| Giovanna pone sobre el fuego su cafetera italiana y llena un plato de amarettis. Minutos más tarde se suma a la charla Emilio, su esposo. La tarde pasa y no alcanza para el tupido anecdotario que despliega este matrimonio que hace casi 60 años llegó a Cipolletti. Décadas de trabajo intenso. De tardes en el galpón de empaque y de trasnoches amasando pastas para alguna celebración. Giovanna Novi y Emilio Coccia hace apenas unos años decidieron descansar. Aun así no conocen el “dolce far niente”. Emilio dentro de unos días cumple 90 años y pasa sus tardes haciendo un limoncello exquisito y dulces para sus nietos, y Giovanna sigue atenta como siempre a su familia y a quien la necesite. “Damos gracias a Dios –afirma ella– por habernos dado salud y trabajo para ayudar a nuestra familia. Trabajamos duro, pero vimos los resultados. Aun así no le recomiendo a nadie la vida de inmigrante. Se sufre, se extraña y no un día, siempre...”. Giovanna y Emilio nacieron en Italia, en la zona de Ascoli Piceno. Ella era la mayor de 11 hermanos y sus padres, terratenientes. La familia de él, en cambio, no poseía tierras, aun cuando eran ancestrales agricultores. Cuando comenzó la Segunda Guerra la vida cambió para todos. Giovanna tenía entonces 10 años y Emilio 22 y fue alistado. “Mi papá –relata Giovanna– hizo una cueva para protegernos de los bombardeos. El pueblo que estaba cerca de nuestra propiedad quedó destruido y nosotros nos salvamos porque estábamos en el campo escondidos. En mi familia nadie fue al frente pero todos supimos del miedo, de las bombas, de racionamiento y de hambre”. Emilio, un poco antes de que estallara el conflicto, fue entrenado para una misión. Primero estuvo en las Oficinas de Reclutamiento de Bologna, luego en Roma aprendiendo fotografía y, de allí, fue enviado para hacer sus fotos a Florencia al Instituto Geográfico Militar. “Yo me había graduado de radiotelegrafista, así que me entrenaron como paracaidista y me mandaron junto a 5.000 italianos a Egipto. Fui afortunado. De esos 5.000 mataron a 4.856. Soy un sobreviviente. En Egipto me hirieron y caí prisionero de los ingleses... Recuerdo especialmente el hambre, el hambre y el viento. El viento del desierto era feroz. Nos daban con suerte un litro de agua por día, para beber y para asearnos. Antes de estar prisionero salvé mi vida comiendo dátiles, dátiles que estaban agusanados y que comía igual porque eran el único alimento...”. El 6 de abril de 1943, recuerda con precisión, Emilio cayó prisionero. Desde entonces su trabajo fue cuidar a otros prisioneros, con quienes compartió durante 18 meses un único alimento: arroz. Terminó la guerra y el 29 de junio de 1946 volvió a casa. Poco tiempo después, Emilio conoció a Giovanna y fue en el tiempo del noviazgo y de la posguerra que alojó el sueño de partir. “Nos casamos el 29 de octubre de 1949 –relata Giovanna– y el 11 de noviembre mi marido partió solo a hacer la América. Durante un año no lo vi”. Emilio tenía en Buenos Aires un hermano, quien le cursó la llamada, pero una demora en sus documentos le complicaron su inserción laboral. “Llegué el 4 de diciembre de 1949 y, como no me salía el documento, no podía trabajar. Entonces un paisano me dijo que me vaya a la Patagonia. ‘¿Ma... dónde está la Patagonia?’, le contesté. No tenía idea, pero no dudé. Al otro día estaba en Constitución, tomando el tren para Cipolletti. Me dieron un contacto acá”. “El tren tardó 30 horas. Llegué un mediodía todo blanco de tierra. Busqué a la persona que me iba a ayudar pero nunca la encontré. Entonces me fui a hablar con el cura, con el padre Vico y él me llevó a ver a un martillero de apellido Manara. Este señor me guió”. El primer empleo que Emilio consiguió fue en el galpón de Siracusa. Luego, en la parroquia conoció a otros vecinos, entre ellos a Galardi quien le sugirió que se presentara en el Frigorífico Cipolletti, entonces de las familias Toschi y Gasparri. Fue contratado y estuvo en la firma algunos años, hasta que los socios se separaron y él siguió trabajando con Toschi hasta jubilarse. En medio, y tras 12 meses de vivir en distintos continentes, Emilio pidió dinero prestado para traer a su esposa al Valle. Antes de su llegada, él había alquilado una habitación y una cocina para recibirla. Un hermano de Emilio la acompañó a embarcar. Ella tenía 21 años y era la primera vez que salía de su casa. Tenía terror. Viajó en un barco carguero durante 32 días acompañada de gitanos. “Llegué el 22 de octubre a Buenos Aires. Había niebla. Mi marido me esperaba con su hermano y mi cuñada que tenía un bebé en brazos. Salimos pronto para Cipolletti... ¡Si hubiese imaginado lo que venía juro que me volvía a Italia!”, afirma risueña. “Mi marido me dijo que unos amigos nos esperarían en la estación. Yo tenía mucho equipaje así que me imaginé que nos esperaba un vehículo. Nada de eso. ¡Nos fueron a buscar en bicicleta! (risas). Uno se acuerda ahora y se ríe... pero la verdad es que cuando llegué a la casa casi muero. Yo no hablaba español, pero cuando la vi no hablé ni en italiano. Me quedé muda. Era una casa humilde y tenía que ir a buscar agua afuera, a una acequia. Todavía guardo el balde y la palangana que usé durante años...”