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  Domingo 04 de Enero de 2009  
 
 
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  ¿Qué ciudadanos habitarán la Argentina del futuro?
Es indudable que nuestro país ha cambiado -para peor- en los últimos años. La desigualdad social sigue creciendo, contra la imagen de país subdesarrollado pero con "perfil europeo", alimentada por el deterioro de instituciones públicas que en otro tiempo fueron condición de equidad.
 
 
 
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En la década del ´80 corría un dicho entre los especialistas sobre el desarrollo: existen cuatro tipos de países, los desarrollados, los en vías de desarrollo (todavía no se había instalado el término "emergentes"), Japón y Argentina. Japón, porque era inexplicable que con sus recursos se hubiera desarrollado tanto, y Argentina, porque era inexplicable que con sus recursos se hubiera subdesarrollado tanto.

Es mi intención en este artículo repasar cuánto ha cambiado la estructura social del otrora "granero del mundo" y, sobre todo, explorar el impacto de estos cambios en nuestro sistema político. A 25 años de recuperada la democracia, cabe preguntarse sobre la calidad republicana de un país que tiene a millones de sus ciudadanos bajo la línea de indigencia. "Vaya novedad, así es América Latina", podría contestar alguien. Sí, pero a diferencia de nuestros vecinos, que heredaron la desigualdad y la miseria desde hace siglos, nosotros tenemos la particularidad de haberla "fabricado" en los últimos años. Curioso podio el de la Argentina, uno de los pocos países en el mundo que fracturaron su estructura social y se empobrecieron en términos relativos durante la última mitad del siglo XX.

Sin intención de abonar la imagen de "especiales" que tenemos de nosotros mismos, es indudable que nuestro país ha cambiado -para peor, qué duda cabe- en los últimos años: es más desigual que hace cinco décadas. No es poca cosa: con todos sus males endémicos, la Argentina podía mostrarse ante el mundo como un "país de perfil europeo" en medio de un mar de desigualdad. Tres cosas hacían eso posible: la existencia de una extendida clase media; los bajos, casi inexistentes, niveles de pobreza extrema y -probablemente la condición de posibilidad de las otras dos- la fortaleza de instituciones públicas que fueron condición para la equidad: la escuela pública, el sistema de salud y la infraestructura sanitaria. También funcionaron como integradores territoriales y sociales instituciones como el Ejército -a fines del siglo XIX y principios del XX-, YPF y los ferrocarriles.

Al contrario de lo que masivamente se cree, no fue el período peronista el que hizo nacer esas instituciones: la escuela pública y la infraestructura de salud tienen más de un siglo y YPF mostró su mayor crecimiento entre 1930 y 1940.

Si bien el radicalismo y el peronismo fueron los actores políticos que les dieron identidad a las clases media y obrera en el siglo XX, gran parte de su crecimiento y fortaleza tiene que ver con instituciones y políticas desarrolladas durante el período que Natalio Botana ha bautizado como la "República conservadora". Así de paradójica es la historia: quienes sólo pudieron sobrevivir electoralmente con sistemas de ciudadanía política restringida crearon las condiciones para el desarrollo de una república de ciudadanos, casi únicas en la región y en el mundo. Lamentablemente la levadura no levó, la promesa no se cumplió, y aquí estamos... Repasemos los dos períodos que dividen la historia del desarrollo económico de nuestro país en el siglo XX, los que, de hecho, no son más que muestras locales de momentos en el desarrollo del capitalismo mundial que aquí se mostraron con una agudeza importante en términos políticos. Entre 1930 y 1940 terminó de estallar el modelo agroexportador altamente integrado al mundo y en 1975 se hizo trizas aquél que lo sucedió: un modelo de sustitución de importaciones con presencia estatal y un perfil orientado al mercado interno y poco integrado al comercio internacional.

