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Sábado 16 de Septiembre de 2006
 
 
 
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  HISTORIA DE VIDA
  Sabores y saberes, de Transilvania a Neuquén
Gustavo Haltrich y su hijo Rolando llegaron  en 1937, con sus recetas, a Neuquén.  Reposteros de profesión, padre e hijo abrieron la mejor confitería de la ciudad. Teresa Haltrich recrea hoy la mística familiar, haciendo bombones con frutas del Valle.
 
 

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Algunas frutas del Valle están a la vista. Otras, ocultas bajo la suave textura del chocolate. Ciruelas, cerezas, guindas o nueces son el alma de bombones con historia. Porque salen de las manos de Teresa Haltrich. Hija y nieta de legendarios reposteros que trajeron sus secretos desde Transilvania.
Teresa retomó la tradición culinaria de sus ancestros para ensayar una sofisticada industria que ya casi es una marca en Neuquén.
Gustavo Haltrich, abuelo de Teresa, era repostero en Transilvania. Un país boscoso enclavado en el centro de Rumania y abrazado por los montes Cárpatos. Allí, en la ciudad de Bräd, Gustavo trabajaba con su esposa, María Bajtos. El creaba en la cuadra todo tipo de dulzuras y ella atendía detrás del mostrador de la pastelería.
Este oficio y esta modalidad de trabajo fueron transmitidos de generación en generación y trasportados a la Patagonia en la década del 30. Pero antes de que esto ocurriera, el matrimonio Haltrich tuvo a sus hijos: Rolando, Elena y Matilde, quienes eran muy pequeños cuando conocieron los horrores de la Primera Guerra Mundial. María recordará toda su vida el pánico que les causaban los bombardeos, las corridas, el vértigo que trajo el cambio total de vida tras el conflicto armado.
Durante ese tiempo oscuro el próspero negocio de la familia Haltrich tambaleó debido a las dificultades que tenía para conseguir las materias primas para la elaboración de sus productos. La economía del continente se complicó y miles y miles de europeos tomaron la decisión de alejarse para siempre de aquel sórdido mundo.
El matrimonio Haltrich llegó a la Argentina poco tiempo después de finalizada la guerra. Nunca contaron por qué eligieron este lugar. No conocían a nadie aquí, mucho menos el idioma. Sus descendientes imaginan que los sedujo la paz de un país que, además, tenía una economía en expansión y una sociedad cosmopolita.
La familia se estableció en Buenos Aires. Gustavo fue contratado como empleado de la prestigiosa confitería del Jockey Club, mientras su esposa y sus hijos se adaptaban al nuevo mundo. Rolando, padre de Teresa, tenía entonces 11 ó 12 años y, durante la temporada que pasó en la capital, disfrutó de la ciudad. Con las pocas monedas que atesoraba en sus bolsillos, sacaba su entrada en la ubicación más barata del Teatro Colón y no se perdía ninguno de los conciertos gratuitos que se hacían en Parque Centenario.
Rolando, por ser el único hijo varón, aprendió el oficio de sus antepasados. Desde muy pequeño reveló una gran sensibilidad artística. En Buenos Aires, asistió a clases de pintura y dibujo, mientras entrenaba sus manos para la repostería.
Luego de unos años, la familia decidió mudarse a Bahía Blanca. Allí Gustavo Haltrich pudo trabajar de modo independiente. Pero la suerte no los acompañó en esta escala. El matrimonio perdió allí a sus dos hijas y todos sus ahorros en el intento por salvarlas. Enfermaron de tuberculosis, en un tiempo de inestabilidad económica.
 Pero el dolor no les quitó los sueños. Encontraron un nuevo destino, Neuquén capital. Este territorio representaba el fin de las vías del tren, pero también el comienzo de un misterio, la Patagonia.

