La experiencia del inmigrante es intransferible. Las sensaciones de dejarlo todo, de quemar naves, de una despedida “para siempre”, de emociones encontradas entre lo viejo y lo nuevo, de nostalgias eternas, sólo pueden conocerlas aquellos que dejaron la propia tierra en busca de nuevos horizontes.
El tiempo del desarraigo, aun cuando se haya dejado un mundo triste, pobre o conflictivo, consume una buena dosis de energía. Los preparativos, las valijas, el momento de la elección de lo que se lleva y lo que se deja, todos pequeños actos de enorme densidad en términos espirituales. Luego, el atravesar la frontera, el viaje, entre expectante y confuso. Sigue otro momento, el de la muerte de las fantasías, el de la llegada, cuando uno se enfrenta a lo que realmente es. Los reencuentros, los encuentros, cuando no la soledad y después el tiempo del aprendizaje, el de una nueva cultura. El tiempo de la adaptación.
Es tan fuerte la experiencia que la mayoría de los inmigrantes inician el relato de sus vidas en este momento, cuando nacen a una vida nueva. El pasaporte es su real partida de nacimiento.
Teresa Iuorno y Genaro Aloisio son dos inmigrantes en los que esta secuencia aparece claramente. Dos relatos que se hacen uno cuando finalmente echan anclas en un país nuevo, cuando lo siembran, cuando llegan los hijos. Pero en esta historias se agrega otro ingrediente, el de la sociabilidad. La adaptación se da en ellos dentro de una comunidad de lengua, luego se extiende a inmigrantes de otros orígenes, a los vecinos y a la comunidad de amigos que, finalmente, devuelve la sensación de pertenencia.
Un recuerdo imborrable de Teresa es la bienvenida que les dio la familia. La tía Gina, esposa de Antonio Iuorno, cuando los vio llegar salió a la calle gritando: “¡Hanno arrivato gli italiani!”. Pasados los primeros días, la adaptación de su familia no fue cosa sencilla. Para Angella, la mamá de Teresa, fue un shock; se entristeció tanto que tuvo que viajar su hermano Juan desde Italia porque en su pueblo decían que Angella había muerto de tristeza. El se quedó 4 años con ellos y los ayudó a comprar el terreno donde construyeron su casa. Cuenta Teresa que a los pocos días de llegar ya estaban todos trabajando. Su hermano aprendió de carpintero con los Alcoleas y la tía Gina, que era pantalonera, les enseñó a las hermanas su oficio, mientras que sus primos Iuorno los ayudaron con el aprendizaje del nuevo idioma. La adaptación duró como dos años. “Nosotras cantábamos para alegrar a mamá que estaba mal, pero cuando nos quedábamos cociendo hasta las 4 de la mañana y ella no nos veía, llorábamos tanto que no podíamos enhebrar la aguja... No fue fácil, pero salimos adelante. Con nuestros parientes aquí también empezamos a conocer gente, a salir. Así conocí a mi esposo, Genaro”.
Cuando comenzaron el noviazgo, Angella y María, la mamá de Genaro, se empezaron a frecuentar. Las unían los hijos y todo un pasado común. Desde entonces, Angella empezó a estar mejor, ya tenía una amiga y, sobre todo, una amiga con la que compartía la nostalgia por su tierra. Con el tiempo, los Aloisio hicieron una familia del corazón. Tenían unos vecinos entrañables, la familia Alcoleas. “Vivían en frente de casa y siempre estuvieron para tenderles una mano. Mi nonna María fue la madrina de Alicia, con quien tuvieron una relación muy especial”.
Si hay dos rasgos que caracterizan a Genaro, éstos son su fortaleza para enfrentar los innumerables obstáculos que tuvo que sortear desde pequeño y su agradecimiento a los amigos y a la familia que la vida le dio. Tenía un grupo de amigos muy grande. El tocaba el bandoneón y se juntaban con otros a hacer música y a bailar. En Roca, por los años ’40 había un bar famoso, el bar de Pitulo (Calvo) donde se reunía la muchachada a divertirse… Aquel fue el lugar de encuentro durante años. Un sitio que Genaro y muchos vecinos de Roca guardan con afecto. (SY)