Detengámonos en el segundo período, el modelo industrialista de sustitución de importaciones. En el caso argentino aparece con dos formatos claros, identificables con períodos de nuestra historia: el período del populismo estatal -los primeros años del primer peronismo- caracterizado por un importante estímulo al consumo, favorecido por altas disponibilidades financieras del Estado y por un contexto internacional favorable, y el período de la puja distributiva, caracterizado por oscilaciones entre momentos de desarrollo y de ahogo financiero y ajuste, con una fuerte disputa entre actores sociales -empresas, sindicatos- por los recursos, débiles capacidades del Estado y los actores políticos para canalizar la puja institucionalmente y una creciente presencia de las Fuerzas Armadas como árbitro de la propia inestabilidad institucional. Este período comienza en los últimos años del primer peronismo y se puede mostrar como una espiral en la que crecen el conflicto distributivo y la inestabilidad institucional.

En la práctica, hay que sincerarse; el modelo de sustitución de importaciones e industrialización asistida por el Estado nunca terminó de consolidarse y siempre requirió de financiamiento externo para su supervivencia, con contadas excepciones. Su crisis es una crisis fiscal pero, sobre todo, es una crisis política. El Estado se mostró incapaz de contener los conflictos distributivos crecientes y finalmente se degradó a sí mismo, apelando únicamente a estrategias represivas que terminaron en la tragedia de la dictadura de 1976. Y en el estallido de aquella Argentina que quienes tenemos más de 40 años conocimos: la de las clases medias, la de la escuela pública, la de la seguridad en las calles.

Sin embargo, deberíamos intentar huir de las explicaciones del tipo "llegaron la dictadura y Martínez de Hoz para instalar un plan de hambre y pobreza". La pobreza no es el producto de un "plan de pobreza" que nadie tiene, y en el caso argentino es el emergente del fracaso de lo que el politólogo José Nun ha denominado un "régimen social de acumulación". El golpe del ´76 fue la salida más degradada de todas las posibles, pero la crisis del modelo era inevitable. En todo caso no tiene sentido analizar el horror de la dictadura, tanto en su acción represiva como en sus consecuencias económicas, si no es en un contexto histórico que nos muestra que la Argentina, como pocos países, ya mostraba en 1975 una distancia sideral entre la promesa de desarrollo integral que pregonaba hacia sí misma y hacia el mundo y sus reales capacidades de cumplirla.

Lo que definitivamente está claro hoy es que luego del ´75 numerosas crisis fueron alejándonos de la promesa de integración social y depositándonos en otro mundo. Tres momentos pueden ser identificados: la crisis de balanza de pagos de 1982, la hiperinflación de 1989/1990 y la crisis política integral del 2001. Ante cada crisis se optó por la fuga hacia adelante, como queriendo seguir viviendo en la promesa sin que nadie realmente pague el costo. Y, por supuesto, cuando se intenta no pagar costos finalmente éstos se pagan carísimos. Y los pagan los que menos protección institucional tienen. Las crisis tienen su emergente económico pero son siempre crisis políticas, y las salidas que se eligieron finalmente nos depositaron en un país más desigual.

Y bien, luego de tantos ciclos de stop & go, finalmente podemos sentirnos "realizados". En cuanto a indicadores de pobreza y desigualdad, somos definitivamente latinoamericanos. Como pocos países en el mundo, el nuestro ha ampliado su desigualdad, su pobreza y su precariedad social en las últimas décadas. Hay países que crecen con igualdad, otros que lo hacen con desigualdad y otros más que se estancan. Pero pocos retroceden como lo hicimos nosotros en las últimas décadas. Los últimos años de crecimiento y reducción relativa de la pobreza (no de la desigualdad) no pueden ser tomados como un cambio de tendencia. Los años sin factores externos favorables que nos esperan nuevamente nos pondrán a prueba.

Repasemos aquello con lo que nos hemos acostumbrado a convivir y que no formaba parte del mundo de nuestra infancia:

- Escuela pública deteriorada y, sobre todo, no integradora. Salvo excepciones, a las escuelas públicas van los pobres, y reciben una educación de calidad heterogénea y tendencialmente mediocre.

- Salud pública deteriorada, heterogénea y socialmente segmentada. Incluso en el sistema público, cuanto más pobre se es peor es lo que se recibe.

- Inseguridad urbana. Un fenómeno absolutamente inexistente hace 35 años.

- Y lo más relevante de todo: la aparición de un nuevo actor social, los pobres.

