Antonio José Sartore es peluquero a tiempo completo. Vive en Allen hace casi 60 años y hace 70 que anda con sus tijeras en la mano. Nació en Italia y durante la Segunda Guerra aprendió este oficio para poder sobrevivir y ayudar a su madre. Antonio nació el 28 de febrero de 1929 en Italia, en la región del Veneto. Hijo de Albino Sartore y Ancilla Tonón, quienes tuvieron tres hijos y una hija en tiempos de entreguerras. Un tiempo oscuro y que marcará definitivamente la historia de esta familia. "Mi padre era albañil y fue enfermero durante la Segunda Guerra. Estuvo desde 1940 a 1942 en Alemania con la Cruz Roja. Cuando estuvo en el frente de batalla, él mandaba un cheque pero no alcanzaba y tuvimos que salir a trabajar para ayudar a la familia. En un momento, yo mantuve la familia. En frente de casa teníamos un cuartel y yo iba allí a buscar el rancho para que mi familia comiera... lavaba la marmita y a cambio me daban comida...". Antonio recuerda aquellos pesares y hace un silencio que le devuelve a los horrores de la guerra y al hambre. Dos motivos que le abreviaron su infancia y lo colocaron en el lugar del proveedor de su familia apenas con 10 años. "A los 10 años empecé a aprender mi oficio. Un día fui a cortarme el pelo y el peluquero me preguntó si quería trabajar con él. Fui un tiempo y después me fui a trabajar con Plinio, otro peluquero que era vecino nuestro. Plinio era un patrón bárbaro. Un maestro. Lo primero que me hizo hacer fue limpiar con un cepillo a los clientes después del corte. También aprendí a afeitar ¡Y a los 12, 13 años ya cortaba! A veces iba a cortar a las familias que vivían en el campo y me pagaban con comida. También pescaba, descargaba camiones de carbón. De todo un poco". En el tiempo de la guerra y mientas duró la alianza con Alemania relata Antonio los soldados alemanes se llevaban todo. "Por eso fue creciendo la bronca contra ellos, especialmente contra los SS, que eran asesinos, no respetaban nada. Por eso yo me hice partisano". "En el 43 rompimos con Alemania. Había bombardeos todo el tiempo. Con uno de mis hermanos nos hicimos guerrilleros. Salíamos por la noche a esperar el avión, que se llamaba Pipo, que traía comida y armamentos. Teníamos un escondite. Hablábamos en clave. Si nos decían: 'Esta noche llueve', sabíamos que venía el avión. Esperábamos el sonido del avión y las bengalas. Si eran de un color, eran aviones amigos, si eran de otro color, eran aviones alemanes. El avión Pipo tiraba su carga y nuestro trabajo era enterrarla enseguida. Normalmente a este avión lo seguía un avión alemán. Así que hacíamos todo rápido porque sabíamos que atrás seguro venían los alemanes. Terminábamos de enterrar todo y nos íbamos. Por la mañana siguiente volvíamos al lugar a desenterrar las cosas. La verdad es que a esa edad, yo tendría 15 años, no tenés conciencia del peligro". Otro recuerdo lo asalta. Otro recuerdo del escenario bélico y que ilustra cómo la guerra aniquila el valor de la vida. "Me acuerdo que, una Navidad, un alemán cayó a la peluquería. Como durante un tiempo estuvimos rodeados de alemanes, aprendimos un poco de alemán. Este alemán se afeitaba todos los días y ese día cayó medio borracho y pidió que lo afeitara yo. Se sacó la pistola y me dijo que, si lo hacía sangrar, tomaba esa pistola y me mataba. Yo lo afeité con mucho cuidado. Terminé, se fijó que no tenía sangre y me felicitó. Me preguntó qué pensaba hacer si lo cortaba. Y yo le dije que estaba preparado para usar mi navaja para defenderme si él tomaba la pistola, entonces me volvió a felicitar". Mientras duró la guerra y cuando su padre volvió del frente, trabajaba de