El 25 de enero Ángel Blanco cumplió 54 años. Pero casi no llega. Fue una mañana de hace 20 años. Blanco se sintió chocho de estar en medio de balazos en directo. Tableteo de ametralladoras punto 30. Ráfagas de UZI. Lánguidos disparos de FAL. Y muchísimo y seco calibre 9 milímetros. Y, de tanto en tanto, cañonazos de modernas y ágiles tanquetas.
Era la mañana del 23 enero de 1989.
Lugar: área y orillas del Regimiento de Infantería Motorizado III de La Tablada, en los bordes de La Matanza, el partido más poblado del conurbano bonaerense.
Morocho. Ágil. Ballenera clara. Vaqueros. Ángel Blanco corría para aquí y para allá a lo largo de Crovara, avenida paralela al cerco de ladrillos que daba forma al frente de la unidad.
-¡Pibe, rajate, la vas a ligar! -le dijo pasadas las 10:30 de aquel día un bonaerense que en shorts, musculosa, ojotas y casco se sumaba al entrevero con un armatoste en la mano izquierda: una Colt 45. Esa pistola que, al decir de Robert De Niro en "Ronnin", le ha prestado muy buenos servicios a Estados Unidos.
Pero Ángel Blanco no estaba para escuchar sugerencias. Se sentía pleno. Contento. Protagonista de primer orden en la sangría que se estaba dando a pocos metros de donde él correteaba alegremente. Rato antes de la advertencia se había sumado a un grupo de periodistas nacionales y extranjeros parapetados en la esquina de Ignacio Arrieta y la avenida.
-Con ustedes estoy seguro... se las saben todas -dice la edición de este diario del martes 24 que dijo Ángel Blanco. "Como en Beirut", título de la nota, donde se acota: "A las 11:55, una bala calibre 7,62 que rebotó en algún lado le abrió la mano derecha. Gritó y comenzó a chuparse los dedos. Estaba a dos metros de ´Río Negro´. A menos de 50 metros de donde a las 11:50 una tanqueta del Ejército había derrumbado a velocidad y cañonazos un portón del Regimiento III".
Tres periodistas lo alzaron. Estaba blanco. Tenía miedo. Se retorcía. La mirada en cualquier lugar. Y, de tanto agitar la mano en estéril intento de someter al dolor, toda su ropa era un salpicado de sangre que también embadurnó a quienes lo ayudaron.
Los periodistas dejaron el cuerpo de Ángel Blanco en una esquina de la calle Almafuerte, paralela a Crovara. Ahí, contenida como podían por familiares, Mercedes Rodríguez lloraba desconsoladamente. "Mi hijo se crió en el barrio, tuvo la suerte de hacer la conscripción en el barrio, y ahora me lo van a matar", recuerda la nota que gritaba Mercedes.
Su desesperación tenía nombre: Daniel. Pasadas las 10 de la mañana de aquel lunes 23, Mercedes había comprobado que Daniel no estaba entre las dos docenas de soldados a las que en ropa de gimnasia y entre balazos de ida y vuelta un grupo comando había rescatado del interior de la unidad. "A las 13:30 -recuerda este diario- Mercedes se abalanzó sobre una ambulancia que venía del frente del regimiento por la calle Almafuerte. El vehículo se detuvo bruscamente. Los dos cuerpos que acarreaba, tirados desordenadamente en el piso, se bambolearon. Mercedes miró. Uno tenía el pecho desgarrado, los ojos bien abiertos. El restante, todo el bajo vientre en rojo. No había quejas". Estaban muertos.
Mercedes se tranquilizó un poco. Ninguno de los dos era Daniel.
Su calvario seguía, pero al menos el dolor de muerte era de otros. De los padres del soldado Tadeo Taddia, por caso. Fue uno de los primeros en caer cuando pasadas las 6:30 de aquel lunes la banda de asesinos liderada por Enrique Gorriarán Merlo asaltó el cuartel.
La sangría comenzó temprano. Tan temprano como el llamado de Hugo Martínez Viademonte, corresponsal en Argentina del vetusto "O Estado de São Paulo", desde San Pablo, Brasil.
-Hay quilombo en el regimiento de La Tablada -le dijo a "Río Negro".
-¡Otra vez sopa! ¿Carapintadas?
-Todo muy confuso. Hay muertos. Si vas, te pido que lo sumes a Julio Moreno, de "Jornal da Tarde" (perteneciente a "O Estado"). Está de vacaciones, pero lo necesitamos... así es este oficio.
