En la Argentina del siglo XX el pasado y la política han estado entrelazados. El pasado ha sido una referencia recurrente en la mayoría de los argentinos que se volcaron a las pasiones políticas. Así, dos de los fenómenos políticos más importantes del siglo XX, el yrigoyenismo y el peronismo, fueron leídos como reencarnaciones del pasado argentino.
El 12 de octubre de 1916, Hipólito Yrigoyen accedía a la presidencia de la república. Una multitud lo esperaba a la salida del Congreso. Subió a la carroza que lo llevaría a la Casa Rosada y para sorpresa de muchos la multitud desenganchó los caballos y comenzó a tirar de la misma. Yrigoyen recorrió la Avenida de Mayo de esta forma. De esta manera llegaba al poder el primer presidente elegido con las nuevas reglas establecidas por la reforma electoral de 1912.
El incidente no pudo dejar de ser visto como otro episodio, ocurrido un 1839, cuando un grupo de señoras porteñas entusiastas de la causa federal arrastró por las calles de Buenos Aires un carro en el que estaba entronizado el retrato de Rosas. A los ojos de la oposición, Yrigoyen se había convertido en un nuevo Rosas de la política argentina.
El yrigoyenismo fue visto, entonces, como el resultado de un atavismo, la barbarie rediviva. Con la llegada de Yrigoyen al poder, la Argentina había retrocedido a la situación anterior a 1852. Benjamín Villafañe, un yrigoyenista convertido al antipersonalismo, sostenía en este sentido: "Una ola de odio sopla sin cesar desde la Casa Rosada hasta los lugares más apartados del país, creando motivos de discordia para todos, para los hombres de su mismo partido como para los de las distintas clases sociales. Diríase que el odio de todas las razas muertas del desierto hubiera encontrado asilo en el corazón del señor Yrigoyen y se hubiera propuesto tomar desquite de la civilización europea, del riel, del libro, del frac, del guante blanco, de la cultura que las barrió de la superficie de la pampa" ("Yrigoyen. El último dictador", 1922). Para este autor, el pasado explicaba el presente. El yrigoyenismo implicaba la reapertura del conflicto civilizatorio que muchos pretendían ya clausurado.
Para el publicista conservador Luis Reyna Almandos, Yrigoyen representaba asimismo la resurrección de Facundo. El espíritu gaucho, con el yrigoyenismo, se reencarnaba en el plebeyo de las ciudades. El yrigoyenismo era visto, sin más, como un aluvión plebeyo. En este sentido, afirmaba: "Y entonces, el montículo de la pampa, que había sido arrasado por el viento propiciatorio de la civilización, comenzó a moverse, y el alma del muerto, el alma del gaucho, en su nueva reencarnación, buscó el cuerpo del plebeyo, y lo halló, agitólo otra vez, dirigiéndolo hacia el camino que conduce al palacio y a la escuela, al uno para mancharlo y a la otra para corromperla". ("La demagogia radical y la tiranía", 1920)
De esta forma, un pasado que se suponía superado volvía con el yrigoyenismo y hacía pensar en lo peor. En las vísperas de la presidencia de Alvear, en 1928, la prensa opositora le pedía a éste que no entregara el poder.
Temían que con un segundo período de Yrigoyen una nueva mazorca asolara las calles de Buenos Aires. El diario conservador "La Fronda" alertaba en este sentido: "Será necesario que corra sangre, que cabezas se planten en una pica en la calle Brasil", para que el ministro Tamborini comience a comprender que será el responsable de la sangrienta hora política que se vivirá en el país. ("La Fronda", 10 de febrero de 1928)
Más adelante, el peronismo también fue leído con los anteojos del pasado y Perón, igual que Rosas, como un tirano. Así lo pone de manifiesto el "Libro negro de la segunda tiranía" a la hora de analizar el velatorio de Eva Perón: "Jamás vio nuestra ciudad ni verá en lo sucesivo un espectáculo semejante al del interminable velatorio y espectacular acompañamiento de los restos de Eva Perón hasta la sede de la CGT donde debían depositarse. El dictador aprovechó de ellos cuanto pudo. Rosas había hecho lo propio con los funerales de doña Encarnación, pero el primer tirano no conocía como el segundo la técnica de la propaganda política, desarrollada en nuestro siglo por los dictadores europeos".
