Alguien me preguntó hace un tiempo qué haría si yo fuera rica. Como es obvio quien me lo preguntó, aun sin haber consultado mi cuenta en el banco, imaginó que no soy rica. Se supone que los escritores no somos ricos, ya no digamos ricos de los que salen en la revista Forbes, ni siquiera simples ricos. Y tal cosa se supone con más o menos acierto. Sin embargo, hace años que vivo regida por la idea de que soy rica. Y esto que a unos puede parecerles un claro equívoco y a otros un afán demagógico que debía ser evitable, a mí me resulta una certeza como pocas certezas tengo.
(...) A veces, temo que un día la vida me cobre con dolor sus generosidades, pero a diario prefiero más gozarlas que temer. Y me siento rica. No es que tenga la salud de roble que desearía, ni que mis ahorros no se hayan vuelto la mitad, pero fuera del tiempo, todo lo que necesito voy pudiendo pagarlo con el trabajo que me hace el favor de acudir a diario. Y aquel futuro incierto que hoy es mi presente, me ha regalado dos hijos, cada uno con el caudal de un cosmos, ha dejado cerca de mí más de un amor y durmiendo conmigo a un hombre con los ojos grandes. No podría yo pedir más y aún tengo más: vivo de mirar el mundo con el afán de comprenderlo y a ratos, por instantes, mientras escribo, sueño que consigo entender de qué se trata este lío de estar viva. La mayoría de las veces no entiendo el mundo, pero mis alforjas han aprendido a aceptar las preguntas como única respuesta. No he perdido a mis amigos de antes y he ido encontrado a nuevos como quien encuentra promesas. Además, todavía me perturban los chocolates y los hombres guapos, todavía me encandilan las playas y las novelas, la poesía y las tardes de cine, la buena conversación y el silencio, la ópera, Mozart, una guitarra, dos aspirinas, un poeta. ¿Qué más puedo pedir?".