Durante el 2007, los subsidios del Estado al sector privado aumentaron un 125%, es decir, 8.140 millones de pesos. En su mayor parte se dirigieron al rubro energético y al transporte, pero se agregó un nuevo “beneficiario”: el sector agroalimentario –a alguno le llamarán la atención las comillas, pero no debería ser así–.
Luego de la crisis del 2001 y 2002, el Estado congeló las tarifas de los servicios públicos, incluidos los transportes de pasajeros. El objetivo, por entonces entendible, era que un alza no empeorara más la situación de los sectores de menores recursos, principales perjudicados de una devaluación. Pero, a pesar de la mejora de ingresos que sobrevino, la actualización de las tarifas fue mínima o nula.
Si bien al principio se subsidió a los consumidores con el patrimonio de las empresas, que perdían plata o dejaban de ganar, esto no fue suficiente. El aumento de los costos y la necesidad de aumentar los salarios de los trabajadores empezó a ser incompatible con el congelamiento. El Estado instrumentó subsidios para enfrentar estas subas de costos.
Por otro lado, la escasez de gas implicó la necesidad de generar energía con combustibles más caros y subsidiarles a las empresas la diferencia. Por último, el objetivo del gobierno de controlar los precios de los alimentos, a pesar de las fuertes presiones inflacionarias, llevó a crear un nuevo subsidio a los sectores que los producían para el mercado interno.
Si el objetivo es ayudar a quien más lo necesita, estos subsidios son una forma muy ineficiente de hacerlo. El combustible y la energía baratos les permiten ahorrar más a los que más los usan, que no son precisamente los más pobres. Por otra parte, ricos y pobres reciben las transferencias que buscan mantener bajos los valores de determinados alimentos.
A su vez –algo aún más grave– los subsidios no incentivan la inversión; en primer lugar, debido a que son fruto de un congelamiento de precios que se debió relajar en la medida en que los asalariados aumentaron sus ingresos. De esta forma hubiesen podido asignar parte de su presupuesto a pagar el verdadero valor de sus consumos. Por lo tanto, esto incrementa la percepción de riesgo de las empresas, ya que reciben la señal de que sus ingresos son un instrumento de política económica y –¿por qué no?– electoral.
Además, las transferencias con las que se las pretende “beneficiar” no son asumidas como un ingreso permanente. De la misma forma que se las dieron se las pueden quitar y esta decisión arbitraria del funcionario no se puede tratar de estimar. Así, no resulta factible planear inversiones sobre las ganancias que puedan generar.
Conclusión: menos inversión y menos producción, empleo y bienestar futuro.
Así, hay una oferta que se retrae, como se observa en los sectores lechero, de la carne y de los combustibles, y un consumo cuyo crecimiento desmedido se incentiva artificialmente.
Esta ecuación es imposible de sostener en el largo plazo, ni a fuerza de subsidios crecientes, ya que sin suficiente inversión en algún momento el consumo superará la posibilidad de producción local.
Entonces, ¿no sería más razonable buscar algún mecanismo de ayuda directa a los sectores más necesitados? Por ejemplo, un subsidio a las familias por cada hijo que manden al colegio y a los menores que no estén en edad escolar.
Nadie propone eliminar los congelamientos y las transferencias que los sostienen de un día para otro, sino hacerlo en un horizonte de tiempo razonable. Así se les daría tiempo a los consumidores para ir adaptando su estructura de gastos y poder absorber los incrementos de precios. Es cierto: eliminar los subsidios indiscriminados y concentrarlos en los pobres motivará la queja de muchos votantes de mayores ingresos. Sin embargo, el objetivo de los recursos aportados por los contribuyentes, ¿no debería ser ayudar a los que realmente lo necesitan?
(*) Licenciado, director del CIIMA-ESEADE
Una tregua que invita a la inversión
La tregua que se plantea por estos días en los mercados internacionales comienza a convertirse en un estímulo para los compradores estratégicos que, a la espera de que bajen las valuaciones de las compañías, buscan retornar a las operaciones de fusiones y adquisiciones.
En ese escenario, los fondos soberanos surgen como los socios más probables para esos compradores, según afirma un estudio de la consultora internacional KPMG. “Todo está dado para que los compradores estratégicos retornen al escenario de las fusiones y adquisiciones luego de la restricción para otorgar créditos”, señaló la consultora.
Si bien los compradores estratégicos no son muy distintos a muchos otros compradores –también les será más difícil obtener un crédito–, encontrarán “dentro de poco un aliado en los fondos soberanos, que están surgiendo rápidamente”.
Mientras que las operaciones a nivel mundial se desacelerarán en los próximos seis meses, el “campo de acción para realizar operaciones inteligentes, audaces, innovadoras y que agreguen valor debería mantenerse”, asegura el estudio. “Las valuaciones de las compañías bajarán; la única razón por la cual no han caído demasiado hasta el momento es que los vendedores son algo obstinados y se niegan a aceptar que la restricción para otorgar créditos no se resolverá y que volverá la liquidez”, advierte.