La exclusión no es una característica propia de cada persona sino que, por definición, es una cualidad relacional (es decir: cualifica el modo en que una persona considera a otra y modifica, por tanto, el modo en que cada persona se considera a sí misma). Por analogía con la cuestión de la integridad física, la falta insultante de reconocimiento también amenaza a la mayoría de las personas que viven en condición de naturaleza. Por eso se puede decir que, normativa, idealmente, el Estado sólo puede fundarse si se asume como agencia de inclusión.
El Estado, como institución artificial y voluntaria, sancionada y sostenida por el concurso de una multitud de voluntades libres, existe básicamente para declarar la guerra al fenómeno de la exclusión. No es que, aquí y allá, en un tiempo o en otro, no existirían personas que no lograran insertarse en el circuito del reconocimiento elemental. La existencia permanente, estructural, de una masa crítica de excluidos, sin horizonte probable de inclusión, sin razonable esperanza de futuro reconocimiento -efectivo y no meramente formal- en lo que hace que hace a sus derechos, a sus capacidades y a su -digamos- presentabilidad, es un escándalo conceptual, es una contradicción en los términos. Ningún ser libre y racional podría suscribir (o pretender que otros suscriban) un contrato fundante cuyos estatutos consideraran legítima la posibilidad de que se lo excluyera -a él y a sus hijos-, por razones que exceden su buena voluntad, del conjunto de los beneficiados por la institución que el contrato inaugura. Entre el excluido y las fuerzas del Estado no hay una relación legítima de derecho sino una relación extrajurídica de poder anárquico.
JOSE LUIS GALIMIDI
(*) José Luis Galimidi es doctor en Filosofía y profesor en la Universidad de San Andrés y en la UBA. Su reflexión forma parte de un ensayo que, bajo el título "Estado, violencia y exclusión", publicó la revista "Criterio".