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  Viernes 30 de Abril de 2010  
 
 
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  El productor que no quiere intoxicar
Mientras la fruticultura va hacia las buenas prácticas agrícolas por las exigencias externas, en la horticultura el mercado interno aún privilegia el precio sobre la calidad. Heriberto Llanos, de .la Asociación de Productores Hortícolas de Roca, reclama más controles y capacitación para chacareros y vendedores de agroquímicos. (Ver Video)
 
 
 
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El hombre que cosecha acelga agachado entre los surcos tiene 56 años, seis hijos, segundo año de Abogacía, una chacra de seis hectáreas en las afueras de Roca, un sueño y una preocupación.

El sueño: armar una federación de productores hortícolas desde el Valle Medio hasta Neuquén, con ferias en cada ciudad y un mercado concentrador rionegrino. "Así evitaríamos la intermediación y podríamos llegar más directo y más barato a los clientes", dice.

La preocupación: la falta de controles y el desconocimiento sobre los plaguicidas que se utilizan en las hortalizas. "El riesgo que corremos es intoxicar a la gente. Es un riesgo muy alto. Necesitamos más chequeos y capacitación para los vendedores de agroquímicos y los productores", señala ahora, mientras camina entre el maíz y el sol de otoño pega sobre los álamos y las bardas que se recortan detrás de su casa de adobe y techo de chapa.

Hasta allí, 10 kilómetros al suroeste de la ciudad, se llega por el camino asfaltado que pasa por la bodega Humberto Canale y sus vides y frutales certificados, aunque metros más adelante el pavimento se angosta en dirección al río y no pasan dos vehículos al mismo tiempo. Una ancha calle de ripio lo cruza: a 500 metros, hacia la izquierda, está la propiedad de Heriberto Llanos. Nació en Bolivia, es bajo y fornido, las manos callosas, la piel cobriza, el pelo negro corto, el tono sin estridencias, el hablar pausado y firme. Es la cara visible de un proceso que ya deja huellas en la región: los inmigrantes bolivianos son mayoría en el negocio de la horticultura, que no parece interesarles a los argentinos.

Llanos vuelve a lo suyo: flexiona la piernas, dobla la cintura, se inclina hacia adelante y mueve los brazos a ritmo veloz mientras crece la pila de hojas verdes. Son las 10 de la mañana y sólo durmió tres horas: a las dos de la madrugada partió hacia el Mercado Concentrador de Neuquén para vender 500 kilos de cebolla de verdeo y 300 de acelga. Volvió a las 9 y ahora prepara la carga que llevará mañana.

El presidente de la Asociación de Horticultores de General Roca sabe de qué habla. Trabaja justo ahí donde terminan las buenas prácticas agrícolas que exigen los consumidores de Munich, Madrid o Montreal y empieza el mundo de pocos controles y escasos reclamos de los consumidores argentinos. Mientras que un europeo puede saber hasta quién cosechó en el lejano Alto Valle la manzana que come, las lechugas que llevan los productores a las verdulerías de Roca, por ejemplo, no pasan por ninguna revisión de residuos químicos. Excepto que hayan viajado 50 kilómetros hasta el Mercado Concentrador de Neuquén y hayan vuelto. Allí, en los laboratorios del INTI, hay 200 análisis al año. Según sus registros, el 50% de las hortalizas presenta rastros de plaguicidas por debajo de los límites permitidos. Y son muy pocas las que los atraviesan.

-El problema son las hortalizas que no van al Mercado Concentrador -dice Llanos. La agrupación que encabeza nació en agosto del 2009 y tiene 30 miembros, 26 de ellos bolivianos como él. En total, suman unas 100 hectáreas. Heriberto calcula que en la zona de Roca hay al menos otras 100 en manos de otros veinte productores.

-Muchos no saben cuáles son los mejores productos. Compran lo que el vendedor les dice que es bueno. Y también desconocen el tiempo de carencia, los días que tienen que pasar entre la última aplicación de plaguicida y la venta. Hicimos una reunión con el INTI pero cada análisis cuesta 200 pesos. Si usted tiene cinco hortalizas son 1.000 pesos. Y eso que sólo nos cobraban los reactivos. Si no, son 200 dólares por cada variedad. ¿Cómo se hace para pagar eso?

Ahora Llanos recorre unos 3 kilómetros en su tractor Massey Ferguson modelo 70 hasta su casa en Chacra Monte. La calle es de tierra y la lluvia de anoche dejó sus huellas, pero la máquina atraviesa las lagunas sin dificultades.

Abre la puerta y entra a una vivienda de cemento alisado. Un papel marrón cruza el living de pared a pared, con inscripciones en mayúscula con marcador negro: arrendatarios, plaguicidas, controles, feria y mercado concentrador son algunas de ellas.

