, relata emocionada la nieta de aquella mujer. Su tesoro quedó para siempre en aquel desván. La suegra de Höcker quizá fue más realista. Cuando llegó el momento de partir, dejó pagada la tumba de su difunto esposo por 200 años.
La familia se embarcó y, al pasar por el peñón de Gibraltar, Europa quedó atrás para siempre.
 En América todos nacían a una vida nueva. Höcker, constructor de oficio, devino en chacarero. Su hijo, quien había sido seminarista en Croacia, abandonó su intención de vestir sotana y se convirtió en escribiente de la comisaría de Plottier, donde la policía era analfabeta. Su suegra continuó desplegando sus saberes y llegó con innovaciones para las parturientas de la Patagonia (ver Historias...). “Contaba siempre que implementó algo desconocido por estos lugares, la silla para parir. La ‘nona vequita’, como le decíamos a nuestra bisabuela, trajo al mundo a gran cantidad de vecinos de Plottier y Neuquén...”.
Pero antes de llegar a Río Negro, las hijas del matrimonio y su abuela permanecieron una temporada en Buenos Aires. “Mamá –cuenta Agata– tenía unos 18 años cuando llegó a este país y trabajó de dama de compañía para ayudar a sus padres a hacer la chacra. Mi tía acompañaba a mi abuela y mamá fue contratada por la familia Blaquier Unsué, precisamente por la tía de monseñor Jaime De Nevares. Mientras tanto mis abuelos hacían la chacra. Debe haber sido un shock para estas mujeres el lugar. Mi bisabuela, mi abuela y mamá eran gente instruida, que había vivido en ciudades con servicios como agua y luz y aquí todo era un desierto...”. “El ‘Tata’, en cambio, estuvo mejor –agrega Mariano–. El era bohemio, le gustaba la libertad, trabajaba con gusto la tierra y cuando terminaba la faena salía a tomar una cerveza negra, costumbre que nunca perdió”.
“La tía Miquela, que aún vive, al llegar a esta zona conoció en Neuquén a un italiano de Trieste, Arigo Figa, quien trabajaba en la construcción del puente ferrocarretero y luego en la gobernación. Ellos tuvieron tres hijos: Bruno, Berta y Silvana”, cuenta Agata.
 “Mi mamá –continúa Mariano– conoció en una fiesta de la colectividad eslovena en Buenos Aires a mi padre, esloveno del valle de Itria. Se llamaba José Grzetic, como era nuestro apellido antes de atravesar la aduana argentina. Ambos hablaban el esloveno. Papá llegó en el año ’23 a Buenos Aires y abrió con un socio un restaurante de comidas típicas de su país. El restaurante estaba en Villa Devoto, donde había mucha gente de su colectividad. Papá se casó con mamá en 1942 en Neuquén. Después de casarse, él se quiso independizar y consiguió trabajo de carpintero en la estancia de los Blaquier Unsué donde está el palacio que hizo construir esa familia... A orillas de ese palacio nací yo, casi un príncipe (risas). Cuando papá terminó su trabajo en la estancia nos mudamos a Capital, hasta que mis padres decidieron venir a Plottier. Llegaron en 1947. Ya había nacido mi hermano Juan Carlos (Ivan)”.
 En Plottier, Zorka tenía a su padre y José estuvo de acuerdo en sumarse a la familia productora. Los primeros pasos los dio con Höcker, luego trabajó como encargado en las chacras de Capellán y después en una chacra de la familia Medhi, donde sembraban papas. En 1950, a los 39 años y llevando unas bolsas de semillas de papa al ferrocarril, José tuvo un accidente y murió. Su mujer y sus hijos se mudaron a la chacra de Höcker. “El ‘Tata’ nos ayudó mucho cuando papá murió; mi bisabuela y mi abuela habían muerto un poco antes, casi al mismo tiempo, apenas nos habíamos mudado aquí. Vivimos con él y estuvimos pupilos en el San Miguel”.
 El “Tata”, las abuelas y Grzetic fueron enterrados juntos en Plottier. “Por una decisión muy loable, un intendente resolvió enterrar a todos los pioneros de esa localidad en un mismo predio, para que las generaciones futuras puedan saber quiénes fueron los primeros pobladores”.
 Unos años más tarde de enviudar, Zorka empezó a trabajar como clasificadora en el galpón de empaque “El Cipoleño”. En aquel lugar conoció a Antonio Pamich, con quien se casó en 1954. Entonces, la familia de Zorka iniciaba otra etapa en el Valle.