Manuel Gálvez, por otra parte, recreó en su novela "Tránsito Guzmán" el final del peronismo, el ´55. El conflicto de Perón con la Iglesia había llevado a este autor, como a muchos otros intelectuales nacionalistas, a una posición crítica del régimen peronista. Perón era visto, de esta forma, como un tirano dispuesto a todo.
Dice uno de los personajes de esta novela: "¡Qué gobierno, Dios mío! No le faltaba sino llegar al sacrilegio. Tengo miedo de que hagan como en México, donde el tirano Calles fusilaba a los sacerdotes. No cabe dudar: Perón está exasperado por la estupenda procesión del 8 de diciembre, el día de la Inmaculada. Odia a la Iglesia, a los sacerdotes, a los católicos. ¡Y pensar que hace unos años estableció la enseñanza religiosa y dijo públicamente una oración a la virgen! Hay que terminar con este loco y farsante. Si no lo hacemos pronto, mandará sus hordas al barrio Norte para degollar a la gente decente".
De nuevo, como en el caso del yrigoyenismo, los opositores al peronismo veían en éste un resurgimiento de la barbarie, del pasado.
Pero también muchos de los que se identificaron con el yrigoyenismo primero y después con el peronismo recurrieron al pasado para establecer la significación de estos fenómenos políticos. Fue, por ejemplo, el caso de Atilio García Mellid. En 1946, este autor escribió "Montoneros y caudillos en la historia argentina". En este libro construyó una línea histórica destinada a perdurar como una de las claves de lectura más importantes del siglo pasado. Según García Mellid, la historia argentina seguía un camino que era el de sus principales caudillos: Rosas, Yrigoyen y Perón.
El pasado, nuevamente aunque con un sentido opuesto: "Ayer nomás, cuando el gaucho y la plebe se enrolaban en las montoneras para impedir la prosperidad de los planes colonizadores, portaban lanza y guitarra, porque se cumplía el deber de pelear y, en el descanso entre los entreveros, el campamento se entregaba a la fiesta de las puras tradiciones nacionales. El deber y la fiesta se confundían en las jornadas heroicas del pasado. Ahora, cuando las viejas luchas guerreras han cedido su lugar a las contiendas políticas, el mismo pueblo movilizado en montonera, advierte el signo de deber y de fiesta que asume la cruzada a que se le convoca. El deber se cumple en el comicio y en el apoyo fanático que se brinda al caudillo; la fiesta está en los corazones y trasciende a las calles, dándoles a los actos que se celebran un colorido y vistosidad que no podrán comprender jamás los representantes de la oligarquía".
De esta manera la política argentina, durante el siglo XX, casi siempre ha recurrido al pasado para dotarse de sentido. Han sido esas imágenes del pasado sacadas de los recovecos de los libros las que han agitado los corazones argentinos.
La discordia llevó a buscar en el pasado los antecedentes de los conflictos del presente pero también el pasado, en muchos casos, fue la causa misma de esa discordia. Por fin, si hay una dimensión que no parece encontrarse en la política argentina del siglo pasado es la del porvenir. Dicho siglo, a diferencia del XIX, no ha contado, de manera significativa, con figuras intelectuales como la de nuestros "padres fundadores", Alberdi y Sarmiento. Estos últimos se caracterizaron por ser intelectuales y políticos que trazaron en su momento un plan de futuro que el país debía seguir para convertirse en una nación moderna. La Argentina de nuestros días, como en tiempos de Alberdi y Sarmiento, sigue siendo de alguna manera un país donde está todo por hacer. Un país muy joven, por cierto, pero sin una narrativa histórica disponible que nos permita imaginar su futuro.
Marcelo Padoan (*)
Especial para "Río Negro"
(*) Historiador especialista en historia del pensamiento político argentino