| Por muchos motivos, la Argentina es un país fuera de serie. Desde la admiración de los extranjeros por la variedad de su riqueza y sus paisajes, hasta el lamento local por las frustraciones del pasado y el encono permanente que ha impedido llegar a una política de Estado consensuada. Si bien las sociedades duales se han generalizado en el mundo, en la Argentina la ideología y la lógica de la confrontación tienen una fuerza muy grande. A su vez, la crisis política, económica y social internacional empeora. Los acontecimientos de Medio Oriente lo muestran. Estados Unidos no obtuvo los objetivos que se propuso en forma directa en Irak y en Afganistán e indirectamente en el Líbano, lo que no significa que no intente invadir Irán para controlar el petróleo y, a la vez, atacar su peor frente opositor en el mundo, aumentando también su poder relativo frente a los otros potenciales rivales y contrincantes y afirmando por el momento su unilateralismo hegemónico. Esa es la óptica fundamental de su política, en Medio Oriente, en Europa y en América. Es el destino histórico de todos los imperios. La sociedad humana es dinámica y ningún poder es eterno, pero la transición y el cambio se afirman con mucha lentitud, pese a que Estados Unidos tiene ventajas difíciles de superar. No habría que suponer que la podrá sustituir otra potencia, sino posiblemente algo que también siempre ha sido difícil de lograr: un acuerdo entre jugadores diferentes o un reparto de cartas de poder. Después de dos años y dos meses de elevar sus tasas de interés de referencia, la Reserva Federal las frenó, manteniéndolas en 5,25% anual. Al día siguiente se acentuó la caída del dólar en el mundo. Para los inversores, las tasas de interés moderadas eliminan las ventajas del dólar ante otras monedas. Si sus empresas internacionales fortalecieran su dominación en el mercado mundial con los altos precios del petróleo, mejorarían sus posiciones y las de las empresas y fondos que apostaron a la suba del crudo para resarcirse de las pérdidas de la caída bursátil de 2001. Sería una forma de salir de la crisis aunque muchas de sus propias industrias deberían soportar costos más altos, que incuestionablemente perjudicarían a todo el sector productivo internacional. El capital mundial tiene dos grandes franjas madres: la financiera y la productiva. Estados Unidos es el gran deudor mundial. Los capitales que recibe se invierten en bonos o en las empresas y de ahí se vuelcan al resto del mundo para realizar inversiones financieras o productivas. Aunque Estados Unidos es el país del mayor capital financiero disponible, la franja productiva, aunque menor, es también la de mayor productividad mundial. Esto tiene dos consecuencias: el capital financiero extrae recursos de los sectores productivos, debilitándolos, mientras que el capital productivo diferencial de alta tecnología puede afrontar esos costos financieros y también invertir financieramente una parte de sus ganancias productivas diferenciadas. Ningún otro país reúne esas condiciones. Si dicha situación se mantuviera, nadie crecería y la brecha internacional aumentaría. Sin embargo, China, con su gran potencial interno y sus bajos salarios se convirtió en el mayor país industrial no diferenciado, pero se ha capitalizado de tal manera que ya tiene las mayores reservas del mundo, acumula capital financiero y empieza su tránsito hacia el capital tecnológico. A largo plazo esto cambiará el equilibrio del poder mundial. Por su parte, América del Sur tiene la oportunidad de ser el gran proveedor de alimentos, minería y energía de China y de Asia y, si esa vía de desarrollo se concretara, sus países, con centro en el Mercosur, podrían crecer en forma sostenida y convertirse en un nuevo eje de poder en el mun-do, de modo diferente al de Euro-pa y Japón después de la guerra. Si la Argentina actuara de acuerdo con las normas clásicas, tendría que ofrecer mejores precios a las empresas petroleras para que éstas extrajeran el petróleo pero, contrariamente a lo que se dice, no habrían beneficios, pues si bajaran las retenciones y subieran los precios internos, el país dejaría de crecer, el costo de extracción de 15 a 18 dólares por barril sería exclusivamente aprovechado por las transnacionales que lo comercializarían al precio mundial de más de 70 dólares, no habría más inversión pública y el futuro repetiría el pasado. La singularidad de la vinculación de la Argentina y Brasil con Venezuela y Bolivia consiste en obtener gas y petróleo de cualquier manera, para no dejar de crecer, mientras –en el caso argentino– se elaboran condiciones de inversión para rehacer las reservas. Mientras, Estados Unidos se preocupa por el papel de China en América Latina y sobre todo en Venezuela, que inició una certificación internacional para mostrar que sus reservas de crudo serían de 315.000 millones de barriles, 20% más que las de Arabia Saudita. Con treinta años de desindustrialización, la Argentina no puede repetir el derrotero de Brasil o México y llegar pronto a la alta tecnología diferenciada, pero puede capitalizarse con la producción agrícola tecnificada y ya no rentística, la minería, los eslabonamientos productivos, las pymes que proveen a grandes empresas, la inversión pública y los desarrollos tecnológicos localizados superiores a los de los países semiindustrializados. Por eso, la clave del crecimiento futuro no puede mirarse con la óptica tradicional. A la nueva oportunidad de Asia, hay que agregar que el país debe resolver el tema del gas sin recurrir al GNL, que es la propuesta de los técnicos y de las grandes empresas (una breve y excelente explicación de esto en Alejandro Bianchi, “El GNL, alternativa energética para el mundo, pero no para la Argentina”, en “El Cronista” del 22/8, pág. 6). |