Durante años hube de soportar en mi pueblo el estigma de "malo para la pelota". No por eso bajaba los brazos aunque si me deprimía un poco, la verdad. En aquel pequeño rincón de Chile, ubicado en el fin del mundo, no había quien no sintiera la pasión futbolera en las venas. De modo que todos, absolutamente todos y sin importar el clima, por lo general frío, con nieve, corrían tras "el esférico" varias veces por semana. Lástima que yo fuera, entonces, tan pero tan negado en ese deporte. Mis amigos no mentían. He nacido con la velocidad de un perezoso amazónico, con la capacidad pulmonar de un perro de bolsillo y con la fibra muscular de un lagarto. No por nada hice de la filosofía y el análisis estético mi vocación. Mi primera revelación de que algo olía mal en Dinamarca llegó siendo un adolescente. Fue en Buenos Aires cuando descubrí que en mi aldea no sólo yo era "malo para la pelota". Terminé por aceptar que jamás había conocido en mi vida a nadie que jugara realmente bien. Entre los malos yo era el peor, no más que eso. Viendo entrenar a los juveniles de un club de primera, cuya cancha quedaba frente a mi casa, o como testigo en primera fila de los cruces de fin de semana de los clubes amateurs en el sur de Buenos Aires, fue que respiré un fútbol maravilloso, poblado de firuletes tangueros, eficacia y amor por la pelota. Debí alejarme más de 3.000 kilómetros de mi tierra para comprender que en Chile se juega con elementos muy rudimentarios. Yo soy parte de una tradición en la que quizás haya un modesto puñado de excepciones. No me apena decirlo, sobretodo porque recuerdo las chanzas de todos aquellos que creían ser un reflejo fiel de Pelé o Maradona. Soporto la arrogancia del talentoso, pero no la soberbia del mediocre. En definitiva, el fútbol me sirvió para reivindicar otras cualidades, otros talentos personales. Así como estoy convencido de que existen países futboleros, también entiendo que hay naciones de poetas. Chile, por ejemplo, donde, quieras o no, la poesía forma parte de tu desayuno, tu merienda y tu cena. "Todos los hombres chilenos se saben un poema de memoria", me dijo una inglesa hace unos años, una chica que admiraba más a las montañas que a los seres humanos. Ambas pasiones, el fútbol y la literatura, pueden convertirse en herramientas. Auténticas tecnologías de la supervivencia. Desde que Argentina y Brasil se despidieron del Mundial, yo fui haciendo lo mismo de mi "Puf". En el fútbol de Alemania, Italia y Francia, observo más la eficiencia de un sistema de cálculo de probabilidades que el fruto de un deporte poseedor de su propia estética. Tal vez por eso han llegado a estas instancias finales. Aunque prefiero pensar que se trató de suerte. El fútbol no sólo vive de promedios, también de momentos de inspiración. Y a una Argentina inspirada sólo puede parársele enfrente un Brasil. En un acto de fidelidad al país que 20 años atrás me brindó un refugio, no miraré la final. Es mi humilde contribución a los artistas de la pelota. |