Un nombre es el principio de todo. Tanto del origen del mundo, desde una perspectiva bíblica, como de un buen negocio, desde una perspectiva empresarial.
La ecuación no es simple y requiere paciencia. Una marca desarrolla el mayor de sus bienes -es decir, prestigio- a lo largo del tiempo y mediante una conducta intachable. En lo referido a tiempo, poco y nada se puede discutir. Años son años, y en algunos casos hablamos de décadas de larga espera antes de que un producto ingrese a la categoría mayor: la de los intocables.
Sin embargo, si hablamos de conducta, podemos abrir un abanico de posibilidades. El de "conducta" no es un concepto que se limite a la performance de un producto -lo que hace o deja de hacer en colores y superficies variables-; es también el imaginario colectivo que una empresa desarrolla a su alrededor.
Esta serie de acciones, que finalmente son metáforas disparadas al objeto en cuestión y que éste refleja sobre la pupila de sus compradores, debe ser cuidadosamente planeada. Es tenue la frontera que divide la progresión de la incomprensión.
Las grandes marcas, las que definen el estilo de los consumidores de alto perfil y de generaciones enteras, están obligadas a pensar de un modo distinto del resto. Por un lado la tradición, ese conjunto de características que las condujo al lugar donde están ahora paradas. Por el otro, la visión de futuro, o los movimientos estéticos y comunicacionales que componen su imagen pública.
Las épocas de crisis han sido tomadas como un desafío por las grandes marcas, las que saben de la existencia de un consumidor fiel que las ha acompañado en las buenas y en las malas. Es decir, existe entre su consumidor y ellas una relación fuertemente emocional. Y, frente a los otros, el público que recién se incorpora o quiere hacerlo aun puede apelar a ese prestigio legendario. De ahí que se diga, casi como un refrán, que las marcas de lujo no conocen de crisis.
Por supuesto, en el actual panorama esta máxima está cambiando; no de manera preocupante, pero sí significativa.
"Hasta hace poco parecía que las marcas de lujo se mantenían estables a pesar de las crisis económicas. Sin embargo, hoy está claro que a medida que atravesamos los desafíos que representa la crisis global ninguna industria va a permanecer aislada de la misma", le dijo días atrás a "La Nación", Jez Frampton, CEO global de Interbrand, la consultora que elaboró el ranking de las 15 mejores marcas del mundo. Cada una de éstas ha tenido la virtud, sin perder el foco en sus productos, de lucrar con el prestigio en el transcurso de su historia.
Una marca de lujo es también un retrato de la civilización en la cual se desarrolló. Ahí están Rolex, Tiffany, Ferrari, Bulgari, Zegna, Chanel, símbolos volcados al juego de lo inalcanzable.
Coco Chanel, antes que una marca de alta costura diversificada en una variedad de subproductos de éxito, fue una mujer de enorme magnetismo y determinación. La nena abandonada en una escalinata por su padre se transformó en la heroína de la moda. La elegancia como uno de los rostros posibles frente al desengaño, el dolor e incluso la decadencia de una sociedad en conflicto. De este material está hecho Chanel. Mientras tanto, un nuevo capítulo se escribe.
Capacidad de leer las tendencias del mercado, concentración, diversificación inteligente, construcción de una iconografía a prueba de vaivenes y selectividad son algunos de los patrones de conducta de las grandes marcas de lujo. Sobrevivieron al pasado y difícilmente no hagan lo mismo en el presente.
"Porque, como dice Cicerón, aun aquellos que desprecian la fama quieren que los libros que escriben contra ellos lleven su nombre bajo el título y esperan acceder a la fama despreciándola. Todo lo demás es negociable: podemos ceder nuestros bienes e incluso nuestra vida a nuestros amigos, pero es muy difícil que alguien acceda a compartir su fama o ceder a alguien su reputación".
Lo escribió Montaigne y todavía se sostiene.
Claudio Andrade
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