| Irma era pequeña cuando su padre, Alban Meinel, murió. Vivía en Düsseldorf junto a su madre, Ana Katz, y a su hermana Ruth.Desde aquel trágico acontecimiento, todo cambió en sus vidas. Cuando su madre cobró el seguro de vida de su esposo, lo devoró la hiperinflación y sólo pudo comprar un par de zapatos para una de sus hijas. Alemania se precipitaba en crisis y Ana miró el horizonte . Poco tiempo después ella se casó con Franz Gigbella, armero de profesión y quizá tan aventurero como su joven esposa. Apenas se conocieron, ella lo convenció de ir a la selva del Brasil. Llegaron a este continente en 1923. La primera parada fue en Curitiba y desde allí partieron a una colonia de alemanes. Para llegar allí viajaron tres días en carro, un carro tirado por caballos que por las noches debían proteger para que los animales de la selva no se los devorasen.
“Realmente mi mamá era una aventurera –afirma Irma–. Aun así nunca imaginó lo que la selva era. Mi padrastro fue contratado enseguida. Le dieron un galponcito para reparar armas. Estaba lleno de ellas, una al lado de la otra. Tener un arma allí era cosa de vida o muerte”.
En aquella colonia sólo estuvieron siete meses, hasta la temporada de lluvia que los aisló y determinó una nueva mudanza. “Nosotros fuimos los primeros en marcharnos entre los inmigrantes. Mi madre lloraba todos los días, pero yo, que tenía 6 ó 7 años, estaba muy feliz en ese lugar”. Irma era una niña de carácter especial, no tenía conciencia del peligro y su mejor mundo siempre estaba puertas afuera de la casa.
Las anécdotas de su infancia llegan a raudales. “En la colonia teníamos una casa de madera. Recuerdo que una noche una gallina que tenía en casa empezó a piar. Me levanté y vi una impresionante invasión de hormigas. Las Marabunta. Habían tapizado de negro toda la casa. Mi mamá, aterrorizada, nos llevó a casa de los vecinos, pero ellos le dijeron que no era tan malas las hormigas porque se comían a los otros insectos. Al día siguiente, las vimos irse, en filas muy ordenadas, con algunas cosas que se llevaban sobre el lomo. Pero no sólo había hormigas en la selva, también cocodrilos y víboras...”.
La familia se estableció luego en Guarapuaba (estado de Paraná), donde pasaron los siguiente años. “También anduvimos por Curusú Cuatiá (Corrientes). Allí estuvimos un año, hasta 1928. Pero no nos adaptamos y regresamos a Alemania”.
Franz, su padrastro, había combatido en la Primera Guerra y, al llegar a Alemania, presintió que la guerra volvería. Este hecho determinó una nueva y definitiva migración de la familia. En 1929, ingresaron a la Argentina con idea de radicarse en Bariloche. Pero en el barco alguien les dijo que Bariloche era un pueblo perdido y que les convenía ir a Río Cuarto (Córdoba), donde también había montañas y agua, tal como deseaba la madre de Irma. Allí estuvieron, pero no les gustó.
“Mi mamá seguía con idea de llegar a Bariloche –comenta–. En un momento compramos un auto viejo, que mi padrastro puso en condiciones y nos marchamos. Teníamos unos vecinos camioneros que nos ayudaron a planificar el viaje. Según los cálculos de Franz, en 8 días estaríamos en Bariloche. Cuando estos vecinos los escucharon se rieron, ellos sabían que un viaje así nos llevaría un mes”.
“Salimos en el auto que tenía vulcanizadas las cuatro cubiertas. A los 10 kilómetros se despegaron los parches. Así empezamos nuestra aventura (risas). Hacíamos 40 ó 50 kilómetros por día. Así fue todo el viaje. La Pampa era un médano. Tardamos tres semanas en llegar a General Acha. Allí paramos unos días; Franz quería trabajar para poder comprar dos cubiertas nuevas. Cuando llegamos preguntamos si había alemanes en el lugar, nos dijeron que sí y nos mandaron a ver a un señor que nos dio alojamiento. Como allí había un banco y mi padrastro reparaba máquinas de escribir, consiguió trabajo y pudo comprar dos cubiertas, nos regalaron una y ya viajamos sólo con una cubierta vieja”.