Una hora después, a bordo de un remise cuyo conductor nada quería saber de acercarse a la zona del entrevero, los dos periodistas escuchaban la primera información oficial sobre lo que estaba sucediendo:
-Un grupo de militares carapintadas intentó tomar el Regimiento de Infantería III. Efectivos del Ejército y la Policía de la Provincia de Buenos Aires han comenzado a recuperar la unidad -sentenciaba José Ignacio López, vocero del entonces presidente Raúl Alfonsín.
Pero no eran carapintadas. Y José Ignacio López aún hoy se agarra la cabeza cuando recuerda aquel apresuramiento.
El gobierno diagnosticaba e informaba desde el dictado de lo inercial. Cuarenta días antes, con Alfonsín en México y al mando del estrafalario coronel Mohamed Seineldín, los carapintadas habían protagonizado su tercer alzamiento en dos años. Cual predilectos del aventurerismo, les restaba un cuarto. Sobrevendría dos años después, con Carlos Menem en la Rosada. Y Menem los sacó definitivamente de juego. A sangre y fuego de la mano de un general: Balza.
Pero en aquellas primeras horas de la mañana del 23 de enero del ´89 el alfonsinismo creía que la historia se repetía.
El equívoco no tardaría en develarse: los atacantes tenían otro origen ideológico. Primero se supo que eran de izquierda. Luego, que desde ese encuadre pertenecían al Movimiento Todos por la Patria, fundado en 1986 en la Managua sandinista. Lo integraba gente proveniente del muy argentino Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) y su ala militar, el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), todo un trasnochado tramado liderado por un veterano de la guerrilla: Enrique Gorriarán Merlo.
Se sumaban a este núcleo remanentes de la izquierda peronista y otras vertientes de la guerrilla setentista argentina que comenzó a destrozar el régimen de Isabel Perón y liquidó sin contemplaciones la dictadura militar.
En la que sin duda es la más rigurosa reflexión sobre los hechos de La Tablada, Claudia Hilb, miembro del Instituto de Investigaciones Gino Germani, UBA y Conicet, opina: "El grupo del PRT-ERP reunido en torno de Enrique Gorriarán Merlo, que había participado de los momentos finales de la Revolución Sandinista en julio del ´79, representaba probablemente entonces la única expresión organizada de lo que había sido el PRT. Enfrentado a la conducción de Luis Mattini, secretario de la organización tras la muerte de casi toda la dirección en julio del ´76 (N. de la R.: caen Santucho, Mena y Urteaga), el grupo de Gorriarán Merlo había expresado en la crisis que se produjo en el PRT en el exilio posturas que, en términos generales, representaban sobresaltos de fuerte contenido voluntarista y de corte renacidamente foquista frente a una posición probablemente más crítica del accionar pasado, y por ello también menos voluntarista, de la mayoría del Buró Político liderada por Mattini. Fue uno de esos sobresaltos lo que llevó al grupo de Gorriarán Merlo -ya separado del PRT de Mattini- a dejar de lado momentáneamente su plan de conformación de una guerrilla rural en Argentina para unirse a la Revolución Nicaragüense poco antes de la victoria final y fue posiblemente a su vez la conciencia de crisis de las concepciones tradicionales del PRT la que llevaría poco después a una nueva división y a la disolución final del grupo liderado por Mattini". (1)
-Nosotros teníamos información, que incluso le hicimos llegar al gobierno, de que ese día estallaría un golpe de Estado liderado por Seineldín y respaldado por Carlos Menem. Iban a tomar el poder y producir una Noche de San Bartolomé contra la izquierda y toda disidencia. Entonces, fuimos a La Tablada, epicentro de ese golpe, para neutralizarlo y ponernos en marcha junto al pueblo en defensa de la democracia.
Ésta es, en síntesis y por boca de Enrique Gorriarán Merlo, la postura oficial con que el MTP procuró justificar su sangriento zafarrancho.
Desde un razonamiento impecable, Claudia Hilb sostiene: "En el montaje del asalto al cuartel de La Tablada se da a ver, de manera caricaturesca y trágica, el destino totalitario del pensamiento revolucionario del siglo XX, el devenir de la ilusión de eliminar toda contingencia de los asuntos humanos y de fabricar una realidad a imagen y semejanza de una idea. Un grupo reducido de personas, convencido de estar en posesión de la cifra del orden ideal del mundo, no se conforma ya con alentar la esperanza de que llegará un momento en que, reconocida su razón, podrá incluso, como lo muestran los ejemplos anteriores, rehacer el pasado. Impaciente, buscará a través de la manipulación de la verdad fáctica provocar una adhesión -instantánea y multitudinaria- a su aventura, que en esa manipulación se da a ver crudamente como un proyecto plenamente despolitizado de poder. Es, podemos resumir también, el paso decisivo que franquea la distancia que media entre la pretensión de vanguardia y la autoafirmación mesiánica de quien pretende encarnar la verdad de una revolución definitivamente desprovista de sujeto".