La pobreza en la Argentina de hoy es una condición en sí misma. No se es pobre porque se perdió el trabajo o porque se es obrero o campesino. Un pobre hoy es un pobre y punto. La pobreza ha dejado de ser un estado para ser una condición. Y junto con la condición de pobre ha aparecido un actor social amplio, extendido y complejo cuya orientación principal es vivir del Estado. Vivir del asistencialismo público en todos sus niveles, perfiles y posibilidades. Del asistencialismo que proviene del Estado nacional, de los provinciales, de los municipales o del que está mediado por organizaciones político-sociales, más o menos clientelistas.

Dicho de otra manera: las recurrentes crisis económicas han expulsado del sistema productivo a amplios sectores sociales y los han instalado en la pobreza y la precariedad de manera permanente. Los programas de asistencia estatal son una solución correcta en el corto plazo pero un gran problema en el largo: quien por varios años se "desconecta" del sistema productivo y del mundo del trabajo y el empleo ve crecer sus dificultades para volver a conectarse. Quien recibe planes de asistencia por seis meses es un trabajador desocupado que está siendo asistido hasta que vuelva a conseguir empleo; quien la recibe por cuatro años se ha transformado en otro sujeto social.

Justo es decir que en estos años ha aumentado el empleo -formal e informal- y son menos quienes reciben planes de asistencia como todo ingreso.

Pero el problema no se ha resuelto y aun luego de cinco años de espectacular crecimiento económico cientos de miles de compatriotas viven del asistencialismo o de pseudoempleos públicos o semipúblicos en los que la principal prestación tiene que ver más con lealtades políticas que con actividades productivas.

 

La indigencia como condicionante de la ciudadanía política

Mucho se ha escrito -y bien- acerca del aumento de la pobreza en la Argentina. Se ha reflexionado quizá un poco menos sobre el impacto que ello genera en la calidad de nuestra república. La filósofa alemana Hannah Arendt abordó el problema con mucha calidad y claridad en uno de sus trabajos más importantes, "Sobre la revolución" (1).

En el primer caso, Arendt se sirve de comparar las revoluciones francesa y americana para plantear la tesis de que un proceso social llevado adelante por hombres cuya principal motivación es la necesidad lleva al terror, a la fractura social y a la degradación política, mientras que un proceso como la revolución americana, cuyos protagonistas eran hombres liberados de necesidad y cuya motivación fue sobre todo política y se basó en la persecución de la libertad y la autonomía, genera las condiciones para la construcción de una república de iguales jurídicamente. No en vano llama a las revoluciones francesa y americana "revolución mala" y "revolución buena" respectivamente y reconoce en el último caso un territorio fértil para la construcción de una ciudadanía plena, libre de necesidades que obliguen al individuo a la subordinación política para satisfacerlas.

En lo que al tema de este artículo respecta, el mismo razonamiento puede ser aplicado. Una república funciona mejor si sus habitantes están liberados del yugo de la miseria, que condiciona los actos libres de una persona al imperio de satisfacer las necesidades básicas. Dicho de otra forma: si mis hijos no tienen qué comer, no dudaré en vender mis lealtades y mi voto a cambio de comida. Es racionalidad pura; cualquiera de nosotros haría lo mismo. La pobreza extrema es un camino directo al clientelismo, y el clientelismo degrada la democracia. En una relación clientelar no es culpable el que busca satisfacer sus necesidades básicas sino el que se aprovecha de esa condición para comprar lealtades.

Así como una torta necesita harina, una república requiere -además de una bonita Constitución y buenas leyes- de ciudadanos. Es decir, sujetos en condiciones de ejercer su condición de iguales ante la ley y, sobre todo, de poder elegir sus opciones políticas sin estar condicionados por la extrema necesidad. Las sociedades son desiguales; a algunos les irá mejor y a otros peor, las crisis pueden dejar mejor parados a unos o a otros. Pero definitivamente la miseria, aquella que nos hemos "comprado" en los últimos años, es un problema para la construcción de una república de calidad, porque debilita en extremo a los sujetos frente al poder (o a los poderes) y porque les permite a éstos contar con ejércitos de leales a cambio de recursos. Nuestro lastimado continente ha llevado esta situación al paroxismo de que el término "ejército" no sea en este caso una metáfora: las noticias nos muestran "guerrilleros" que luchan en las selvas no por convicciones o ideas sino por un plato de comida o producto de levas forzosas en los pueblos rurales. Esa imagen -de un patetismo extremo- tiene un correlato un poco menos extremo pero no menos doloroso en nuestro país: la participación en marchas, protestas y manifestaciones de gente que a veces ni sabe por qué está allí pero vive esa actividad como una contraprestación a cambio de víveres, dinero o planes que, dicho sea de paso, debería entregar el Estado.

