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  Domingo 18 de Enero de 2009  
 
 
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  EL TRENCITO DE CORRAL
DURANTE MUCHOS AÑOS EL TRENCITO FUE EL MEDIO DE TRANSPORTE DE LAS PESADAS PIEDRAS BLANCAS QUE LUEGO SE CONVERTIRÍAN EN YESO EN LA FÁBRICA DE LA CÍA. CORRAL. 
ESTE ES UN  RELATO IMAGINARIO DE UN VIAJE CARGADO DE HISTORIAS QUE HOY SE HAN CONVERTIDO EN  NOSTALGIA  EN
STEFENELLI 
 
 
 
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La sirena anuncia el comienzo de una nueva jornada laboral. La emblemática fábrica de Yeso Corral se pone en actividad. Por el viejo portón de chapa emerge la figura del trencito que bordea el desagüe, y con andar lento se pierde por la barda  norte roquense.
 “Mi padre anduvo al principio, allá por 1921, cuando eran como un carrito sin techo y con una vagoneta.  Las trajo Julio Corral, propietario de la fábrica. Después compró otras, la 1,2,3,4 y 5, con motores nafteros de 2 cilindros refrigerados a agua, modelo ‘27 o ‘28 de la época del foraz. Las últimas eran diesel con 4 cilindros refrigerados a aire”, comenta Heberto. El relato lo conmueve, levanta la mirada, emite una pausa y recuerda. El sol arroja los primeros rayos en la temprana mañana de noviembre.
Las vagonetas vacías soportan el sacudón de una veintena de atorrantes de guardapolvo que acortan su caminata desde el barrio Progreso a la escuela 56.
En esa caja cuadrada viajan el maquinista y el frenista con la ilusión del regreso al mediodía con el trencito cargado.
Son 19 vagonetas llegando al barrio Campamento, hoy Islas Malvinas, de aquí y en diagonal, a cruzar la sierra para terminar bien arriba en línea a Gómez.
El andar es lento. Hay que atravesar unos 15 km aproximadamente con un paisaje donde abundan los cañadones, los pequeños cerros y una vegetación cargada de jarillas y matacebos.
“A la ida todo el camino era en subida, pero vacío. En cambio, a la vuelta, cargados, veníamos en bajada y como avión”, comenta Heberto y piensa.
El incesante bamboleo unido a la brisa fresca de la mañana logran que la tripulación pierda el control por algunos instantes, pero todo vuelve a la normalidad cuando las vagonetas golpean bruscamente la maquinita por miedo a desengancharse.
Al llegar a la Trinchera (cerro cortado para evitar la excesiva pendiente) y recorrida la mitad del trayecto de ida, un zorro gris observa acostumbrado el lento trajinar y se pierde indiferente por un viejo camino de chivos, mientras las primeras chicharras ocultas anuncian un verano caluroso por llegar.
Es atravesar en soledad por esas vías paralelas que se esconden y vuelven a aparecer, que en las largas rectas parecen unirse aunque nunca lo logran.
Un trozo de tela roja flamea sobre la rama más alta del espinudo alpataco, es la señal ante el cruce de una picada a un puesto cercano. Al aminorar la marcha una larga nube de tierra se desprende del trencito y ayudada por el viento toma rumbo desconocido.
“Pensar que en el taller un tal Aricio le había hecho a Corral una maquinita para que él visitara la cantera, tenía un motor chico porque viajaba sola sin vagonetas. Con mi padre y Marisa su hija, solíamos acompañarlo”, recuerda Heberto.
El reloj marca las 9 hs y la cantera está muy cerca. Las montañas de piedras blancas presagian la llegada.
Es sumergirse en un amplio cráter producto del dinamitado, donde inmensas piedras son reducidas a bloques más pequeños con martillos neumáticos.
El viento en este pozo no se siente, es tan sólo el murmullo de las 10 o 12 personas que llenan las vagonetas a mano lo que se percibe en el aire. Los cuerpos sudados con las remeras atadas en la cabeza para contener los rayos del sol dibujan un paisaje donde sobresalen las piedras blancas y el aroma al tomillo.
La máquina ahora está en el medio, 10 vagonetas adelante y 9 atrás.
La consigna es llegar al mediodía, ya no acompaña ese vibrar de la ida pero si el temor de romper un eje, razón por la cual hay que descargar, reparar y luego cargar las piedras nuevamente.
El sol calienta cada vez más. Con el motor parado producto de las largas bajadas se hace penetrante el sonar del roce de los metales, que se entremezcla con el canto de las calandrias y el silbido de las martinetas.
Un cañadón zigzaguea a la derecha del tren, su arena amarilla cobija un sinnúmero de dibujos que la lluvia próxima desarmará, una postal con gambetas de culebras y corridas de lagartijas.
Todavía las vías mantienen la temperatura del viaje de ida, y nuevamente las castigadas ramas peladas por enfrentar al tren, vuelven a sacudirse ante su paso.
Desde esta posición la punta de los álamos señalan la cercanía del barrio mientras el viento sur arrastra los ladridos de los perros y el griterío de los niños trenzados en el picado.
Son los últimos 2 Km de la travesía. “Cuando veníamos sobrados de tiempo el canalito que pasaba al lado de la escuela era ideal para refrescar el cuerpo y darle descanso al pobre trencito”, recuerda Heberto.
Ya es el momento de encender el motor y encarar la recta final. Las 19 vagonetas vienen cargadas de piedras.
Se han consumido los 6 litros de nafta que exige la empresa. Al pasar por el canal grande ya es mediodía, y tan sólo queda cruzar el puente del desagüe.
Ante el vibrar de los rieles y el sonar del motor, el portón se abre y deja ingresar a un extenuado trencito que descansará hasta un nuevo sonar de sirena.
La sonrisa cómplice de Heberto marca el final de su recuerdo.
“Ahora todos lo manejaban” comenta burlonamente, en referencia a quienes dicen haberlo andado.
Tres o cuatro décadas han pasado entre desarmaderos, depósitos y chatarras, para que hoy el viejo tren luzca iluminado como un prócer en medio del barrio. “Este es el número tres”, comenta Heberto, algo inseguro. “Sí,  porque al número uno lo vi en el patio de la fábrica”, agrega.
Allí en el medio de la rotonda unido a dos vagonetas, el trencito hace revivir los recuerdos de varias generaciones de Stefenelli, aunque en la imaginación de Heberto siga en marcha, cargado de piedras.
   
JULIO MUÑECAS
ypfstefenelli@ibap.com.ar
   
 
 
 
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