Fue complejo llegar al regimiento de La Tablada aquel lunes 23 de enero del ´89. Controles policiales, desplazamiento de fuerzas blindadas y artillería convergiendo sobre el área le ponían "cara de guerra" a esa zona del conurbano.
Seis helicópteros iban y venían de Campo de Mayo transportando comandos. Los depositaban en los fondos de la unidad, a más de 1.000 metros del foco de combate duro: la Plaza de Armas, el casino de suboficiales y un pabellón dormitorio de los conscriptos. Edificios bien mantenidos. Ladrillos descubiertos que comenzaban a ser limados por la batalla.
Otros dos helicópteros giraban a gran altura sobre el regimiento. Precavidos. Nada de vuelos rasantes. Nada de las temerarias maniobras de los helicópteros de Robert Duvall, que con su sombrero del Séptimo de Caballería y música de Wagner a modo de fondo le pone tanto sello a la estupenda "Apocalypse Now"
El Ejército hacía "aparato".
Para las 10 de la mañana se tenía claro que el grupo de atacantes no superaba los 40 efectivos mal armados. Varios de ellos ya estaban muertos. Y a esa hora estaban en vías de quedar aferrados a un único espacio: el pabellón dormitorio. El cerco se había estrechado desde dos frentes: uno, la Bonaerense, que con más de 500 efectivos controlaba el perímetro del regimiento hostigando a los atacantes con armas livianas; dos: el Ejército, desde el interior de la unidad, comenzaba a operar con artillería y blindados.
Con una compañía disparándoles gases, a media mañana el tema hubiese quedado resuelto. Lo sugirió el jefe de la Federal -Pirker- al gobierno. Pero en La Tablada mandaba el Ejército. Necesitaba que el combate se prolongara. ¿Qué mejor oportunidad para ratificar que retornaba la subversión? El Ejército venía de la derrota de Malvinas y de abandonar vituperado el poder político. Y estaba carcomido y juzgado ética y moralmente por las atrocidades cometidas durante la dictadura. Para aquel Ejército de La Tablada valía la parábola con que Rosendo Fraga describió el camino recorrido por la fuerza entre marzo del ´73 -"Se van, se van, y nunca volverán"- y marzo del ´76, cuando los argentinos les dijeron "vuelvan": "Del escarnio al poder".
El Ejército no iba a tomar el poder, pero La Tablada le facilitaba sacudirse escarnio. Ése fue el motivo, la única razón por la cual aquel 23 de enero del ´89 un general de apellido vasco y cuerpo de vasco -Arrillaga- miró hacia el interior del cuartel y como comandante de las fuerzas que operaban en La Tablada entendió lo que debía hacer sin que nadie lo dijera: prolongar la batalla.
Desde lo táctico, el ataque al regimiento había tenido mucho de clásico. De otra jornada trágica de 14 años antes: Monte Chingolo. Pasadas las seis de la mañana, un camión de Coca-Cola que se desplazaba por Crovara hizo punta. Giró sorpresivamente 45 grados, atropelló el portón de ingreso principal del regimiento y, liderando una columna de vehículos, encaró para la Guardia de Prevención. Entonces, los primeros balazos y las primeras muertes: dos soldados. Luego, la reacción de oficiales y suboficiales del Ejército. Un vecino llamó a la comisaría:
-Algo pasa en el regimiento...
Sin apuro, un subcomisario que había pasado la noche patrullando La Matanza llegó confiado al lugar. Bajó del móvil. Ni se dio cuenta cuando una ráfaga le cortó las dos piernas. Su cuerpo prácticamente seccionado quedó en el ojo del tiroteo. Los espasmos lo sacudían. Se desangraba. Un vecino audaz y un cabo de la Bonaerense lo cargaron. Uno llevaba el tronco del cuerpo sobre sus hombros. El otro lo seguía sosteniendo las piernas, que colgaban de jirones de piel. Cruzaron Crovara. Corrieron y corrieron hasta una ambulancia que llegaba por la calle Almafuerte. Luego, cabo y vecino se desmayaron empapados de sangre. Para el mediodía de aquel lunes caliente, el subcomisario Re ya no tenía piernas. Agonizó durante semanas, pero murió hace un año. Fue ascendido y Álvaro Alsogaray lo nombró empleado del bloque de concejales de la entonces Ucede en la comuna porteña. Re orilló la política y se convirtió en un personaje habitual para las cámaras. De hablar "zeziozo" un día se le disparó la lengua. Dijo que el gobierno rionegrino de Horacio Massaccesi estaba vinculado con el tráfico de drogas. Le clavaron una presentación judicial. Se retractó.
