Por estos días vemos algunas caras largas, con un dejo de tristeza (¿será tristeza?) algo silenciosa, bien íntima que cuando uno pregunta qué les pasa dicen que se acaban de marchar sus hijos de casa. A estudiar a Buenos Aires, a Córdoba; que se alquila un departamento solo en Neuquén; que se ganó una beca en el exterior... se van incorporando al mundo como adultos y eso además de provocar una inmensa felicidad también deja un “nido vacío” en casa, entre otros sentimientos y sensaciones.
El talentosísimo escritor Javier Marías piensa sobre esta cuestión, puntualmente.
• “Mis amigas son inteligentes y generosas. Saben que para sus vástagos es bueno largarse, sea por boda o similar, por afán de aventura o independencia o por la mera impaciencia de incorporarse del todo al mundo. Saben también que no los pierden, que simplemente dejan de convivir con ellos y a menudo de ocuparse de ellos en lo más cotidiano y prosaico: ya no deberán hacerles comidas, ni acompañarlos al médico, ni poner lavadoras para su ropa, ni soportar su música estruendosa o sus malos modos ocasionales. Saben bien que a ellos les toca aprender más por su cuenta, adquirir responsabilidades y foguearse; y que si se eternizaran en la casa paterna o materna serían ellas, las madres, las primeras en preocuparse y en alentarlos y ayudarlos a buscarse su territorio. Es decir, saben que en realidad no tienen razones objetivas para quejarse ni entristecerse. Y tampoco se les escapa, por último, que ellas hicieron lo mismo cuando eran jóvenes, sin la menor mala conciencia”.
• “Ahora que observo a estas amigas mías creo que lloran por algo más respetable que una emoción superficial y algo exhibicionista: porque, quiérase o no, un largo período termina, y la vida ya no será la que ha sido. Tengo tanto respeto por la pena que eso causa, la terminación de algo, que hasta comprendo a quienes lamentan el acabamiento de un prolongado enemigo o de una situación de descontento. Sí, se puede echar de menos la lucha, el esfuerzo, la resistencia, la costumbre. Recuerdo que Conrad decía que lo único que salvaba al marino de la desesperación, cuando se hacía a la mar para no volver en mucho tiempo, era “la rutina salvadora”, la que lo hacía levantarse un día tras otro en los primeros de travesía. Por eso se hace tan difícil perderlas, incluso las insatisfactorias.
• “Todo esto me lleva a acordarme de la mía y de cuando yo me fui de su casa, a los veintitrés años, para vivir en otra ciudad con una mujer casada y separada. Desde luego no tuve en cuenta, entonces, esa tristeza que ahora percibo en mis amigas cuyos hijos se alejan. Las cosas están mal pensadas: cuando uno es joven se entera de poco, y aún menos de sus padres, a los que tiende a ver fácilmente como a seres agobiantes e intrusivos, que nos obstaculizan o impiden hacer lo que nos parece, casi nos son una carga. Sólo mucho más tarde, con la treintena bien cumplida comienza uno a mirarlos como a personas que fueron, han sido y son algo más que nuestros padres. Viene entonces la curiosidad, e incluso el deseo de compensarlos, de escucharlos de veras, de enfocarlos adecuadamente, de hacerles más caso, de preguntarse por sus sentimientos e inquietudes más allá de nosotros, que no lo éramos todo en sus vidas, aunque en nuestra vanidad juvenil nos lo pareciese. Y a veces se llega demasiado tarde. Yo sólo volví a la casa de mi madre para verla morir, tres años después. Y ahora que veo tan calladamente tristes a mis amigas cuyos hijos se van caigo en la cuenta de que mi madre sólo me tuvo cerca durante veintitrés, y de que a ella seguramente le debieron de parecer muy pocos”.
Un abrazo, entonces, a quienes están pasando una situación como ésta. Es la vida que sigue. (H. L.)
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