El sociólogo británico David Held (2) plantea que la participación ciudadana en política en las sociedades de masas viene dada en respuesta a una variedad de incentivos que podemos clasificar en dos tipos: los privados o selectivos (beneficios personales directos) y los colectivos -que Paul Whiteley denomina también "motivos no instrumentales" (3)-, como pueden ser por ejemplo objetivos de mejora de la vida de la ciudadanía, de pertenencia al grupo, etcétera.

Los incentivos selectivos existen en todas las democracias. Pero es claro que un objetivo de mejora de calidad debe ser reducirlos al mínimo, al menos como un horizonte a alcanzar. Mayor calidad muestran las democracias en las que los ciudadanos actúan movidos por "la mejora en las condiciones educativas de mi país" o aunque sea "el agua potable para mi barrio" que "un empleo para mi hijo" o "un plan social para mi familia". Más claro, agua.

Con la miseria instalada en nuestra casa, los incentivos selectivos se han convertido en moneda corriente: llevan la cara de las madres que participan con sus hijos en marchas que les son ajenas, de los micros escolares llenos de "militantes" yendo a actos o de los ostensibles repartos de bienes con motivo de internas o elecciones.

¿Tiene este tema solución? En realidad, el primer paso a dar es convencernos de que les estamos trasladando un problema a nuestros hijos: una sociedad fracturada en dos, con territorios de ciudadanos y consumidores y territorios de necesitados que responden al estímulo de la asistencia. En segundo lugar, debemos aceptar que la lucha contra la miseria no es sólo un imperativo moral sino una condición para la construcción de una república de mejor calidad. A todos nos puede ir mejor o peor en la vida, pero si tenemos el cuello bien por encima del agua podremos pensar y decidir más libremente. Y, en último lugar, es importante tener en cuenta que las políticas de inclusión deben reunir ciertas condiciones para escapar o por lo menos alejar a los ciudadanos del yugo del clientelismo:

- deben ser universales, esto es: quien se encuentra en determinada condición recibe automáticamente la asistencia, evitando trámites engorrosos y sobre todo "gestores" o "intermediarios";

- deben ser administradas por agencias públicas profesionalizadas e independientes de la lógica electoral;

- obviamente (de tan obvio resulta ridículo), el Estado debería generar acciones para terminar con la intermediación de grupos políticos en la entrega de bienes, planes y dinero y

- deben ser por definición transitorias y estimuladoras de la inclusión. Deben generar incentivos al retorno al mercado laboral y proveer al beneficiario de recursos materiales y sobre todo simbólicos para hacerlo.

¿Qué república heredarán nuestros hijos? De lo que se haga en estos años dependerá que vivan en un país de countries aislados, barrios cerrados, baja participación política y clientelismo o en una república de ciudadanos integrados en una comunidad política y social a la que podamos volver a llamar con el nombre de "República Argentina".

 

(1) "Sobre la revolución" fue publicado originalmente en español en la "Revista de Occidente" en España en 1967 y reeditado por Alianza Editorial en 1998 y el 2004.

(2) Held, David: "Models of Democracy", Stanford University Press. La edición en español, "Modelos de democracia", fue publicada por Alianza en 1993.

(3) Puede encontrarse una referencia clara a este razonamiento en Whiteley, Paul F.; Seyd, Patrick; Richardson, Jeremy y Bissell, Paul: "Explaining Party Activism: The Case of the British Conservative Party", "British Journal of Political Science" 24, 79-94  (1993).

 

JULIÁN GADANO

jgadano@region4.com.ar

   
   
 
 
 
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