 Dulce sur

El Alto Valle de Río Negro y Neuquén nacía al mundo. Fue durante la década del 30 que pasó del ciclo de la alfalfa al de la fruticultura y la producción del Valle avanzaba en la conquista de mercados.
Gustavo y su hijo Rolando nunca contaron por qué decidieron esta mudanza. Teresa imagina que, al estar en permanente contacto con la gente, estaban informados y seguro algún cliente o algún proveedor les habló de esta zona del país.
Poco antes de emprender el viaje hacia el sur, el matrimonio se separó. María resolvió partir a Buenos Aires y los hombres de la familia se lanzaron a su aventura en este naciente valle.
Llegaron en 1938. Neuquén todavía era un pueblo pequeño y polvoriento. Un pueblo al que, en pocos años, los Haltrich le cambiarían los aromas y los sabores para siempre. En medio de este rudo paisaje, construirían una confitería que aún hoy todos recuerdan con nostalgias.
“Al llegar –relata Teresa– mi abuelo Gustavo fue contratado como empleado de la panadería de Serrano, pero no por mucho tiempo. Pronto se independizó para hacer su propia confitería. Su primer local lo abrió en calle Láinez y luego se mudó al local de calle San Martín, creo que en 1945”.
La especialidad de los Haltrich siempre fue la repostería europea. Sobre todo pastelería. “Papá –recuerda Teresa– hacía unos bombones exquisitos, pero tanto él como mi abuelo eran excelentes pasteleros”.
Cuando Gustavo Haltrich murió, unos 10 años después de radicarse en Neuquén, su hijo siguió al frente del comercio. Rolando fue la mano derecha de su padre, su gran colaborador. Trabajaban ambos en la cuadra. Disfrutaban haciéndolo. Y naturalmente, el hijo iba atesorando recetas y secretos que luego le tocaría legar.
La cuadra estaba en el mismo lugar que la confitería, pero los espacios estaban divididos. Atrás trabajaban los hombres y, adelante, las mujeres. De la venta se ocupaban ellas. Primero lo hizo María, luego la segunda esposa de Gustavo y más tarde la mujer y las hijas de Rolando.
Cada uno tenían su rol en aquella empresa familiar, pero pese a las diferencias todos eran habitantes del mismo cálido y aromático mundo. “Mi padre estuvo vinculado toda su vida a la repostería. Si bien se trataba de un oficio heredado, lo amaba. Si hubiese tenido que elegir este oficio libremente, lo hubiese elegido. En el fondo era un artista e hizo de este oficio un arte. Era un hombre muy apasionado. Cocinaba y pintaba con igual maestría. Algunos cuadros que estaban colgados en la confitería los había pintado él. Le gustaba la plástica, la música y era un gran lector. Leía a Aristóteles, a Platón. Siempre reservó tiempo para este tipo de actividades que eran su combustible para crear. Transformaba todo lo que llegaba a sus sentidos. Imagino que a su herencia europea debe haber agregado conocimientos, sabores y productos que este sitio le ofrecía. Imagino que hizo una síntesis de las dos culturas que vivió”.
Teresa recuerda a su padre como un hombre íntegro y sensible que hacía magia con sus manos. Manos laboriosas de las que salían increíbles rosas de mazapán, dibujos y diseños totalmente innovadores, sus célebres panes dulces, frutas confitadas y todo tipo de exquisiteces. “Era un creativo y un perfeccionista. Buscaba permanentemente lo bello y lo bueno. Era, además, un hombre de principios, de valores, apreciaba y practicaba la honestidad, la excelencia. No sólo en el aspecto comercial. Fue un hombre coherente y recto. Para él, la palabra era un documento firmado. Murió en 1980. Trabajó hasta último momento... Todavía hoy la gente lo recuerda con afecto. Me conmueve escuchar cómo lo evocan con nostalgia. A él y a su amada confitería, un espacio que dio momentos de placer a varias generaciones...”.
Rolando se casó con María Borja. Con ella tuvo cuatro hijos: Elena, Matilde, Teresa y Gustavo.
Con los años, la madre de Rolando, María Bajtos, también se radicó en Neuquén. “Abuela María –cuenta Teresa– era la abuela compinche. Cuando nosotros éramos chicos vino a vivir a Neuquén. Era una abuela divina. Ya mayor, la llevamos de paseo a San Martín de los Andes. Cuando vio aquel paisaje nos dijo que ya podía morir en paz… La cordillera la había devuelto a su tierra. Encontró aquel paisaje muy similar al de su Transilvania. Ella nunca pudo volver, mi abuelo tampoco. Pero papá sí”.
Teresa acompañó a su padre en aquel retorno a Europa. “Había programado un viaje con mamá, pero no se atrevieron a dejar la confitería y decidieron que uno sólo viajaría. Yo era muy joven, papá me preguntó si lo quería acompañar. Creo que hice las valijas en cinco minutos. Fue un viaje increíble, un viaje de tres meses. La idea era volver a su pueblo, pero no pudimos llegar. Empezamos un tour, luego alquilamos un auto. Visitamos a una prima de papá en Suiza y ella lo convenció de no ir a su tierra porque allí no había quedado nadie de la familia y estaba todo muy cambiado.
Era verdad, su país estaba bajo el régimen comunista. Aun así, él quiso ir. Pero cuando llegamos a Budapest y nos sometieron a un interrogatorio y nos quitaron los pasaportes. Papá no quiso seguir. Tuvo un shock. Luego viajó mamá con mi hermano y finalmente, unos años más tarde, pudieron ir los dos y papá pudo regresar a su ciudad. La recorrió en silencio. Supo que aquel sitio estaba en un pasado remoto y despojado de nostalgias. El se había naturalizado argentino. Amaba este país. Nunca pensó volver. Se hizo acá. Aquí formó una familia y siempre hizo lo que más le gustaba hacer”.