La travesía continuó. Pasaron por Santa Rosa y la siguiente parada fue General Roca. “Como mi madre nunca pudo hablar el castellano, llegaba a un lugar y preguntaba si había alemanes. Cuando llegamos a Roca así lo hizo y nos mandaron a la Fiambrería Alemana, de los Frank. Eran dos hermanos, solteros, que hicieron todo lo posible por convencer a mis padres de que se radicaran en Roca. Le hablaban maravillas del lugar para que las jóvenes alemanas, virtuales candidatas, se quedasen. A uno de los Frank le había gustado mi hermana, que tenía entonces 15 años”.
Así como su mamá preguntaba si en el lugar había alemanes, su marido preguntaba si había bancos. Le dijeron que en Neuquén había dos, el Nación y el Hipotecario. Lo contrataron con un sueldo mensual para que se ocupe de todas las máquinas. “Así fue que mis padres decidieron radicarse en Neuquén en 1930. Mi hermana empezó una relación con Federico Frank y yo, al poco tiempo, conocí a quien sería mi marido. Un día, Bernardo Hoffmann, quienes tenían chacra en Cinco Esquinas, vino a verlo. Había escuchado que mi padrastro arreglaba armas. Hoffmann y un joven alemán tenían un desperfecto en la escopeta y lo consultaron. Aquel día Hoffmann le contó a mis padres que su mujer se sentía sola en la chacra y que con gusto los recibiría. Como nosotros teníamos auto, fuimos a visitarla. Cuando llegamos, estaba con ellos un joven, Rodolfo Stockebrand, con quien me casaría años después”. Rodolfo Stockebrand había llegado a la Argentina en el año 1927. En la zona de Cinco Saltos tenía un hermano, Robert. Rodolfo trabajaba en Alemania de mayordomo y su padre le pidió que se tomara una licencia para visitar a su hermano en Argentina. En Alemania, Robert era oficial del ejército, pero había salido de su país por diferencias con su padre. Aquí trabajaba con otro alemán de apellido Schuts. Estuvo en esta zona hasta la Segunda Guerra. Entonces viajó a Alemania y murió en batalla. Rodolfo era el sexto hijo varón de un matrimonio de hacendados. Eran de la zona de Overhausen, Wesfalia. Tenían 130 hectáreas en las que producían remolacha azucarera, avena, trigo, tenían tambo y se dedicaban al engorde de animales. “En Alemania –explica Irma– existe una ley, aún vigente, que prohíbe subdividir la tierra y que establece que hereda el primogénito. El que hereda está obligado a darle educación y apoyo a sus hermanos, si éstos lo necesitan. Ellos eran 7 hermanos varones, tres de los cuales cayeron en las guerras mundiales. Pero mi marido no era el mayor, de modo que desde joven supo que tenía que buscar su destino”. Rodolfo Stockebrand no vino con idea de radicarse en Argentina, pero un suizo, Jacobo Ulher (a quien recuerdan como el traductor de todos los alemanes y suizos de la zona), lo convenció de quedarse. En Alemania era muy difícil que pudiese tener un campo propio y aquí no. De modo que resolvió comprar 10 hectáreas y probar suerte. La propiedad que adquirió estaba en la Colonia La Picasa, en las tierras de Casterás. “Cuando cumplí 18 años –relata Irma– nos casamos. Fue en el año 1933. Nos vinimos a vivir a la chacra. Mi marido, entonces de 30 años, había comprado campo bruto y lo emparejó. Luego le compramos las plantas a Rosauer, quien fue un caballero con nosotros; fue muy considerado al financiarnos las plantas. Nunca nos apuró en los pagos si teníamos dificultades. En ese tiempo había que esperar unos 10 años para que las plantas entraran en producción. Plantamos esa chacra con mi marido. Plantamos peras y manzanas. Nos ayudábamos con los Hoffmann, nuestros vecinos y amigos. No teníamos dinero para pagar peones. Y mientras esperábamos que las plantas diesen frutos, vivimos de la horticultura. Sembramos papas, zapallos, repollo para el chucrut… de todo un poco. Además teníamos gallinas y cerdos. Mi marido compraba dos lechones por año y, como no teníamos heladera porque la luz nos llegó recién en el año 49, hacíamos así: carneábamos uno y la mitad lo consumían los Hoffmann y la otra mitad nosotros. Lo ahumábamos para que durase más. Cuando ellos carneaban hacían igual. Mitad para cada uno. Fue una suerte inmensa cuando en 1946 llegaron Lory y