Una inflación sostenida tiene costos palpables, tanto por el deterioro en los salarios reales como por la dificultad de sostener la competitividad cambiaria. El gobierno hoy parece preferir pagar esos costos dando prioridad al impulso de la demanda doméstica, que a su vez le permite lograr un crecimiento sostenido del empleo. Esto parecería granjearle mayores índices de apoyo que los que perdería con la inflación y la pérdida de competitividad.
El problema es que cada vez necesita generar más estímulo de la demanda doméstica a través del gasto para alcanzar un mismo crecimiento del empleo. Esto es así porque la elasticidad empleo/PBI (porcentaje en que crece el empleo ante cada 1% de aumento en el producto) viene cayendo desde un valor cercano a 1 en 2003-2004 a uno de alrededor de 0,5 en la actualidad.
Dicho de otro modo, para que el empleo crezca un 5%, el PBI debe incrementarse en un 10%, mientras que tres años atrás sólo debía subir la mitad. Si el gobierno se resignara a un aumento menos inflacionario del PBI de "sólo" un 6%, el empleo aumentaría en 280.000 nuevos puestos de trabajo este año. En cambio, con un crecimiento previsible de alrededor del 8%, consistente con el actual impulso de la política fiscal, se terminarían creando cerca de 373.000 nuevos empleos. Esta diferencia no es menor a la hora de los votos. La elasticidad empleo/PBI hasta el 2004 era alta, por la posibilidad de seguir aprovechando capacidad instalada ociosa que había a la salida de la crisis y que permitía incrementar la producción simplemente aumentando el empleo. En cambio, en la actualidad no queda demasiada capacidad ociosa y cada nuevo empleo debe ser acompañado por mayores inversiones.
El mecanismo por el cual la expansión fiscal genera más empleo es el siguiente. El gasto público está orientado mayormente a actividades no transables internacionalmente (servicios, construcción), que son más intensivas en uso de mano de obra y más creadoras de empleo que las transables, como la industria y el agro.
En este sentido, debe destacarse que en el 2006 el crecimiento del empleo en actividades no transables explicó un 80% del aumento total en la ocupación. Este mayor estímulo público a la demanda por actividades no transables estuvo fuertemente concentrado en Capital Federal y Gran Buenos Aires, que se beneficiaron significativamente con la asignación regional de los subsidios al transporte, trenes, etc.
El efecto inflacionario del aumento en el gasto también contribuye a licuaciones temporarias del costo laboral, estimulando una mayor contratación. Esto es lo que los economistas llaman la "Curva de Phillips".
El problema es que, tal como lo estamos viendo ahora, las negociaciones salariales incorporan de manera creciente las expectativas inflacionarias, haciendo más difícil seguir explotando este mecanismo.
Así, algunas de las tendencias recientes en la economía interfieren con los desarrollos positivos verificados en el período pos-crisis.
En efecto, la marcada recuperación de la inversión ha estado apoyada fuertemente en el superávit fiscal y en el tipo de cambio real, que generaron mayores ahorros privados y públicos, y en la caída de la volatilidad, que favoreció un cálculo de rentabilidades futuras más previsibles.
Si la expansión fiscal terminara erosionando el superávit fiscal, apreciando el tipo de cambio real e introduciendo más incertidumbre cambiaria y tributaria a futuro, habría un conflicto creciente entre el deseo de crear más empleo y la disponibilidad de capacidad productiva para absorberlo.
Estos comentarios están motivados en la importancia de pensar y definir una agenda proinversión y pro-empleo tras las inversiones, en la convicción de que algunos de los instrumentos pro-empleo utilizados hasta ahora no podrán seguir siendo utilizados de manera indefinida.
GABRIEL SANCHEZ (*)
(*) Economista de Ieral, Fundación Mediterránea.