albañil. Lo hacía a lo largo de los seis meses cálidos, los otros seis no podía por el frío y la nieve. Los hermanos de Antonio, Pedro y Bruno, aprendían entonces el oficio de mecánicos y su hermana Verónica, el de modista. Aun así, Italia estaba devastada y fue durante la guerra que sus padres pensaron en salir del país. Se decidieron por Argentina porque aquí Ancilla tenía un hermano. Salieron del puerto de Génova el 2 de octubre de 1949. "En el barco yo trabajé un poco en la cocina cuenta Antonio. Sabía que si trabajaba allí comería bien todo el viaje. Y así fue. También me permitían llevarles comida a mi mamá y mi hermana que se sentían mal en el barco...". En Buenos Aires los esperaba Antonio Tonón. "El tío que nos esperaba vivía hacía años en Allen. Era carpintero y después de la guerra nos mandó la llamada. En Argentina ya estaba mi hermano Pedro hacía 8 meses". También tenían un conocido, Gino Scalco, "un amigo de Italia del mismo patio que vivía en Remedios de Escalada. Cuando llegamos a Buenos Aires compramos unos fiambres que comimos en la plaza. El amigo Gino nos dio alojamiento por la noche. Nosotros no sabíamos que había un Hotel para Inmigrantes en donde podíamos descansar del viaje, así que nos tomamos el tren para el valle. El vagón no tenía vidrios y era de madera. Entraba tierra por todos lados. Durante el viaje yo me preguntaba: '¡¿Dónde vamos, al fin del mundo?!'. Veía campo, campo, cielo, cielo...". El 27 de octubre, casi un mes después de partir de Italia, Antonio y su familia llegaron a Allen. "Llegamos a las 8 de la mañana de un día de sol. Bajamos los baúles y lo primero que hicimos fue armar las bicicletas para irnos a dar una vuelta para conocer el pueblo. Al rato, empezó el viento, cada vez más y más fuerte, era un infierno. Yo no conocía el viento de la Patagonia. Eso era algo nuevo para mí. Estaba impresionado... por el viento y por el lugar, era todo salitre, todo tamariscos. Dije: '¡Mamma mía, yo de acá me voy!'... pero uno ya no podía volver...". La adaptación fue veloz para los Sartore. Inmediatamente comenzaron a trabajar y apenas quedaba rincón para las nostalgias. Antonio trabajaba en el patio de la casa de su tío. Debajo del parral cortaba el pelo a los clientes. "Ya en la temporada empecé a trabajar en la fruta, embalaba en el galpón de Pedro Giménez, hasta que junté suficiente para poder comprarme la primera peluquería. Era de un peluquero de Cipolletti. Se la compré y empecé la lucha...". Su padre trabajaba en lo suyo con un vecino, Silenzi. Lo hizo durante algunos años. Pero como era ya un hombre mayor, sus hijos decidieron que no trabajara más en el oficio y desde entonces fueron ellos los que aportaron a la familia. "Al principio le alquilé a mi tío un salón. Le alquilábamos también una casa en la que vivíamos todos juntos. La primera peluquería que abrí estaba en la avenida Roca. Allí estuve 16 años". "Ibamos siempre a la Asociación Italiana, ése era nuestro lugar de reunión. Mamá nunca habló el 'castilla', papá más o menos. Ellos vinieron mayores. Aun así, se adaptaron... Ellos, mis padres, no sufrieron mucho el cambio. Para nosotros todo fue positivo. Enseguida estábamos trabajando y progresando. Claro que con sacrificio. Yo trabajaba como 15, 16 horas por día. A veces cerraba a la 1 de la mañana. Mi mujer se dormía sobre la mesa esperándome. Otras veces, eran los chicos quienes me esperaban escondidos debajo de la mesa, para darme una sorpresa...". Aún hoy se emociona cuando lo recuerda. Pero trabajó intensamente y obtuvo su recompensa. Fue disciplinado, ahorró y pudo comprar una casa y su peluquería. Pero no todo fue trabajo, en la peluquería también hizo muchos amigos. "La peluquería trae amigos agrega su mujer... Además, mi marido siempre fue muy sociable. Tenía su grupo de bicicleta, el del fútbol...". Sigue Antonio el relato: "Llegué a la Argentina con 20 años. ¡Trabajé tanto cuando vine que la ruta 22 la conocí muchos años después de vivir en Allen. ¡Mirá lo que te digo!