Las asignaciones familiares diferenciadas son una de las herencias que dejó el ex ministro de Economía, Domingo Cavallo, días antes de su alejamiento del cargo durante la presidencia de Carlos Menem, allá por julio de 1996.
Hasta entonces, todos los asalariados con hijos a cargo percibían la misma suma, concepto que Cavallo modificó –y sus sucesores no se preocuparon en revisar– en aras de una supuesta justicia social y progresividad en el aporte que el Estado realiza.
En resumidas cuentas, el sentido sería el de darle más dinero a quien (por percibir un ingreso menor) más lo necesita, siempre atendiendo los recursos de los que el Estado dispone.
La idea sería estupenda si la realidad no fuera bastante más compleja que una planilla de cálculos. Pero lo es. Y lo es a tal punto que con el último aumento anunciado, los empleados con sueldos de 2.600 pesos mensuales resultarán más favorecidos que, por ejemplo, los que perciben un salario de mil pesos. Y los trabajadores en negro –que en su inmensa mayoría se encuentra en la franja de quienes necesitan el más alto nivel de salario familiar– quedan excluidos del reparto.
Si en el gobierno confiaron en el impacto mediático que representa contar con todos los canales de televisión informando que hubo un “20 por ciento de aumento” en las asignaciones familiares, la euforia de los desprevenidos se desvanecerá a fines de enero y principios de febrero de 2007, cuando comprueben en sus recibos de sueldos que el incremento en sus bolsillos será de... seis, nueve o doce pesos por hijo, según su posición en la escala de haberes.
La decepción no terminará ahí y hasta podría incrementarse a la hora de constatar cómo los propósitos oficiales de lograr una equidad distributiva se vuelven en contra.
Por ejemplo –y siempre considerando un hijo a cargo– una persona que percibe un sueldo bruto de mil pesos recibirá un incremento de doce pesos en su ingreso de bolsillo, tres veces menos que los 36 pesos con los que se favorecerán a los salarios de 2.600 pesos.
La diferencia no es sólo en valores absolutos, ya que en porcentajes también se beneficia el acreedor del sueldo más alto: 1,38 por ciento contra 1,2 por ciento de quien cobra mil pesos.
El absurdo se completa con otra de las “herencias”: debido a los saltos en las escalas salariales, a un empleado con hijos que percibe un sueldo bruto de 1.700 ó 2.200 pesos y pretende un aumento, le conviene pedir... ¡una rebaja! Es que en el reino del revés, con 1.680 pesos se gana más que con 1.700 y con 2.180 más que 2.200.
Créase o no, con 1.700 pesos y la asignación por un hijo, el sueldo neto deducidos los descuentos es de 1.533 pesos (1.465 si se eligió el régimen previsional de reparto). Con veinte pesos menos de sueldo bruto, el haber neto será un peso superior. Y la brecha sería más amplia con más hijos a cargo. La misma comparación es válida con sueldos de 2.200 y 2.180 pesos.
Pero los “beneficios” de seis, nueve o doce pesos de aumento sólo abarcan a una parte de los empleados formales, que representa apenas el 38 por ciento del total, de acuerdo con lo señalado por el diputado Claudio Lozano quien, en consecuencia, advirtió ni bien se dio a conocer la medida que “la gran mayoría (de los trabajadores) no es considerada por la política oficial”.
“Percibirán un aumento en su ingreso por hijo los trabajadores con mayores ingresos promedio (los que están en blanco) y no percibirán nada aquellos que están en negro o quienes están desocupados. Más aún, el gobierno ni siquiera se preocupa por mejorar el beneficio que perciben, por hijo, los hogares que dependen del hoy vigente plan familias”, acotó el legislador por la CTA.
De lo que se desprende, además, el doble juego oficial respecto de quienes perciben los 150 pesos de los planes sociales. Si para las estadísticas de desempleo se los considera ocupados, ¿por qué no perciben asignaciones familiares? Si, por el contrario, son desempleados, ¿por qué no se sinceran las mediciones del desempleo?
Para Lozano, “se reproduce así una lógica de argentinos de primera y de segunda, de trabajadores de primera y de segunda y de pibes de primera y de segunda. Lógica propia de un gobierno que hace apología del crecimiento pero al que no le preocupa, objetivamente y más allá del discurso, la desigualdad”. Un mensaje que desentona con el optimismo de la CGT y quizás explique el diferente trato (político y jurídico) que recibe cada central sindical.
(*) Periodista económico.