Aproximadamente a las 9 de aquella mañana de enero del ´89, "Río Negro" llegó a menos de 100 metros del portón de entrada del regimiento. Todo era tiros. Heridos contra la cerca de ladrillos. Muertos del MTP en el interior de la unidad. Humo. Gritos. Órdenes.
Los medios se juntaban y guarecían en la estación de servicio Ruta 66. Prudentes, sus dueños habían cruzado mangueras y puesto pies en polvorosa.
-Tenemos que conseguir comunicaciones -dijo un colega también recién llegado. Un dato: no existían los celulares.
La nota del martes 24 de este diario recuerda entonces a Lidia Dilisia. "Vive en el 2369 de la calle San Pedro. El primero que se atrevió fue Julio Moreno, periodista de ´Jornal da Tarde´, de San Pablo. ´Señora, ¿me permite el teléfono?´, le dijo a Lidia. A partir de ese momento, su casa se convirtió en el aguantadero de los hombres de prensa cuando el combate obligaba a no poner las narices sobre la avenida Crovara".
Y acota la nota: "Desde Buenos Aires, una hija de Lidia insistía en ir a buscarla. ´Jamás los parientes me dieron tanta bolilla´, comentó Lidia tras lamentarse de no tener nada de comida".
Y la nota también recuerda a Fernando Bertaina, un pibe de 22 años pariente del entonces secretario de Hacienda de la Nación. "Se pasó la tarde explicando a qué arma correspondía cada disparo que se oía. ´Aprendí de vivir aquí... el hijo de Videla... creo que es capitán, es uno de los que nos enseñaban a determinar a qué arma correspondía un disparo".
La tarde llegó con 35 grados de temperatura. A las 15:30, este diario estaba cuerpo a tierra a metros de la entrada principal de la unidad. Olor acre. Sangre en el pasto y la cinta asfáltica que conduce al interior de la unidad. La Guardia de Prevención -un búnker-, ennegrecida. Pispeando con cautela se podía ver el cadáver de un guerrillero con la cabeza aplastada por una oruga. Plastón informe de moscas, muchas moscas. Cientos de cápsulas 9 milímetros. La artillería y las tanquetas habían derrumbado el techo y paredes del pabellón donde aparentemente todavía resistían los asaltantes. Y un convencimiento: a media tarde sólo se disparaba desde el lado de la represión.
La noche fue llegando con armas calientes en manos de hombres tensos. "Un cabo del Ejército -dice la nota de este diario del día 24- descansaba en la intersección de las calles San Pedro y Arrieta, se distendió un momento sentándose en el suelo. Se acercó Terry, un pequeño perro de no más de dos meses, que pertenece a Alberto Jossi, un pibe de 7 años que trató de no perderse nada. El cabo tocó a Terry con el caño de su fusil. Terry lloró desconsolado durante largo rato con una pata quemada".
-"Tito", te mando el material en un rato... no sé cómo, pero te lo mando -dijo "Río Negro" desde el teléfono de Lidia.
-Bueno pibe, cuidate, no hagas cagadas -respondió desde Roca "Tito" Boglio, entonces secretario de Redacción.
La madrugada fue larga. Pesada. Disparos aislados. Toda la zona quedó a oscuras. Sólo iluminada por los reflectores de los helicópteros. Mosquitos.
Al amanecer se rindió el grueso de los guerrilleros. Pero en la noche, la suerte de otros había quedado en manos del Ejército. Nunca más se supo de ellos.
A media mañana del martes 24 llegó Raúl Alfonsín al campo de batalla. Traje claro, rostro serio, demacrado. Lo rodeaba un grupo de inmensos comandos. Existía la presunción de que podía haber francotiradores en el área. Junto con los periodistas recorrió el lugar durante más de una hora. Se paró ante cada muerto aún no recogido. Entre ellos, el de la cabeza aplastada y Jorge Baños, un abogado fundador del MTP. Barbudo, melena larga y enrulada. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho. En vida había tenido algo del Consejero, aquel místico de Canudos al que Mario Vargas Llosa inyectó ficción en "La guerra del fin del mundo".
Pero hace 20 años, en La Tablada, no hubo ficción.
(1) "Lucha armada" Nº 9, Buenos Aires, 2008
CARLOS TORRENGO
carlostorrengo@rionegro.com.ar