La historia de la humanidad ha caminado siempre al ritmo de sus miedos. Ese miedo que tanto tiene que ver con el instinto de supervivencia. Los humanos lo asociamos a lo que no entendemos, lo que no podemos explicar, lo que no podemos prevenir; a lo que ocurrirá de todos modos.
El desarrollo de nuestra idea religiosa siempre se ligó al intento de manejar esos miedos. Pero, más allá de todo el camino recorrido, más allá de lo que la ciencia ha logrado, más allá de las falsas seguridades de la sociedad de consumo, periódicamente el mundo que habitamos nos pone ante el espejo de nuestras limitaciones.
Los seres humanos jugamos a ser dioses pero la naturaleza juega a los soldaditos con nosotros.
Los grandes eventos como el terremoto de Chile del sábado pasado nos demuestran que somos tan frágiles como nuestros antepasados más remotos. Y que nuestros miedos más primitivos siguen tan presentes como en el inicio de la historia. Se tiene miedo a lo que se desconoce, a lo que no se puede explicar. Y lo que podemos decir de este tipo de sucesos es muy acotado, más allá de que podamos explicar su génesis, medir su poder de destrucción y llorar a nuestros muertos.
La pregunta más espinosa ante todo esto tiene la respuesta más inquie-tante. ¿Se puede prever con exactitud un fenómeno de este tipo? La respuesta es simple: no. Con las herramientas de la ciencia moderna se puede prever en qué zonas del planeta esa probabilidad es mayor, dónde pueden generarse los sismos más intensos. Pero nada podemos decir acerca de si va a ser en un rato, mañana o en veinte años.
A eso, y para agregar mayor condimento a la idea de pequeñez e insignificancia ante las cosas, nuestra escala temporal de existencia es sólo un suspiro en la eternidad. Los tiempos del planeta apenas consideran nuestras escalas de tiempo.
Parece insensato, pero hay que decir que lo que ocurrió en Chile, antes en Haití y hace algunos años en Sumatra es totalmente normal para nuestra Tierra. Pasó, pasa y pasará muchas veces más en el futuro. Vivimos en un planeta vivo (el juego de palabras es adrede), violento, dinámico. Vivir en la Tierra también tiene esos costos.Pero es sumamente necesario ser claro en los conceptos. Nada tiene que ver esto con la mano del hombre. Nada tiene que ver con otras cuestiones como el cambio climático y el aporte del ser humano en este último. Para ser bien gráficos: "Lo que pasa debajo de la superficie no tiene ninguna relación con lo que ocurre por encima en nuestra atmósfera".
Infinidad de veces en la historia la naturaleza ha cambiado su curso. Terremotos, tsunamis, huracanes, grandes temporales de invierno. Antes han cambiado los paisajes, más cerca en la historia han definido guerras o cambiado la historia en sí misma.
Los desarrollos tecnológicos a los que hoy podemos acceder pueden hacernos sentir arrogantes, autosuficientes, semidioses. Pero siempre los miedos reaparecen como un fantasma que está esperando el momento. A pesar de todo ese desarrollo tecnológico somos y seguiremos siendo infinitamente vulnerables. Una de las imágenes más conmovedoramente aterradoras es la de un tsunami arrasando la Tierra, matando, destruyendo.
Ese mar que siempre estuvo ahí, que tantos atardeceres acunó al Sol, ahora, como un monstruo, se subleva y mata todo a su paso. No hay bien o mal bajo el cielo. La naturaleza es así de despiadada, así de hermosa, así de contundente. Será que, si Dios existe, es así como nos recuerda que nunca fuimos más que sus soldaditos de juguete.
Tal vez en algún momento del mañana el ser humano pueda comprender fenómenos como el del pasado fin de semana, pero otros interrogantes estarán allí para ser respondidos. Buscamos respuestas porque somos humanos.
Y la naturaleza en su esencia más violenta nos demuestra que en situaciones extremas, cuando lo elemental es sobrevivir, no queda espacio para la razón, para pensamientos más elevados. Ahí donde hasta hace algunos días hubo un orden, una lógica, una hermandad, ahora hay desasosiego, rapiña. Aparece ese miedo que recorre todo nuestro análisis. Y aparece esa culpa psicológica del sobreviviente. La pregunta inmensa de por qué yo estoy vivo ante tanta muerte. Es humano, es ilógico. Tal vez porque los humanos sólo armamos una lógica porque necesitamos explicarnos a nosotros mismos.
Una sociedad como la chilena no será la misma después de las 3:35 del sábado 27 de febrero. Y nosotros lo vivimos así por la cercanía. Pero historias similares se repiten en cada fenómeno de esta envergadura. Cuando el tornado de San Pedro, en Misiones, mató a más de una decena de personas con vientos de más de 300 kilómetros por hora la naturaleza también nos demostró que en un minuto todo se puede terminar. ¿Alguien puede realmente imaginar lo que significa psicológicamente sobrevivir a un fenómeno de esas características?
Algunos denominan a este trauma como el trauma del zumbido de la bala de cañón, por el gran shock que sufrían los soldados que sobrevivían al lado de un compañero destrozado por una bala que cortaba el aire con su zumbido. Y con lo que pasó en Chile a todos nos ha pasado algo similar. Sentimos a la naturaleza jugar a nuestro lado. Suena raro usar la palabra "jugar" en este contexto. Pero lo inexplicable a veces es como un juego para la naturaleza.
Algunas seguridades, de todos modos, hemos logrado. Hoy podemos no saber cómo predecir un sismo, pero podemos calcular el desarrollo de la mayoría de los eventos intensos en la atmósfera, podemos calcular algunos (pocos) comportamientos de nuestro Sol. Sabemos que algún día un asteroide puede impactar contra la Tierra, y ya algunos países están trabajando para llegado el caso bombardearlo y evitar el colapso cataclísmico. Hemos transformado fantasías de ciencia ficción de algunas décadas atrás en cuestiones normales de la vida cotidiana. Hemos logrado las mejores herramientas para estar comunicados. Aunque tal vez el ser humano esté más incomunicado que nunca antes con él mismo. El ser humano moderno conoce más la punta de sus zapatos que las estrellas que todos los días salen para él.
Tal vez nunca en nuestras vidas lleguemos a saber cómo adelantarnos a este tipo de cosas. Asumiendo que, por más trágico que parezca, a nuestra escala humana, habremos acotado nuestros miedos.
Será tal vez necesario comprender que lejos estamos de ser semidioses. Que la arrogancia de nuestro tiempo es lábil e irreal. Que siempre seguiremos siendo como esos soldaditos de juguete. Podremos ser negativos y decir que todo es parte de la historia del final. O podremos ser lógicos y saber que nunca tendremos respuestas a todas nuestras preguntas. Y que así es la existencia.
Un sismo de grado ocho, como 790 bombas atómicas
La forma en que se presentan las escalas de intensidad de un terremoto puede generar una falsa idea del fenómeno en sí. La escala de Richter es la que da cuenta de la energía liberada en un sismo.
Va de 0 a 10 y no es directamente proporcional. Su compleja fórmula incluye cálculos logarítmicos, por lo que su curva es exponencial. La gráfica que acompaña es contundente. Si comparamos la energía liberada en un sismo con la energía de bombas atómicas vemos claramente la relación entre los grados de la escala. Mientras un sismo de grado 7 corresponde a la energía liberada por 25 bombas atómicas, uno de 8 grados corresponde a 790 bombas atómicas. A 9 grados de la escala de Richter la relación sería a 25.000 bombas atómicas. El sismo de Chile alcanzó a 8,8 en la escala de Richter. Queda claro allí su poder de destrucción.