No existe en el mundo un tema más actual y de mayor complejidad que la problemática encerrada por la genérica mención: el cambio climático. Así dicho pareciera referir a una cuestión meramente meteorológica. De allí los cuestionamientos que sectores minoritarios, pero muy interesados, plantean en torno al grado de injerencia que tienen las actividades humanas en estos procesos de mudanza.
La simplificación pretendida no resulta inocente porque lo que el mundo está discutiendo son sus modos de producción y consumo, la utilización abusiva de los recursos naturales y la falta de límites en un planeta que tiene contornos finitos. Las controversias de fondo que propone el nuevo paradigma resultan insoportables para la retórica que sostiene antiguos cánones de progreso y bienestar.
La cuestión del ambiente requiere ahora una visión y un tratamiento trasversales que ponen en duda parte de lo instituido en todas las disciplinas. Política, economía, salud y sociedad demandan una reinterpretación para que el nuevo tránsito sea posible con mínimas alteraciones al entorno que todavía nos cobija.
La reciente conferencia celebrada en Copenhague defraudó las expectativas que muchas personas tenían acerca de los compromisos que asumirían los países en materia de reducción de emisiones y cooperación tecnológica para sobrellevar el tramo que se avecina: la adaptación frente a cambios rotundos cuyos efectos emergentes ya se ven.
Los firmantes de lo que se conoció como el "Acuerdo de Copenhague" no fijaron objetivos de reducción de gases, aunque sí dieron el visto bueno a lo que recomendaba el panel científico: una limitación de la subida de temperaturas a 2 grados centígrados para evitar una catástrofe.
Los dos países que más contaminan, Estados Unidos por su crecimiento desmedido y China ante la necesidad de atender un desarrollo equitativo de la población más frondosa de la Tierra (son 1.330 millones), representaron las posiciones dominantes y lograron imponer las condiciones que contiene el documento final.
Nada que vincule y comprometa formalmente a las naciones. Sólo voluntad de expresar metas tentativas para bajar las emisiones y la conformación de un fondo mundial de 10.000 millones de dólares anuales hasta 2012 para que los países más débiles puedan hacer frente al cambio climático.
La cifra es la misma que acaba de prestar Abu Dhabi a su emirato vecino, Dubai, para superar la última crisis financiera del año. Una oferta, la de los países ricos en Copenhague, claramente insuficiente para afrontar los retos que vendrán.
La reunión sirvió para consolidar el liderazgo de Brasil. Asistió con una comitiva de 700 representantes que tuvieron activa participación en la redacción de los documentos previos a la declaración final y el presidente Luiz Inácio Lula Da Silva presentó la mejor propuesta de reducción de emisiones: casi un 40 por ciento para 2020 con respecto a los niveles de 1990.
Lula dijo que lo podrán hacer frenando en un 80 por ciento la deforestación del Amazonas. La promesa significa una ganancia sustancial para la humanidad pero, en términos de economía tradicional, representará una merma de ingresos anuales para Brasil de 16.000 millones de dólares. (Nótese que el compromiso del país sudamericano representa un 60 por ciento más de los recursos reunidos por los países desarrollados para ayudar a mitigar los efectos del cambio climático en todo el mundo.)
La región y nuestro país en particular sufrirán impactos frente a la mayor demanda de productos agrícolas y la falta de suficiente agua o suelos degradados por fenómenos como la desertización. La propagación de nuevas enfermedades es otro punto a tener en cuenta frente al diseño de nuevas políticas que atiendan con eficacia la problemática.
América Latina aporta el 7,5 por ciento de las emisiones globales. La particularidad de la cifra es que la mayor proporción de esas emisiones no surgen sólo del sector energía sino también de la agricultura, la ganadería y el desmonte.
Ordenar adecuadamente las actividades productivas permitiría generar servicios ambientales a toda la humanidad, un bien del que carecen los países desarrollados. Estados Unidos, por ejemplo, posee sólo el 4 por ciento de sus bosques nativos. El capital natural que todavía posee Latinoamérica (árboles, minerales, aire limpio, ríos y lagos incontaminados) podría originar beneficios globales que ayuden sustancialmente a mitigar la variabilidad climática que los científicos denuncian y, a la vez, los fondos necesarios para atender los desequilibrios manifiestos de los que vivimos acá.
Como lo acaba de hacer Brasil con el Amazonas, la región entera podría exhibir la fortaleza emanada de los recursos naturales que posee y contribuir a romper una ecuación equívoca que se repite en el mundo actual: aquellos territorios que cuentan con las mayores riquezas naturales suelen albergar a los hombres más pobres de la tierra.
El cambio climático es una amenaza cierta pero a la vez plantea un desafío conmovedor: nos devuelve el sueño de que es posible equilibrar el bienestar.
Copenhague es el tránsito y no debiera ser visto como un rotundo fracaso. A menos que creamos que aspectos tan complejos podrían resolverse con 100 presidentes juntos y poco más de una semana de discusión.
POR SERGIO ELGUEZABAL