Fue hace cuatro años. En menos de 24 horas asumiría la presidencia de Chile. Ya estaba cercada por exigencias de protocolo y de seguridad pero, sagaz, en un instante zafó de los cuidados. Tomó de la mano a su madre y con la complicidad de un joven compañero de militancia en el socialismo se fugó de su pequeño departamento. Rato después entró al Cementerio Central de Santiago. Y apretando la mano de su madre ambas se pararon frente a una tumba sencilla. La tumba del padre de Michelle Bachelet, un hombre que con el grado de general de la Fuerza Aérea de Chile en 1973 apostó por la estabilidad del gobierno de Salvador Allende. Apostó en el marco de furia que ya partía el país en dos. Augusto Pinochet no lo perdonó. Con el golpe de Estado desgranando muerte, tortura y dolor lo hizo detener. Y lo hizo torturar a diario.
Meses después de aquel septiembre del 73 el cuerpo del general Bachelet dijo basta. Flagelado, lacerado, el corazón de ese hombre alto, canoso, delgado y de estilo sobrio no pudo más. Murió en la celda.
Para ese tiempo Michelle Bachelet y su madre también habían tenido su calvario. En Villa Grimaldi, lugar predilecto del coronel y asesino Contreras para matar y torturar. Estilos varios tenía ese coronel para humillar. A la madre de Michelle, una mujer fina, de piel casi cristalina y mirada suave, la sentaban todas las tardes ante grupos de marginados que traían las bandas del coronel. Y la obligaban a ver cómo éstos se masturbaban.
Aquella tarde en el Cementerio Central Michelle Bachelet pasó revista a la vida de su familia tras aquel cruel golpe. La muerte ante la cual estaba parada. Aquella Europa solidaria que las sacó a ella -con algo más de 20 años- y a su madre rumbo al exilio. Esa Europa en la que se diplomó de médica. Ese espacio inexorablemente ligado a la nostalgia por la patria lejana. Y de la cual inexorablemente siempre llegaban noticias sobre desaparecidos. Más muerte. Más tortura.
Y un día Michelle Bachelet volvió a su Chile. Se fue derecho a la política. Y llegó a La Moneda.
Pero aquella tarde de hace cuatro años, cuando Bachelet abandonó el Cementerio Central, se topó con un grupo de periodistas que habían detectado su paradero.
-Señora, ¿qué le dice en este momento tan particular para usted lo sucedido a su padre?
-Hay algo que la dictadura jamás pudo lograr en mí: que odiara. Nunca más el odio entre los chilenos: eso me dice la tumba de mi padre. Entendernos, defender nuestras convicciones sin ir a los extremos que posibilitan el agravio, el desencuentro... no permitamos que la palabra deshumanice la política. La política no puede elegir palabras al azar.
Ayer Michelle Bachelet dejó la presidencia de Chile con el 84% de imagen positiva. Trepada inusual en la política, incluso a escala mundial. Quizá única.
Y una de las razones que fundamentan esta retirada con gloria de Bachelet de La Moneda es el cuidado de la palabra con que ejerció el poder.
Nunca se permitió maltratar la palabra. Lastimarla. Desvalorizarla.
-La política es espacio abierto a las pasiones, pero no dejemos que las pasiones derroten la palabra -señaló a poco de andar su gestión.
Fue en los días en que las calles de Chile estaban impregnadas de revuelta juvenil. Miles de adolescentes, alumnos de secundarios, alzados contra decisiones del gobierno le ponían color de Mayo Francés a Santiago.
Fueron jornadas duras. Largas. Con carabineros corriendo pibes de aquí para allá. Y el gobierno de Bachelet rengueando ante la crisis. Oscilando. Cuentan en su círculo más cercano que hasta que se encarriló el problema rumbo a la distensión la presidenta se sumió en largos períodos de íntima reflexión.
Inquieta por la posibilidad de que se desbordara el entrevero.
-Ella veía reflejado mucho de su juventud en esos chicos... la vehemencia en defensa de ideas, el todo o nada con que se gana la calle para reclamar -comentó a este diario en Bariloche, durante la Reunión de Unasur, un diplomático chileno.
-¡Son chicos, chicos con amor propio, con ideas... son Chile! -cuentan que acotaba.
Pero, como a lo largo de todo su mandato, ante aquella tormenta Michelle Bachelet no se dio espacio para que la dominase el "pensamiento débil" tan común en la política de esta primera década del nuevo siglo. La decisión frívola. La minimización de la ética. La ausencia del más mínimo atisbo de dictado espiritual a la hora de definir.
Lectora -crítica incluso- de Gianni Vattimo, Michelle Bachelet gobernó convencida de que el relativismo como método de reflexión es una peligrosa depreciación del mundo de los valores. Y más peligrosa cuando se ejerce poder.
Supo siempre que, si esto sucede, la palabra se deshace. Y que cuando en política la palabra se deshace la palabra destruye. Desune.
Entonces la política pierde sentido creativo. Queda subordinada al desprecio por lo distinto. Se tensiona. Porque cuando se destruye la palabra, se la desvaloriza, siempre detrás de esa conducta abunda el prejuicio. Agazapado, pero prejuicio. Descarte de lo diferente. De ahí a la construcción terminante, tajante, de enemigo, sólo un paso. Lo demás, la furia impregnando la relación política.
Como en Argentina hoy. O siempre. Pero Michelle Bachelet no es argentina.