Teresa, la heredera

Teresa nació entre aquellos aromas amables del agua de azahar, la vainilla y la canela. Conoció pronto la textura cálida del chocolates, la consistencia justa de una masa de stollen y cada producto que esta tierra le ofrecía a sus sentidos. Teresa nació con saberes y sabores. Y creció aprendiendo con naturalidad. De modo sutil, placentero. Perfeccionando lo innato
“No trabajé en la cuadra; aquel trabajo era un trabajo de hombres –relata–. Necesitabas fuerza, tu cuerpo todo era el que amasaba. Ahora hay máquinas. Pero antes no y el oficio era transmitido de padres a hijos. Mi padre aprendió de mi abuelo y mi hermano de mi padre. Las mujeres completaban el ritual, atendiendo a los clientes. Cuando papá murió, mi hermano continuó con la especialidad de la familia. Hizo su propio emprendimiento pero después de la crisis del 2001 decidió cerrar”.
Por aquella fecha, tomó la posta Teresa. La vida le abrió camino. “El universo me fue llevando”, aclara. Casi por fuerza del destino un día tenía embadurnadas las manos con chocolate, pimientas rosas y frutas de este generoso valle.
“Desde que tengo memoria estuve en la parte de ventas. Adelante, estaba el mundo de las mujeres. Todas conocíamos el trabajo de la cuadra, pero nos tocaba estar detrás del mostrador. El que abría la cuadra era papá y, por cierto, trabajaba en repostería. Tenía colaboradores. Uno de ellos, Rodolfo Baeza, creció junto a papá, aprendió de él y fue Rodolfo quien me dio una mano cuando empecé a incursionar en repostería. Durante 25 años fui ama de casa. Tuve cuatro hijas: Valeria, Mariana, Mercedes y Agustina. Y un día, una amiga me invitó a hacer un curso de bombones. En ese momento, nació mi primer nieto en Buenos Aires y el día de su bautismo preparé bombones para la celebración. Los invitados comían y me preguntaban por qué no los vendía. Evidentemente gustaron. Allí comenzó a gestarse la idea. Comencé a experimentar. Ofrecí bombones para regalar el Día de la Secretaria y el Día de la Madre. Todo de modo muy artesanal y personalizado. Me fue muy bien. Hace un año fui a Barcelona a perfeccionarme. Indudablemente la genética pesa. Disfruto enormemente la actividad”.
 “Trabajo con placer y doy placer. Quizá mi abuelo y mi padre nos dejaron esa enseñanza. En mi familia fue muy fuerte esa exigencia, aspiraban a la excelencia. Lo lograron. Es por eso que aún hoy todos recuerdan la confitería Haltrich. Los que seguimos vinculados a la actividad, tenemos la suerte y el orgullo de tener casi una marca, pero que tenemos cuidar”.
Y con Teresa resucitó la mística de una familia. En ella se unieron sensualidad y ternura.
Desde su jardín lila de glicinas, Teresa sueña y crea. Una de sus hijas la acompaña en sus experimentos y desafíos. Una nueva generación llega para el aprendizaje ancestral. Cuentan que la gente siempre les pregunta cuál es el secreto. Ellas dicen que no hay secretos, sí una receta de familia: “Usar la mejor materia prima, no escatimar en la cantidad y hacer todo con mucho, mucho amor...”.

 

   
SUSANA YAPPERT
sy@patagonia.com.ar
   
 
 
 
Diario Río Negro.
Provincias de Río Negro y Neuquén, Patagonia, Argentina. Es una publicación de Editorial Rio Negro SA.
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