-Papá ¿por qué nos sigue la luna?, le había yo preguntado a los cuatro años, una noche al volver del campo. Nunca he sabido recordar qué me respondió, sin embargo recuerdo que su respuesta me dejó en paz. Tampoco recuerdo cuándo se hizo la noche de aquel lunes, en que un pedazo de luna me acompañó, hermoso y abusivo, al volver del hospital con la certeza de que el resto de mi vida, de mis preguntas, de mis desfalcos y mis deseos, tendría que vivirlos sin aquella voz con respuestas. Quién sabe qué tendría su voz con respuestas, pero yo recuerdo que siempre me dieron paz.
Mi padre silbaba al volver del trabajo. Adivinar por qué silbaba. Volvía de un trabajo extenuante y mal pagado, silbando como si volviera de una feria y entrara en otra. Yo lo escuchaba llegar y corría escalera abajo.
Ahora estoy envejeciendo y aún me estremece la memoria de aquellas manos en mi cabeza, pero ya no la llora, señal que la experiencia sirve de algo. Antes para todo lo que tenía que ver con recordarlo cualquier de mis años era inerme. Ahora lo recuerda casi siempre con alegría y he conseguido, ya era tiempo, sobrevivir al abismo que fue perderlo.
-¿A quién conmoverá mi desolada vejez de huérfana? me pregunté un día.
Quedarse en la primera fila siempre es un desconcierto