. Giovanna cree que toda esta rusticidad sirvió de estímulo. Al poco tiempo de llegar a la Argentina nació su única hija, Ana Rita y desde entonces y a lo largo de 40 años, trabajaron sin descanso. Emilio trabajaba en el galpón de Toschi y ella fue contratada como embaladora. “Un capataz me enseñó a embalar. Trabajé en fruticultores Unidos 2 o 3 años y después me fui a trabajar al galpón de Gasparri. Don Roberto Gasparri era un hombre fabuloso, casi un padre para mí. Trabajé 18 años de embaladora allí. Gané bien. Sobre todo por trabajar horas extras. Me acuerdo la alegría del primer sueldo. Mi marido cobraba de sueldo 350 pesos y yo aparecí con un billete de 1.000 pesos. ¡No lo podía creer!”. “Cuando había paro, yo trabajaba igual. Los sindicalistas me amenazaban pero yo iba igual. Para nosotros, la única posibilidad de salir adelante era trabajando y yo no estaba en política”. “En 1955 empezamos a levantar nuestra casa –sigue el relato Emilio–. Primero hicimos la casa propiamente dicha y, luego, las dependencias donde funcionó nuestra empresa familiar”. Las pastas de Giovanna Como en el galpón Giovanna trabajaba fuerte durante la temporada, en invierno se gestó una empresa que el matrimonio llevaría adelante durante décadas. Un día, una amiga, Ema Crocceri, le preguntó a ella por qué no se dedicaba a cocinar para fiestas. Y, en aquella charla, nació un servicio que miles de valletanos disfrutaron. “Yo nunca había cocinado para cientos de personas. Cuando empecé lo único que sabía era que, para hacer tallarines, el cálculo era un huevo por persona. Y así empecé. Pura audacia. El primer trabajo grande que tuve fue el casamiento de la familia Topi. Tenía que hacer el servicio para 350 invitados. Esta fue la prueba de fuego. Salió bárbaro. Desde entonces y a lo largo de 40 años cocinamos para todo el valle. Nuestra especialidad, las pastas”. A medida que los pedidos se multiplicaban, la familia se reorganizó. Emilio hizo todos los utensilios necesarios para hacer pastas para gran cantidad de comensales (bastidores gigantes para los ravioles, una horquilla para revolver las pastas, enormes coladores, mecheros caseros, instrumentos diseñados todos por él mismo y que guarda amorosamente en su cocina), compraron vajilla, un jeep y cientos y cientos de kilos de harina para amasar las pastas que se convirtieron en una marca. “Hicimos de todo. En 1974 también abrimos una heladería- pizzería que nos ayudaba a atender nuestra hija. Emilio fabricaba los helados y yo hacía los postres helados y las pastas para los eventos. Cociné una vez por semana –y durante 23 años– para el Rotary e hice tallarinadas para escuelas, clubes, etc. Siempre para cientos de personas”. Las pastas se hicieron tan famosas que la llamaban a Giovanna porque, si no cocinaba ella, no se vendían las entradas. Ella lo admite con modestia. “Cocinamos, progresamos e hicimos muchos amigos. Eso es lo lindo de esta actividad. Para el Círculo Italiano cocinamos siempre. El Círculo fue para nosotros como otra familia. Mi marido es el único socio fundador vivo. Tenemos una historia en común con este lugar”. Y así pasaron los años. Pudieron volver a Italia contando que su aventura y sus dolores de inmigrantes habían tenido sentido. “Después de que terminamos la casa y mi hija pudo terminar sus estudios, ahorraba y me iba a Italia. Por suerte fui varias veces. Casi toda mi familia estaba allá. En 1961 viajé y me ofrecieron trabajo. Volví acá dispuesta a vender todo. Pero por esas cosas de la vida, no nos pusimos de acuerdo con el comprador de la casa y ya nos quedamos para siempre en este país”. Seguiría otra etapa. “Mi hija se casó y enviudó joven con 4 hijos pequeños: Nicolás, Luciano, Estefanía y José Ignacio. Ella trabajaba en Hidronor, pero claro, tuvimos que ayudarla con sus chicos. Entre todos pudimos salir adelante. Todos crecimos y los chicos pudieron estudiar. A veces el dolor te une –afirma esta italiana de corazón generoso–, te hace fuerte, y nuestra familia es un testimonio de eso. Nuestros nietos saben, por el ejemplo que les dio su madre y el que le dimos sus nonnos, que con esfuerzo casi todo se logra”. |