Benny Hoffmann. Ella fue una vecina excelente. Mi gran amiga. Compartimos el tiempo de la crianza de los hijos y toda nuestra vida”. Este fue el mundo que fueron creando. Un mundo especial, define Irma. “Hablábamos distintas lenguas pero éramos solidarios entre todos. Teníamos vecinos italianos, españoles y suizos”. Cuando las plantas comenzaron a dar tuvieron años muy buenos. Primero le vendieron a la AFD, que sólo compraba por cajones y fruta muy buena. Tiempo después, algunos alemanes se unieron para hacer su propio galpón (ver Historia de Acá) y le vendían la fruta al Ing. Ricchini en Buenos Aires. En 1935 nació la primera hija del matrimonio, Helga; un año más tarde, Ursula y, en 1947, Rodolfo. “En 1938 viajamos por primera vez a Alemania para que yo conociera a mis suegros. Volvimos en 1955 porque ya teníamos producción y siguieron años prósperos hasta 1975, 76, cuando la actividad empezó a hacer crisis”. En tanto, trascurrió la laboriosa vida de Irma en la chacra. Las dificultades no eran menores. El agua que no era potable, no tenían luz eléctrica ni gas. El cuidado de los niños, cocina y costura llevaban parte de su tiempo. Aun así, siempre reservó su espacio para la lectura, una de los pocos entretenimientos a su alcance. Cuando llegaron luz y agua, todo fue más simple. “Yo era muy delicada y cuidadosa con el agua. Aquí había tifus. El agua buena llegó en 1968. Nos unimos veinte chacareros para financiar la obra. Antes nos manejamos con un aljibe de 40.000 litros para almacenar agua para el invierno. El agua debía permanecer allí tres meses, hasta que volvía a correr el agua por las acequias. En ese momento en su casa recibían un diario alemán, “La prensa libre”. Allí escribió para pedir un consejo sobre cómo mantener tres meses el agua del aljibe. Recuerda que recibió una impresionante cantidad de sugerencias, entre ellas la de una mujer paraguaya que le dijo que tenía que poner barras de azufre en el agua. Cinco barritas cada mil litros. Así lo hizo muchos años. “No tomábamos esa agua, pero por lo menos nos bañábamos tranquilos”. Su casa era una casa alemana en la que conservaron tradiciones e idioma. Cuando llegamos al país todas las noches aprendíamos de memoria una página del diccionario. Yo le tomaba la lista de palabras a mi hermana y mi hermana lo hacía conmigo. Así fuimos aprendiendo. En un año hablábamos muy bien. Luego le enseñamos alemán a nuestros hijos y nietos”. Cuando llegó el tiempo de la escolarización, los tres hijos de Irma fueron pupilos a un colegio alemán en Buenos Aires. La hija mayor, al terminar sus estudios, viajó a Alemania para perfeccionar su idioma y se estableció definitivamente en Bariloche para trabajar en el colegio alemán. Allí formó su familia y tuvo una hija, Cristina Ana. Ursula, la otra hija de Irma, vive un una chacra a dos kilómetros de la chacra familiar y produce frutas finas y hace dulces. En 1975 quedó viuda con dos hijos (Rodolfo y Eduardo) y un año más tarde se fue a vivir a El Bolsón, donde su hermana tenía una hostería que le ofreció gerenciar. Allí sus chicos terminaron la primaria, volvió a casarse y tuvo a su hija menor, Susana. Años más tarde, regresó al Valle, donde retomó su trabajo de docente en la escuela Rural “La Parra”, de Cinco Saltos, donde nacieron sus seis nietos. Rodolfo, el hijo menor de Irma, se recibió de agrónomo y maneja la chacra familiar. Vive en la propiedad junto a su mujer y su hijo. Hace unos 20 años, levantó la plantación de sus padres para plantar avellanos. Irma y su marido vivieron toda su vida en la chacra. El falleció en 1977 y ella quedó casi tres años al frente de la propiedad. Su hijo vivía entonces en Viedma, era el secretario de Agricultura de la provincia de Río Negro. Cuando terminó su mandato, su madre le delegó el manejo de la chacra y se mudó al lago Pellegrini. Irma está agradecida a la vida, pues fue generosa con ella. Y, sin duda, esta mujer se atrevió a vivirla muy intensamente. Desde sus increíbles 91 años, relata su historia tan rica como plagada de aventuras, aventuras que comenzaron en su infancia en la selva y terminaron en este valle, donde se estableció hace 76 años. |