| Las sociedades contemporáneas se escinden precipitadamente en dos mitades, tanto en el plano social como en el económico y político. No es exactamente el bloque de los excluidos contra el de los incluidos sino algo sociológicamente más complejo. Hay una clase media (media y baja) empobrecida que forma la fila de los disconformes. Y otro bloque que se siente incluido y al que, por diversas circunstancias, le va mejor o que encuentra que el futuro le depara un porvenir. En algunos países, los marginados tienen una respuesta más homogénea, con mayor o menor cercanía a la institucionalidad de los partidos. En México los excluidos que todavía participan de la vida política y de las luchas electorales se expresan en una parte del PRI y sobre todo en el PRD, que es la centroizquierda que asegura haber ganado la mayoría relativa por muy pocos votos, contra la centroderecha oficial que en el primer conteo parece haber ganado con una diferencia de votos insignificante –sobre todo si se toma en cuenta la gran abstención– y casi no publicitada. En Venezuela y Bolivia la mayoría la ganaron los marginados en desmedro de los partidos tradicionales, incorporando fuertes cambios en la composición étnica dirigente. En la Argentina el problema étnico es infinitamente menor, las consideraciones ideológicas son grandes, el electorado es mutante y todavía predomina socialmente la clase media, rasgos que no coinciden con los de los otros países de la región aunque sí con Uruguay. Estas dos mitades no conforman una unidad y éste es el más grave problema político del presente, porque la contraposición de centroderecha y centroizquierda tendría que aproximarse por lo menos a un consenso en las grandes líneas de la política de Estado. Si ese propósito se lograra, la viabilidad institucional estaría asegurada. Pero las dificultades son grandes porque la Argentina siempre se ha destacado por las heridas que dejaron las proscripciones del peronismo y las dictaduras militares, sobre todo la iniciada en 1976. Y no es correcto que se trate de un problema de democracia o populismo en el que la primera está asociada a una economía exitosa, porque en esos períodos se produjeron retrocesos productivos que generaron pobreza y marginación. Sin embargo, algo muy importante ha cambiado en la economía mundial. Hasta fines de los ochenta los países de producción predominantemente primaria, periféricos o no industrializados, estaban condenados a los términos del intercambio desfavorables y no podían colocar una creciente producción agropecuaria en los mercados internacionales por la acción de los subsidios a la agricultura y a la exportación agrícola de los países industrializados, y esta situación era insuperable porque el déficit externo obligaba al crédito creciente y a subordinarse a la lógica del ajuste. El desarrollo chino asiático modificó completamente este escenario y ésta es la diferencia básica entre la economía mundial de los ochenta y la actual. No todo sigue igual y las políticas no pueden ser las mismas. Hay que ajustar la política económica a esta realidad, que pasa por ganar puestos en la producción mundial diversificando la base productiva, aunque la desigualdad siga creciendo. El ejemplo está en Asia y en China, aunque ningún país latinoamericano pueda convertirse en una economía similar a la de esas nuevas naciones industriales, de la misma manera que ni China ni Taiwán ni cualquier otro país de Asia van a poder repetir la historia y los resultados de Estados Unidos o de Europa. Se anuncia reiteradamente el sobrecalentamiento de la economía de China, pero el alto crecimiento va a seguir en tanto aparezcan nuevos mercados, que demandarán insumos y materias primas de los países latinoamericanos y de los bienes de capital y las tecnologías más sofisticadas de Estados Unidos, Europa Occidental y Japón. Lo que hay que procurar precisamente es que esta oportunidad de crecimiento continúe, que no es sólo una inclinación por la política productiva sino también una mayor integración con Asia y en el área latinoamericana, de una manera parecida pero diferente a la que siguieron en su momento los países europeos y ahora los asiáticos y que consiste en desarrollar el capitalismo en la agricultura en vez de aprovechar la renta y capitalizar con esta última el crecimiento y la diversificación industrial. La ley de la moderna economía mundial es que la producción primaria o de manufacturas baratas debe mejorarse, para lo que se requiere ampliar el mercado que se encuentra en gran medida en los que no se han desarrollado. La CEPAL ha señalado que en el último cuarto de siglo el intercambio latinoamericano con China creció 39 veces y que en el último quinquenio la progresión del intercambio de la región con el gigante asiático fue de 45% anual. Allá hay un mercado dinámico y aquí otro que puede seguir el mismo camino. Para eso no sirven las viejas fórmulas. Otra ley de la moderna economía mundial es que, al progresar la industrialización, el desarrollo tecnológico, la diversi- ficación, la intensificación y la revolución científico técnica, la productividad crea menos oportunidades de empleo y más marginación, por lo menos en el período de transición en el que el obrero del siglo XX deberá transformarse en el ingeniero o técnico masivo del siglo XXI. Y para eso la economía se tiene que mover al ritmo asiático, resguardarse de las crisis proporcionadas por los excedentes financieros del mundo industrializado y de las turbulencias de las divisas clave. Es otro mundo, otra óptica y otra política y no es una cuestión ideológica sino un cambio en la organización de la producción tan grande como el que llevó a la humanidad desde la Edad Media hasta el capitalismo moderno. Si no fuéramos capaces de seguir ese curso, que será seguramente accidentado, la sociedad seguirá fragmentándose y diferenciando socialmente, creado dos mitades incompatibles donde será imposible conseguir una unidad, tanto en la escala nacional como en la regional y en la mundial. |