Los optimistas dirán que, como en Atenas 2004, los Juegos Olímpicos fueron testigos de otra gran actuación argentina de las últimas décadas; ellos no olvidan que hubo 52 años de sequía "dorada", desde Helsinki 1952.
Siempre desde la óptica positiva, en Pekín 2008 Argentina ocupó el puesto 34 del medallero, cuatro por debajo de las posiciones generales de Atenas 2004. Del resto de Latinoamérica, sólo Brasil (tres de oro, 15 en total) y Cuba (dos doradas sobre 13) se ubicaron por encima.
Pero pese a la buena cosecha en números, Argentina no despejó la idea generalizada de que sus éxitos se deben al talento de sus deportistas profesionales, y no a una política organizada de Estado.
Los muy pobres resultados en natación y atletismo, más allá de algunas excepciones como las del nadador Juan Martín Pereyra y el neuquino Javier Carriqueo, significaron un golpe duro. La gimnasia ni siquiera se clasificó.
El oro del fútbol no tiene relación directa con la secretaría de Deportes del gobierno argentino. Curuchet y Pérez tampoco forman parte de ninguna estructura estatal, y dependen de un sponsor italiano. Los jugadores del básquet son súper profesionales. Lange y Espínola se mueven en un mundo aparte, ayudados por patrocinadores privados. Y el bronce de Pareto fue interpretado como una sorpresa.
Sólo las fantásticas Leonas, una generación irrepetible, reciben el apoyo de la secretaría de Deportes: un millón de pesos por año (330.000 dólares, aproximadamente).
"A nosotros, el Estado argentino nos ayuda mucho", dijo su entrenador, Gabriel Minadeo. Claro, no todos piensan como él, pese al buen medallero en Pekín.