DEL IMPERIO AL VALLE

Antonio Pamich también fue un inmigrante que desplegó dos vidas intensas. “Trabajó en el Imperio Austrohúngaro, fue húsar de la guardia personal del archiduque Francisco José. Cuando estalló la Primera Guerra, Pamich fue tomado prisionero y llevado a Rusia. “El contaba que en Rusia aprendió a destilar todo tipo de alcoholes porque, en realidad, se vieron obligados a destilar la orina con hielo. La prisión allí fue durísima, pero logró escapar junto a un grupo de prisioneros. Siempre contaba que sobrevivió a una travesía por la estepa rusa gracias a la ayuda que le prestaron tribus seminómadas que andaban por allí. Fue entonces que aprendió a comunicarse con los gitanos, una relación que mantuvo durante toda su vida, puesto que en Neuquén hizo amistad con las dos principales familias de gitanos que estaban por esta zona, los Costich y los Traiko”, relata Mariano. “Papá me traía siempre a tomar el ‘chai’ con los gitanos. Tenían sus campamentos por la zona del aeropuerto de Neuquén”, agrega su hija.
Pamich llegó a la Argentina en 1923, llegó con un hermano llamado Roque, eran jóvenes y ya habían perdido a sus padres en Europa. Al poco tiempo de llegar, vinieron a trabajar a las chacras de Huergo y Canale. Antonio trabajó lo suficiente como para comprar una propiedad en Cuatro Esquinas. “En esa chacra aprendió a ser fruticultor –cuenta Mariano–. Fue un celoso productor toda su vida. Tenía una chacra impecable, no había ni una fruta en el suelo. Eran muy cuidadosos con la sanidad del monte”.
 En 1928, Antonio se casó. De su primer matrimonio nacieron 4 hijos (Rosa, Ana, María y Nino) y en 1948 enviudó. Seis años más tarde, Antonio conoció a Zorka, con quien tuvo una hija, Agata, quien narra esta historia.
Antonio vendió su chacra de Cuatro Esquinas y compró 18 hectáreas en Allen a la familia Mercuri. Poco tiempo después hizo un secadero de frutas, “Frudear” (Frutas Desecadas Argentinas). “Empezó en 1957. Hacía fundamentalmente orejones de peras, los preferidos de alemanes e israelíes, sus clientes. Exportaba toda la producción, excepto algo de ciruelas que volcaba al mercado interno. En ese secadero trabajamos todos –relata Mariano– pero casi todo el personal era femenino. Era un trabajo delicado, manual, entonces se contrataba a mujeres”. 
El secadero fue pionero en la región y trabajó muy bien varios años. En 1962 Pamich murió y decidieron, de a poco, dejar la actividad. Parte de la infraestructura la vendieron a la familia Genari, quien continúa con esa industria.
Al morir Pamich, Zorka y sus hijos se mudaron a Buenos Aires, donde Antonio había comprado una propiedad. Entonces, Mariano y su hermano Ivan ya estaban en la Universidad en La Plata y Agata hacía su primaria. Cuando Ivan se recibió, volvió al Valle y todos fueron volviendo a esta región. Zorka vivió el resto de su vida en Allen, donde hoy están sus hijos, su descendencia, sus nietas (Brenda Lara y Alenka) y su bisnieta, Abril. Mariano, de algún modo, fue el que se mantuvo más ligado a la tierra. Su infancia en la chacra del “Tata” continuó en el secadero de Pamich, donde aprendió de fruticultura. Estudio cine, fue docente y trabajó muchos años en la Secretaría de Fruticultura. En aquella experiencia nació un espacio radial que lo mantiene hoy ligado a la familia productora.


 

 

   
Susana Yappert
sy@patagonia.com.ar
   
 
 
 
Diario Río Negro.
Provincias de Río Negro y Neuquén, Patagonia, Argentina. Es una publicación de Editorial Rio Negro SA.
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