La explosión demográfica que vivió Catamarca en las últimas décadas, con una concentración excluyente de habitantes en el Valle Central, ubica a la demanda habitacional como uno de los grandes desafíos del presente, y una preocupación latente cuando se proyecta esta realidad en el futuro inmediato.
La capital catamarqueña es la mancha urbana de la provincia que más creció en el final del siglo XX, y lo hizo de un modo tan desordenado que cada uno de sus habitantes sufre hoy los efectos de aquella improvisación.
Se trata de una ciudad con más de 200.000 habitantes, que mantiene su diseño pueblerino, con una actividad hiperconcentrada en un radio de tres cuadras alrededor de la plaza principal, que lleva -por ejemplo- al colapso cotidiano del tránsito, por motivos tan sencillos como los principios de la aritmética.
Allí por donde alguna vez coincidían 1.000 personas y 200 vehículos, hoy se amontonan 100.000 personas y 9.000 vehículos: el caos es el único resultado posible.
La falta de planificación urbana, que es el sello distintivo de San Fernando del Valle, se ratifica en esta febril y desprolija multiplicación de barrios y más barrios, en los que apenas se instalan los vecinos se repiten los mismos problemas: falta de agua, mal servicio eléctrico, insuficiente recolección de residuos, alumbrado público pobre o ausente, inseguridad, calles destruidas, carencia de espacios verdes o recreativos, etc.
La construcción compulsiva de viviendas no es más que una respuesta parcial, y meramente cuantitativa, para un problema mucho más profundo, como lo es la demanda habitacional.
La carrera de inauguraciones de barrios, por mucho vértigo que alcance, no disimulará siquiera las consecuencias del cuadro generado. Es por esta razón que a un mismo ritmo se observa la entrega de miles de viviendas y la aparición de nuevos asentamientos ilegales.
Desmembrar esta situación es una tarea compleja, que conducirá más temprano que tarde a la excesiva dependencia de la comunidad en relación con el Estado omniproveedor. Nueve de cada diez catamarqueños a quienes se invite a reflexionar sobre el problema habitacional, mencionarán automáticamente al Instituto Provincial de la Vivienda (IPV).
Esto ocurre porque los costos de la construcción llegaron a niveles privativos para el asalariado promedio, y porque los sistemas de financiación que ofrece el organismo oficial aparecen, desde el punto de vista económico, como el modo más sencillo y accesible de obtener una casa.
Los créditos hipotecarios dejaron atrás su etapa de esplendor, y hoy son apenas un puñado quienes pueden esgrimir garantías suficientes como para embarcarse en estas empresas.
El IPV agigantó así su figura en la sociedad, y en pocos años serán más aquellos que habiten viviendas construidas por el Estado que todos los otros propietarios juntos.
Lo singular es que incluso en esta etapa de mega actividad, el IPV mantiene una importantísima cartera de morosos, una serie acumulada de incumplimientos tan amplia que, si no existieran las inyecciones presupuestarias de la Nación, el organismo de la vivienda no sería capaz de sostenerse.
Los antecedentes del IPV, columna vertebral de la realidad habitacional de Catamarca, muestran etapas de innegables desaciertos. Como admitió hace algunos años un novel funcionario puesto a administrar la entidad oficial, se cometieron verdaderas "atrocidades" con recursos públicos, incluyendo el irresponsable reparto de viviendas a favorecidos parientes, amigos y amantes.
Mientras estos despropósitos se institucionalizaban, la demanda creció dramáticamente, y las quejas de los miles de inscriptos -muchos con años de antigüedad- llegaron a tal extremo que el IPV convirtió a sus beneficiarios en inspectores.
Se instrumentó entonces un sistema de denuncias de irregularidades mediante el cual señalar una casa vacía podía ser el camino para obtenerla. Aunque con algunos abusos, con esta y otras modificaciones, el sistema mejoró, y paulatinamente los privilegios dejaron de ser moneda corriente.
El IPV, con buenos recursos, abandonó incluso su rol de constructor exclusivo de viviendas sociales, y ahora avanza en coquetos barrios que se licitan al mejor postor. Una modalidad que dio lugar a algunos cuestionamientos, pero que bien podría ser un negocio legítimo si los réditos sirven para atender a los sectores más humildes.
En el medio, una circunstancia específica y puntual modificó el panorama: un terremoto sacudió Catamarca, el 7 de septiembre de 2004. Aunque milagrosa e inexplicablemente no hubo víctimas fatales, centenares de viviendas -muchas de ellas del propio IPV- quedaron inhabitables y debieron alterarse los programas originales para atender -a veces tardíamente- la nueva necesidad.
La lista de inscriptos en el IPV no ha dejado de crecer jamás, y la evaluación del funcionamiento del sistema actual se subjetiviza según cada caso: quienes más esperan, muestran un lógico descontento y mantienen sus críticas, pero también hay muchas familias que cumplieron su objetivo con la ayuda estatal.
El problema mayor surge por quienes quedan directamente excluidos de esta conversación, por bajos ingresos, por inestabilidad laboral, por nulidad de recursos. Las opciones son acceder a una vivienda ya construida... o nada. La ley del propio esfuerzo no es contemplada, y cavar una fosa para los cimientos se concibe como una pérdida de tiempo o una injusticia, ante la suerte del vecino que ya recibió la casa por un trámite y ahora puede pagarla en cómodas cuotas.
En casi todos los casos de usurpación que hubo en Catamarca, los ocupantes ilegales -de tierras o propiedades- exigieron viviendas ya terminadas para irse. Mecanismos de autogestión y ayuda mutua, como los que propuso hace varias décadas la organización "Solidaridad y Altruismo", ya no resultan atractivos para la mayoría.
Catamarca tiene un marcado déficit habitacional, que se agravará por el proceso natural de crecimiento demográfico. Las urgencias acechan y en algún momento, seguramente, deberá idearse una respuesta que no se limite a la entrega de casas o barrios terminados; porque reordenar recursos no es suficiente para resolver una cuestión que supera largamente el dilema cuantitativo.