¡La ruta 22! Es de no creer... Pero así fue. Llegué y me puse a trabajar. Era, soy, un adicto al laburo. Trabajé siempre, hasta los domingos y los lunes. El único día que cierro es el Día del Peluquero. Como trabajaba el domingo un sargento me volvía loco. Un domingo vino a increparme y justo le estaba cortando al comisario Cánepa. Listo, nunca más me dijo nada (risas). A veces, los domingos andaba Yacopino con el camión de Cunti y me llenaba la peluquería de clientes". En 1955, seis años después de su llegada, Antonio se casó con Ileana Alba Pennesi. Se conocieron en misa y comenzaron una relación en una fiesta de la Asociación Italiana. Ileana era hija de Rosa y de Nazareno, inmigrantes italianos que habían llegado a Allen de viaje de bodas y ya nunca regresaron a su tierra. Los Pennesi eran de Le Marche. Llegaron en el año 1926 a la Argentina visitando a familiares. Estaban emparentados con los Campetella y los Diomedi, que hacía años estaban radicados aquí. "Mi abuelo paterno era de apellido Toscana. Y un Toscana se casó con una Campetella. Antes te enseñaban el parentesco porque las familias tenían muchos miembros. En casa, mi abuela servía en la mesa a 29 personas. Las mujeres sí que tenían trabajo. Hacían todo, además de tener muchos hijos. La abuela contaba que lavaban la ropa una vez por mes en un arroyo, arriba de las piedras... Nosotras ya pasamos a la tina y por suerte, al lavarropas (risas)". Sus padres habían pasado la guerra del '14 y se hicieron inmigrantes porque querían salir de Italia. Mi papá era el chacarero del doctor Pomina. En esa chacra pasamos nuestra infancia. "Con mi marido nos conocimos en misa. Nos vimos y luego nos encontramos en un baile de la sociedad italiana. El venía a verme a la chacra en bici. Nos veíamos los domingos junto a la familia. Al baile íbamos una vez al año. Nosotros éramos cinco mujeres y un varón. Una vez al año íbamos al cine Lisboa. Y otro entretenimiento era ir a esperar el tren...". Antonio se casó con Ileana en 1955 y desde entonces trabajan juntos. El en la peluquería y ella en un comercio que, a su vez, está pegado a la casa familiar. Antonio e Ileana tuvieron tres hijos: Hugo, Gabriela y Silvana. Con la llegada de sus hijos, Antonio adoptó definitivamente este país. No es que haya tenido dudas. Jamás pensó en volver. El tiene claro que su patria está donde están sus afectos. Y todos crecieron cerca suyo. Sus hijos le dieron 10 nietos que llegaron uno a uno para poblar la casa de los abuelos. Antonio los enumera: "Alejandro, Malén, Franco, Noelia y Melisa (mellizas), León, Jerónimo, Patricio, Guido y Greta. Y tenemos un bisnieto, hijo de Alejandro, Juan Ignacio". Y para que no queden dudas de lo 'familiero' que es, aclara: "Estuve en guerra. Nunca tuve miedo a nada, pero tengo una debilidad: mi familia. No soporto tener los hijos lejos. Vivo para ellos. Siempre me esforcé para que ellos sean mejores que yo. Pudieron estudiar y me dan todo el tiempo satisfacciones, igual que mis nietos que siempre están por acá... En el '80 volví a Italia. Fue una alegría inmensa, pero extrañaba a mis hijos y volví enseguida. Estoy agradecido a este país. Acá tengo todo lo que quiero. Y después de 60 años, ya soy más criollo que gringo...". SUSANA YAPPERT sy@patagonia.com.ar |