Son muchas las formas endémicas de corrupción política en una democracia.
En el nivel personal, el concepto incluye el soborno, la apropiación indebida, el fraude, el favoritismo, el nepotismo: son demasiado abundantes en España los casos de políticos corruptos que conceden contratos indebidamente a cambio de amplias sumas de dinero.
Sin embargo, el tipo de corrupción que cultiva José Luis Zapatero no es la personal sino la pública, de medidas legislativas o fiscales que lo mantienen en el poder y benefician a sus seguidores. Busca seducir a los votantes dispuestos a cerrar los ojos ante actuaciones arbitrarias de los políticos si de ello sacan ventaja personal: así, los grupos de presión en busca de una regulación que los favorezca; así, los votantes que aceptan el soborno de una regulación, prebenda o subsidio a costa de los demás.
Llegada la crisis, la compra de votos ha dejado exhausta la Hacienda, lo que ha llevado a Zapatero a decir que sólo piensa en el bien del país.
No es necesario dar por hecho que él sea persona mala y sin escrúpulos. En estas cuestiones vidriosas no hay que hacer juicio de intenciones sino fijarse en las condiciones institucionales de nuestro sistema democrático, que llevan a los políticos a comportarse demagógicamente. El remedio, muy parcial, es que acertemos con alguna reforma que reduzca los incentivos de los representantes del pueblo para pensar primordialmente en su propio provecho en vez del de sus representados.
En tiempos ordinarios, los periódicos, las radios, las televisiones destapan al corrupto de bajos vuelos y los tribunales lo castigan.
Más difícil es que pague sus culpas el gran estratega de las falsas promesas. Cierto, al político mendaz, comprador de votos, a veces le llega su San Martín. Los mercados le vuelven la espalda, los capitales huyen, el trabajo merma, los compañeros castigan.
No desesperemos del todo de la democracia. Peor sería que la falsa moneda política nos la impusieran a la fuerza castristas, bolivarianos y peronistas.
(Pedro Schwartz-Expansión)