-Acá hacemos las reuniones de los productores -cuenta Heriberto. Y explica que presentaron el proyecto de la feria un año atrás con cuatro posibles escenarios, entre ellos la vieja estación de tren, los días de funcionamiento y la propuesta de controles. Es analizada con buenos ojos por la municipalidad y el Concejo Deliberante de Roca, aun cuando falta discutir dónde se hará y el monto a invertir en infraestructura.

-Los técnicos van a poder analizar las hortalizas ahí mismo. Y los productores vamos a tener que informar a los consumidores qué químicos pusimos y cuándo fue la última aplicación. Todo anotado, como con las peras y las manzanas. Los consumidores ni se fijan en eso, no les importa. Y es un error: ellos tienen que exigir. Acá te pelean el precio pero no qué le pusiste a la planta. Nosotros queremos que sepan qué le pusimos. Y que en el futuro nos compren por eso. Después de insistir mucho, logramos que el INTA pusiera un ingeniero agrónomo a recorrer las chacras. Juan empezó a visitarnos el año pasado y ahí empezamos a mejorar. Porque anotamos todo en un cuaderno y de a poco vamos sabiendo cuándo plantar, curar, cosechar y vender. Pero Juan sólo va a ver a los chacareros que integran la asociación. ¿Y el resto?

En 1985, cuando Llanos llegó a Chacra Monte, había dos bolivianos en el barrio. "Primero arrendé y después compré con lo que ahorré. Se podía hacer eso. Ahora hay un montón de bolivianos, pero la mayoría alquila", dice Heriberto. Las plantaciones que recorre Juan están repletas de inmigrantes del norte. Laboriosos, acostumbrados a largas jornadas, ocupan los lugares que dejan vacíos los argentinos en chacras improductivas o casi abandonadas.

-Acá nadie se mete. Se busca al dueño y se le alquila -aclara Heriberto. Se pagan 1.500 pesos por hectárea al mes durante la temporada, de septiembre a abril, aunque algunos propietarios dejan pasar el invierno a sus inquilinos con las zanahorias, el punto fuerte de Llanos.

La mayoría de los bolivianos alquila terrenos de entre dos y tres hectáreas. Muchos desembarcaron en los 90, atraídos por aquella ficción cambiaria de un peso un dólar que les permitía enviar remesas a su país mientras la fruticultura se hundía. Con el tiempo, ganaron posiciones en la horticultura regional: se estima que tienen en su manos la mayor parte de las entre 7.000 y 8.000 hectáreas que el Alto Valle dedica a las hortalizas. "A los argentinos no les gusta este trabajo: es demasiado sacrificado. Prefieren las manzanas y las peras, sobre todo si son patrones", dice Heriberto.

En la zona sólo se produce entre un 18 y un 20% de las hortalizas que se consumen. El resto viene de Buenos Aires, Mendoza y las provincias del norte, donde prima el modelo de mano de obra familiar que abarata los costos. No son pocos los que creen que los bolivianos reproducen aquí ese esquema y que así la horticultura regional ganará en competitividad. Heriberto no está convencido. "Los hijos acompañan a los padres a ganarse la vida... en Bolivia. Acá la misma sociedad se los lleva. Yo tengo seis hijos y dos ya están en la universidad. Tienen sus amigos, sus cosas...".

-¿Se argentinizan?

-Es inevitable. Por ahí te dan una mano, pero todo el día en la chacra no están. ¿Quién va a trabajar las chacras el día que nosotros no estemos?

 

Madrugadas

 

Es una noche estrellada y fresca. El brillo de la luna ilumina la fila de durazneros, la hilera de choclos y el camión, un Mercedes Benz 608 de cabina celeste y caja blanca cargado hasta el tope con 2.200 kilos de cebolla de verdeo y 900 de acelga. Llanos levanta el capó, le echa agua y se prepara para partir. Lleva zapatillas, pantalón de fajina verde, camisa, un abrigado chaleco y una gastada gorrita azul. Antes de subir, revisa la rueda trasera izquierda. La caja está demasiado cerca de la goma. Menea la cabeza, no le gusta.

-Me preocupa el bachicheo -dice.

-¿El bachicheo?

-Los baches. Llevo mucho peso -contesta. Se agacha y vuelve a mirar.

-Hay margen. Vamos -agrega. Son las dos de la madrugada.

Acelera por el camino de tierra entre los duraznos y la acelga. Pasa la tranquera y dobla hacia la izquierda. Después del ripio son seis kilómetros hasta la 22. A esa hora la ruta es territorio de camiones. Maneja en silencio, atento a cada ruido. El peso de la carga hace que el viejo camión se bambolee un poco. Llanos ha transitado este camino en los últimos 15 años y conoce las ondulaciones, por eso a veces lo tira un poco a la derecha para mantener el equilibrio. Conduce sin apoyar la espalda y aferra el volante con las dos manos. Un Scania sin acoplado lo sobrepasa con la misma facilidad que un Fórmula 1 a un Fitito justo antes de que pare a cargar 40 pesos de gasoil en Allen. A las 2:47 un avión desciende rumbo al aeropuerto de Neuquén. Las luces fijas y las intermitentes de la nave relucen en la noche.

