Estas reflexiones nacen de un pedido explícito sobre una mirada del peronismo en los últimos trece años, desde que tomé contacto efectivo con él.
Antes de transitar como ciudadano su gobierno, sabía que Carlos Saúl Menem con su elección como candidato a presidente por internas había supuesto en el Partido Justicialista, como afirma la politóloga Ana María Mustapic, la fórmula de reemplazo para la sustitución del liderazgo carismático originario de esta fuerza. Además, su triunfo en las elecciones generales de 1989 y su gestión de la emergencia económica lo situaban como el protagonista indiscutido de la segunda fase de la transición democrática. Sin embargo, no se separó de la ambigüedad originaria del partido, de la posibilidad de contener en su interior extremos ideológicos opuestos. Pronto comenzó el giro político ideológico hacia las reformas de mercado y el mundo de los negocios y el realineamiento político, señalado por Juan Carlos Torres, que provocó la salida de las fuerzas de centroizquierda y el ingreso de fuerzas de centroderecha, como la conservadora Unión de Centro Democrático (Ucede).
En los estertores de la década menemista conocí el fracaso de lo que Hilda Sábato había denominado como un nuevo período de ilusiones, básicamente la modernización económica.
Las políticas neoliberales de ajuste estructural, privatizaciones, desregulación, pérdida de importancia del Estado y connivencia con los grandes grupos económicos y financieros se tradujeron a la larga en un constante aumento del desempleo, crisis fiscales inmanejables, suba desmesurada de la deuda externa, descenso del PBI, del consumo y la inversión; destrucción de la estructura productiva -sobre todo la industrial- y, finalmente, la destrucción del Estado. Todo ello en un contexto político de corrupción creciente, falta de transparencia, decisionismo y concentración de poder.
La centroizquierda del peronismo emigraba y armaba una nueva fuerza llamada prontamente al éxito electoral y luego al fracaso político. Me refiero al Frente Grande, posteriormente Frepaso, y a la Alianza formada con el radicalismo. La ineficacia de esta coalición, el incumplimiento de las promesas y el estallido de la bomba de tiempo que significaba un modelo enraizado en décadas anteriores pusieron de manifiesto uno de los principales problemas del sistema político argentino: la imposibilidad de gobernar sin el apoyo del peronismo, con todas sus contradicciones.
La llegada de Eduardo Duhalde a la presidencia supuso el inicio de la recuperación nacional y el sorpresivo salto político, en el 2003, de Néstor Kirchner. El nuevo presidente, con su estilo decisivo y frontal en la gestión de gobierno, sus avances en el terreno de los derechos humanos, la lucha contra la corrupción -sobre todo en la Corte Suprema de Justicia-, la reestructuración de la deuda externa y el mejoramiento de la economía, hizo renacer los clásicos ideales de justicia social y soberanía política y económica del justicialismo. La recuperación de la palabra política y su distanciamiento de la mediatización, cuando no "farandulización" de la política de etapas previas, aumentó el apoyo explícito de la ciudadanía.
El proyecto político de la "transversalidad", con su acercamiento a la centroizquierda y su alejamiento de la estructura más dura del justicialismo, sumó voluntades, pero no duró. Su sucesora, Cristina Fernández, ha continuado el rumbo reformista del proyecto kirchnerista pero con menor fortuna en cuanto al apoyo social y sobre todo en cuanto a la beligerancia política y mediática de los sectores de la oposición, incluida la nacida en el propio partido. El peronismo, un sistema político en sí mismo, ya ha generado su polo opositor al oficialismo, ahora más claramente unido en el "Peronismo Federal".
De todas formas, si uno analiza la historia política reciente, el peronismo sigue apareciendo hoy como la única alternativa para establecer políticas públicas. Pero su fuerza no se sustenta ya, como en décadas previas, en ser un partido tradicional de masas con una base sociológica de contornos claramente definidos sino que pareciera ser el único capaz de constituirse en una opción clara de poder en el marco de nuestra peculiar cultura política, con todo lo que ello implica en un sentido negativo y positivo.
FRANCISCO CAMINO VELA
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(*) Lic. y Mgter. en Historia. DEA Programa de Doctorado en Historia e ideologías políticas contemporáneas