Keith Robbins afirmó, en su excelente biografía sobre Winston Churchill, que "un hombre alejado del poder puede ser una Casandra". Así se refirió al momento histórico, durante la década de 1930, en que su personaje alejado del poder político alertó sobre el peligro de una Alemania rearmada y de la llegada al poder de Hitler. Recordemos, a su vez, que Casandra era un personaje de la mitología griega que había aprendido de Apolo el arte de la profecía.
Hace mucho tiempo que nos llaman la atención -si uno hace un análisis de los lenguajes políticos con los que se debaten los temas del presente- las profecías de Elisa Carrió. ¿Estamos, entonces, ante la presencia de una nueva Casandra de la política argentina?
No tengo elementos para juzgar cuánto sabe o ha leído Carrió de la literatura propia del partido del cual proviene: el radicalismo. Lo que sí puede afirmarse, empero, es que el lenguaje político de dicho partido poseyó, en sus orígenes, una dimensión profética.
Así lo puso de manifiesto Héctor Rodolfo Orlandi en la introducción a una colección de documentos titulada "Hipólito Yrigoyen. Pueblo y gobierno", publicada por editorial Raigal en 1953. Lo que diferenciaba a los políticos radicales del resto de sus pares, afirmó Orlandi, era una "poderosa facultad prognótica", es decir, la capacidad de hacer profecías.
Tanto la figura de Alem como la de Yrigoyen, con su clara diferenciación de estilos políticos, recurrieron a esta dimensión profético-religiosa de la política para elaborar su mensaje. Tanto Alem como Yrigoyen, a su debido tiempo, fueron identificados con varones bíblicos como Moisés y Jesús. Es que en el radicalismo de los primeros tiempos el intento de construir una ciudadanía política estuvo estrechamente entrelazado con esta dimensión profético-religiosa. Recuérdese, en este sentido, lo dicho por el presidente Yrigoyen en el mensaje al Congreso Nacional, de 1921, de que debía hacerse "del ejercicio cívico una religión política".
Por otra parte, debe señalarse, esta dimensión profético-religiosa hacía imposible el diálogo con las fuerzas políticas pertenecientes al "régimen", el eje del mal de aquellos tiempos. No podía haber trapicheos si de lo que se trataba era de refundar la república. Éste será un aspecto constitutivo de la tradición radical: la intransigencia. Por ejemplo, los radicales nunca le perdonarían a Alvear que haya acordado ciertas políticas de su gobierno con los conservadores. A esto Yrigoyen y sus seguidores lo definirían como el contubernio. Quiero decir, la cultura política de los primeros dirigentes radicales no era la mejor para que se diera entre ellos un diálogo civilizado, menos aún con la oposición conservadora por supuesto.
Volvamos a Carrió entonces. Sin duda pueden encontrarse en muchos de sus postulados o de sus orientaciones políticas un parecido de familia con el lenguaje y la cultura política radical de los primeros tiempos. No es una novedad que Carrió se embandera en el principismo de Alem, aunque insisto, no resulta fácil discernir cuánto ha leído de toda esa literatura partidaria.
El profeta, puede considerarse, es el que anuncia el futuro y sobre todo el que habla en nombre de Dios para denunciar el mal. Así lo hicieron en su momento tanto Alem como Yrigoyen para denunciar al "régimen". Así lo hace hoy Carrió para denunciar a los Kirchner.
Las figuras de Alem e Yrigoyen han despertado en los últimos tiempos un renovado interés. La biografía reciente de Ezequiel Gallo sobre el primero, por ejemplo, nos permite acceder a un Alem menos conocido, partidario del federalismo y del liberalismo clásico propio del siglo XIX. A grandes rasgos, entonces, podría decirse que una gran diferencia entre ambos es que si Yrigoyen buscó el poder toda su vida, Alem, su tío, se sintió mucho más cómodo en el lugar de la oposición al "régimen". Es más, pareciera que Alem, en ocasiones, buscó alejarse del poder, como después de su recordada profecía de 1880 sobre el peligro centralizador que implicaba federalizar la ciudad de Buenos Aires.
De alguna manera, Alem, alejado del poder, se había convertido en una Casandra. En este sentido, Roca siempre tuvo muy claro que Alem, a diferencia de su sobrino, era una persona con la que no se podía hablar. Para los hombres del "régimen" este último había sacado los pies fuera del plato.
Con esta misma actitud parece sentirse muy cómoda la misma Carrió. Por eso le resulta tan difícil dialogar con sus antiguos compañeros de filas o con el vicepresidente Cobos. Parece evidente, en fin, que ésta no tiene como principal objetivo político conquistar el poder y que su intransigencia, entre tanta profecía imaginada, sólo le permite jugar al buraco. ¿Hace falta decir que Carrió no es Alem, ni mucho menos Winston Churchill?
(*) Historiador. Publicó "Jesús, el templo y los viles mercaderes. Un examen de la discursividad yrigoyenista", U. N. de Quilmes, 2002.