-Raro ver uno de esos a esta hora -dice Llanos, pero apenas le dedica un segundo al espectáculo aéreo y vuelve a concentrarse en la ruta. Pasa el puente que une Cipolletti con Neuquén y se detiene en el puesto del Control de Ingresos Provincial de Productos Alimenticios (Cippa). Entrega la declaración jurada de su carga y paga un impuesto de 15 pesos por los 3.100 kilos de cebollas y acelga. Acaso porque lo conocen no revisan el camión.

-La verdura que viene de Río Negro paga por entrar a Neuquén. Pero la de Neuquén no paga por entrar a Río Negro -comenta y vuelve a arrancar. Hace unos tres kilómetros y ahora bordea los 20.000 metros cuadrados del edificio de la Honorable Legislatura Provincial de Neuquén iluminados a pleno sobre las bardas. Desde el camión de Llanos, la mole de hormigón parece una extraña alucinación. Frente a ella se ve la estructura en obra de la futura ciudad judicial.

-También va a ser grande, ¿eh? -dice Llanos mientras pispea la bocacalle antes de seguir de largo en el semáforo en rojo. Atraviesa la ciudad hacia el noroeste, rumbo al desolado Parque Industrial. Después dobla a la izquierda y se acerca al Mercado Concentrador.

-Mirá, ya están haciendo cola -dice y señala cinco camiones detenidos a la derecha del acceso. Avanza, para, le entrega la declaración jurada al guardia, le levantan la barrera y entra. Faltan 15 minutos para las cuatro.

 

Puestos

 

En el mercado hay dos naves: a la derecha los mayoristas, a la izquierda los minoristas. Ambas tienen unos 300 metros de largo por unos 40 de ancho, paredes de cemento, gruesas columnas y altos techos de chapa. El espacio que hay entre las dos áreas funciona como estacionamiento. Heriberto elige ir a la derecha: espera encontrar a los dos clientes que lo contactaron. Si le cumplen, vende como mayorista y se ahorra los 80 pesos de alquiler que hay que pagar para usar los puestos minoristas de tres metros por dos. No tienen estructura, sólo están pintados en el piso y cobran fisonomía a medida que se acumulan los cajones y las bolsas. Los neuquinos pagan 50 pesos menos. Llanos descarga a toda velocidad y apila con cuidado.

-La presentación es muy importante -explica. A su alrededor, cientos de chacareros y changarines se mueven para dejar todo listo a las 6 de la mañana. A esa hora se levantan las dos barreras: por la derecha entran los camiones y por la izquierda las camionetas y los autos. Todos están apurados. Es una carrera en la que no se puede perder un segundo: las mejores hortalizas, las ofertas más convenientes y los lugares más estratégicos para estacionar están en juego. A las 6:15 Llanos ya ha vendido su carga. Ya no es el hombre de aspecto reconcentrado que manejaba rumbo al mercado; ahora está relajado y se permite charlar y bromear con sus colegas, mientras tira líneas con los compradores para el día siguiente. Hace 15 años que vende en este galpón y acá juega de local.

-¡Devolvé los tomates que te choreaste! -le grita uno y lo saluda mientras pasa con su carrito repleto de cajones. Llanos sabe que en el mercado los chistes no son los que se gastarían en un internado de monjas. Se ríe y le devuelve el saludo. A veces le dicen bolita, pero acá, cuenta, no suena despectivo como en la cancha. De todos modos, Heriberto tiene claro con quiénes juega este partido.

-Hay gente con la que se puede bromear. Y hay gente que no, porque el riesgo es agarrarse a trompadas.

Después camina hacia el camión distendido, con esa agradable sensación del deber cumplido. A las 7:30 la 22 recupera su aspecto habitual, con conductores que juegan a la ruleta rusa con sobrepasos suicidas. "A esta hora la ruta es peligrosa", dice y vuelve a concentrarse en el volante. No vuelve a abrir la boca hasta llegar a la chacra.

Ya en su mundo vuelve a sonreír. Sembró, llevó, vendió: nada mejor para un productor. Hace un par de llamadas, porque en un rato se encontrará con los otros productores de la asociación. La agenda: el acceso a la tierra, el control de agroquímicos, el mercado concentrador en Río Negro, las ferias.

-Qué lindo sería si saliera todo eso -dice y camina hacia la plantación de zapallos. Ya es tiempo de cosechar.

 

JAVIER AVENA

   
   
 
 
 
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