Por algún motivo, los argentinos no les damos gran importancia a las instituciones.
A lo largo de nuestra historia, hemos votado políticos o apoyado gobiernos militares a los que les cedimos un poder ilimitado con el fin de que pudieran resolver los problemas que enfrentaba el país.
Sin darnos cuenta, al apoyar gobiernos paternalistas perdimos nuestra calidad de ciudadanos, cediendo nuestros derechos para que otros tomaran las decisiones por nosotros, dando muestra de una tremenda irresponsabilidad e inmadurez cívica. No es raro que hayamos tenido una lamentable historia de golpes de Estado y gobiernos democráticos fallidos.
En 1983, la Argentina retornó a la democracia luego de una dolorosa experiencia de gobierno de facto. De la peor manera, esto nos hizo comprender que los gobiernos militares no son mejores que los malos gobiernos civiles. En democracia, uno puede votar a sus representantes y mandatarios, cambiarlos si no satisfacen las expectativas y poner algún límite al ejercicio del enorme poder delegado. Esto fue un gran paso en términos de aprendizaje cívico, que nos permitió sortear exitosamente movimientos militares sediciosos, hiperinfla
ciones, recesiones y crisis institucionales sin romper con el orden constitucional.
Pues bien, hoy elegimos a nuestros gobernantes pero seguimos confiando en que con el poder que les delegamos (como si fueran mágicos) deben resolver los problemas de la gente. No nos hacemos cargo de nuestra responsabilidad ciudadana de controlarlos y, de hecho, exigimos las soluciones con la convicción de que el fin justifica los medios.
Este último disvalor está profundamente inserto en nuestra cultura y a ello responde gran parte de las violaciones de derechos, libertades e instituciones, además de la omnipresente corrupción.
Allí es donde la democracia argentina se queda renga y se transforma en un mero ejercicio electoral periódico en el que designamos a quienes les delegaremos el poder absoluto por un tiempo determinado. Falta el sólido pilar de la república, por lo menos tan importante como el concepto de democracia.
El principio republicano exige una división del poder que delegan los ciudadanos entre el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial, así no se concentra en una sola persona o institución, lo cual implicaría otorgar la suma del poder público. Además, obliga a cada poder a cumplir con las funciones que les delegamos dentro de las restricciones para su ejercicio que le impone la Constitución nacional.
Sin embargo, en la Argentina nos parece normal que el Congreso le delegue al Poder Ejecutivo la posibilidad de legislar mediante decretos de necesidad y urgencia. Esto, a pesar de estar expresamente prohibido por la actual Constitución nacional y haberse superado los condicionantes que permitieron postergar transitoriamente el otorgamiento de esta facultad. Tampoco nos parece grave que nuestros legisladores le deleguen al jefe de Gabinete la posibilidad de modificar por decreto el destino de nuestros impuestos, cambiando las asignaciones aprobadas en la ley de Presupuesto. Parece raro que nuestros legisladores cedan tan fácilmente las facultades que les otorga la carta magna. Sin embargo, se puede entender desde el momento en que comparten la cultura general de los argentinos, que consideran que es el presidente el que tiene la responsabilidad primaria de resolver los problemas, por lo que es lógico cederle todos los instrumentos necesarios. Este criterio es compartido por oficialismo y oposición, ya que esta última actuaría igual
si estuviera en el gobierno.
En los países avanzados y estables, es en el Congreso donde se discuten y se establecen por consenso las estrategias de largo plazo. De esta forma, al participar en su gestación tanto el oficialismo como la oposición, éstas permanecen en el tiempo cuando los roles se invierten. Estas marchas y contramarchas implican una enorme pérdida de esfuerzos y recursos por parte de la sociedad.
Por otro lado, en las repúblicas, la Justicia es la encargada de proteger los derechos de los ciudadanos de las violaciones en las que puedan incurrir los otros poderes en el ejercicio de sus facultades sin atenerse a las restricciones impuestas por la Constitución.
Lamentablemente, muchos jueces son partícipes de la concepción generalizada de que el gobierno puede hacer un uso hegemónico del poder y tienden a admitir el avasallamiento de los límites de sus facultades o de derechos e instituciones en pos de la solución de problemas que consideran críticos. Es decir, nuevamente, el fin justifica los medios y no se contempla la posibilidad de que dichas situaciones pueden resolverse dentro del marco de la Constitución nacional.
Por otro lado, el poder político considera que la Justicia no tiene que interferir o limitar su gestión, lo cual interpreta como una incursión en facultades que son propias. Por ello, de una u otra forma, todos los gobiernos han intentado controlar al Poder Judicial, ya sea a través de las modificaciones en el número de integrantes como en el cambio de miembros de la Corte Suprema u otros niveles de jueces o imponiendo una mayoría política en el Consejo de la Magistratura que presione a los jueces en defensa de sus intereses.
Esta es una breve reseña de los desafíos que debemos enfrentar los argentinos en materia de cambio cultural. Es muy difícil que podamos elegir políticos respetuosos de los derechos e instituciones que establece nuestra Constitución nacional si nosotros mismos no los valoramos. Si para nosotros el fin justifica los medios, los políticos que surjan de nuestra sociedad tenderán a pensar igual. El cambio tiene que venir desde las bases y gestarlo es responsabilidad de la dirigencia intelectual, profesional y empresaria.
ALDO M. ABRAM (*)
(*) Director del CIIMA y de la Consultora Exante