Por MARISA HERRERA (*)
Los cambios, las transformaciones, lo diferente, movilizan y despiertan inquietudes y, por qué no, también desestabilizan. La Convención sobre los Derechos del Niño aprobada en 1989, incorporada a nuestro derecho al año siguiente al sancionarse la ley 23.849 y con jerarquía constitucional en 1994, es el instrumento normativo que ha provocado modificaciones sustanciales en la concepción jurídica y social de la infancia y adolescencia.
La Convención, reafirmada por leyes nacionales y provinciales, instala y defiende con ahínco la idea de los niños y adolescentes como sujetos de derecho, es decir, el reconocimiento político-normativo de la titularidad (y en lo posible según su grado de madurez, el ejercicio en forma directa) de los mismos derechos que los adultos, más un plus de aquellos en atención a su condición de sujetos en desarrollo. Pensar a los niños y adolescentes como un "otro", con derechos y responsabilidades propias, implica plantear una nueva -y muy diferente- relación entre niñez, familia, Estado y sociedad. Éste ha sido el gran avance y continúa siendo el principal desafío que propone la Convención sobre los Derechos del Niño.
De este modo, las necesidades, problemas y disyuntivas que presentan los llamados "menores" se han visto reconceptualizados en término de "derechos" exigibles ante quienes no cumplen con su plena satisfacción. ¿Acaso los niños no tienen derecho a una calidad de vida digna, a ser inscriptos y a tener un documento que nos diga quiénes son en respeto por su derecho a la identidad, a ser criados y vivir con sus padres, a no ser separados de ellos por razones de pobreza, a la intervención estatal ante situaciones de maltrato o abuso, a participar y escuchar sus opiniones en todos los asuntos que los involucre cualquiera sea la forma en que éstos puedan expresarse, a un cuidado particular cuando se trata de niños con necesidades especiales, a educarse y no verse forzados a trabajar, a ver satisfecho su derecho a la recreación y al juego en vez de hacerse cargo de sus hermanos más pequeños, por citar derechos expresamente reconocidos en la Convención y que siguen siendo violados, en especial, en países como el nuestro del llamado "Tercer Mundo"?
¿Qué ha pasado en estos 20 años? ¿Los niños y adolescentes están mejor? ¿Ha sido sólo un cambio en el lenguaje el que incentiva la Convención, de "menores" a "niños y adolescentes", de "abandono moral y material" a "situaciones de vulnerabilidad" de "programas" a "políticas públicas", de "asistencialismo" a "universalidad", o también una transformación de fondo? En otras palabras, ¿leyes más acordes con los derechos humanos de niños y adolescentes han logrado acortar la brecha entre Derecho y realidad?
Lo cierto es que el tiempo pasa y las obligaciones y el diseño institucional que se desprende de la Convención y reafirma la ley de Protección Integral de Derechos, en total consonancia con la doctrina internacional de los derechos humanos, no terminan de aterrizar. ¿A qué se debe esta dificultad? Sucede que la implementación de un verdadero "Sistema de protección integral de derechos de niños, niñas y adolescentes" necesita de una fuerte, profunda y compleja reforma institucional por parte de cada uno de los tres poderes que conforman el "Sr. Estado", tanto a nivel nacional como provincial.
Que cada uno de ellos se haga cargo de lo que le corresponde. Fácilmente se observa esta crítica constructiva en el siguiente ejemplo tan actual como el de los niños y adolescentes víctimas del paco. ¿Qué respuesta concreta se brinda? El silencio de los poderes ejecutivos provinciales es rotundo, tan elocuente como la violación de varios derechos humanos que titularizan estas personas que se encuentran en extrema vulnerabilidad. En la práctica, el conflicto se traslada al Poder Judicial, donde poco o nada es lo que pueden hacer.
Sin una apuesta sólida y contundente para garantizar los derechos económicos, sociales y culturales de todos los niños y adolescentes, los valiosos aportes de la Convención quedarán en el plano del "deber ser". No sólo se necesita contar con recursos económicos para crear dispositivos u organismos descentralizados para la atención y contención ante la vulneración de derechos de niños y adolescentes, sino también y fundamentalmente de recursos humanos capacitados y valorados a través de salarios y condiciones de trabajo dignos.
En otros términos, la cuestión de la infancia y adolescencia es un tema político. El diseño e implementación de una verdadera "Política" (con mayúscula) de infancia que responda a los estándares que fijan y promueven los derechos humanos, requiere de un Estado nacional y provincial bien presente, donde la redistribución de la riqueza sea un eje central e ineludible, amén de que en lo interno haya un trabajo colaborativo y coordinado de los poderes del Estado.
Sólo así podremos atravesar esta etapa de transición un tanto "estancada", signada por prácticas "anárquicas" que, como señala de manera lúcida Mary Beloff, seguimos siendo protagonistas de "una apropiación meramente retórica de los derechos humanos de la infancia sin mayor impacto en la realidad de las prácticas vinculadas con la protección a la niñez". En suma, y como propone la Convención, las reglas del juego han cambiado. Pero que el festejo por estos 20 años no nos aparte del objetivo principal que este instrumento pregona: la efectiva satisfacción de los derechos de todos los niños, niñas y adolescentes. Objetivo sobre el cual se ha avanzado, pero en el que todavía resta muchísimo por hacer. Éste sigue siendo el desafío.
(*) Doctora en Derecho, UBA, e investigadora del Conicet